"En un mundo de magia y misterios, el amor puede ser un refugio... o la tormenta que desata la guerra.
La sangre dorada en el suelo es solo el comienzo; en Aethel, cada lágrima derramada forjará el futuro de un ser mágico."
La Isla de Sueños mágicos era el lugar en dónde las criaturas mágicas de Aethel conseguían artefactos mágicos y se vinculaban a bestias mitológicas.
El lugar estaba lleno de todo tipo de artefactos que elegían al individuo que lo portaría. Desde armaduras encantadas y espadas que se blandían por sí solas, hasta hornos mágicos que brindaban habilidades y escudos que creaban barreras protectoras alrededor del portador.
En cuanto a las bestias mitológicas, habían toda clase de criaturas. Desde tortugas y dragones hasta grifos y unicornios. Estas ,mediante un vínculo que la Diosa Luz establecía desde el nacimiento del individuo con el que llevarían a cabo la fusión, debían esperar hasta que aquel ser fuera en su búsqueda
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Pasé el resto de los días encerrada en la habitación. En las mañanas la claridad del día me hacía compañía mientras envolvía el cuarto con luces doradas. En las noches la oscuridad me abrazaba y me susurraba al oído que era una tonta por haberle creído a quién desde un inicio consideraba mi enemigo.
Ahora las noches eran mis enemigas, porque llenaban de pensamientos reales y crueles mi mente. Pero, ¿qué era lo que me dolía? ¿Era acaso saber que todos sus susurros no eran más que dolorosas verdades?
No lo sabía, o más bien, no quería aceptarme a mí misma que todo lo que había ocurrido era culpa mía.
No había salido de la recámara más que para comer cuando mi cuerpo así me lo pedía. Esa noche, el festival llegaría a su fin y volveríamos a Arcania.
Iris y Cinder habían venido a buscarme con la intención de irnos juntas a cenar con Fleur y Tadeo a un pequeño restaurante del pueblo. Había rechazado su oferta y les había pedido que me despidieran de los chicos. Aún no lograba poner en orden mis pensamientos y no tenía ganas de pasear.
Cuando el atardecer adornaba los cielos de melancólicas tonalidades rojas, salí de la recámara camino hacia el jardín. En cuanto estuve ahí, tomé asiento en el césped. La grama me pinchaba los dedos como agujas llenas del veneno de un corazón rebosante de odio.
La sombra de un hombre que conocía a la perfección cubrió mi cuerpo. Él tomó asiento a mi lado como si nada hubiese pasado y como si su plan desde el inicio no hubiese sido matarme. Saqué una daga que tenía escondida en las botas, a sabiendas de que el joven en cuanto me viese fuera de la habitación se acercaría a mí, y se la tendí.
-Aquí la tienes. -le dije.
-¿Qué?
-Mátame.
Él se quedó en silencio aparentemente sorprendido por mis palabras. Fingiendo no conocer el sentido de mis palabras preguntó:
-¿De qué estás hablando? -preguntó.
-¿Ese no era tu plan inicial? -pregunté yo esta vez. -¿No era eso a lo que venías a esta Isla, Zayn, a destruir a la princesa rota?