"En un mundo de magia y misterios, el amor puede ser un refugio... o la tormenta que desata la guerra.
La sangre dorada en el suelo es solo el comienzo; en Aethel, cada lágrima derramada forjará el futuro de un ser mágico."
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Abrir mis ojos se sintió como vivir en carne propia una pesadilla sin colores. La luz era cegadora, solo logró aumentar el dolor de mi cabeza y hacerme consciente de la pesadez de mis extremidades. Mi garganta estaba rasposa y debajo de mi cuerpo no podía sentir más que las sutiles hierbas acariciando mi piel.
Para cuando logré acostumbrarme a ella, fui capaz de identificar el lugar en el que me encontraba. Un bosque que guardaba magia en su interior se alzó ante mí. Casitas de madera reposaban sobre las copas de los árboles y el sonido lejano y tranquilizador de un río calmó el frenesí de mis pensamientos. Las flores, poseedoras de colores deslumbrantes, se movían al compás de la brisa y el sol calentaba casi con cariño la superficie de mi cuerpo.
Me levanté del suelo y aguardé tranquilo en el mismo lugar. Creí que me encontraba solo, que de alguna manera aquella escena que se repetía en mi cabeza no había sido más que un sueño sin sentido, uno de los tantos que había tenido últimamente. Lo único que desentonaba de esa idea era mi incapacidad de sentir el frío calando en mis venas.
Una criatura que parecía haber sido bendecida con las bellezas ocultas de los amores del bosque, se acercó a mí con lentitud y con la curiosidad brillando en el púrpura de sus orbes. Su cabello tenía la misma tonalidad que sus iris y estaba adornado con una especie de diadema que estaba cubierta con las alas de una libélula del mañana.
Era poseedora de una belleza que jamás había conocido. Su piel estaba recubierta con escamas iridiscentes en las que predominaban las tonalidades azules y violetas. Sus alas eran idénticas a las que tenía en la diadema y salían de su espalda como si fueran parte de su propia tez. Sus orejas eran puntiagudas, lo cual la hacía lucir como un elfo, sin embargo, tenía la ligera sospecha de que ella no era una. Tomó mi mano con delicadeza y me guío por el bosque.
-La Diosa nos avisó de tu llegada. -aseguró y se dio la vuelta rápidamente para dedicarme una sonrisa.
-¿La Diosa? -pregunté sintiéndome preso de la confusión.
-Lamento no poder presentarte al resto de nosotros. -su paso comenzó a tornarse más veloz. -Es una medida de seguridad que debemos tomar como precaución.
-¿Cómo te llamas? -inquirí.
-Violette. -río por lo bajo con la dulzura que caracterizaba a la miel. -Aunque, creo que es bastante predecible teniendo en cuenta el color que predomina en mi cuerpo.
-Lo supuse. -musité en voz baja sintiéndome hipnotizado por la preciosidad de los alrededores. -¿Qué es este lugar?
-El bosque de las almas perdidas.
Continuamos con nuestro camino durante un par de minutos más en los que busqué con la mirada y sin obtener ninguna clase de éxito a alguna otra criatura. Todas las cabañas y casitas de madera tenían las ventanas cubiertas con cortinas y las puertas totalmente cerradas. Aunque no había logrado observar a nadie más que a Violette, podía sentir un montón de pares de ojos sobre mí.