"En un mundo de magia y misterios, el amor puede ser un refugio... o la tormenta que desata la guerra.
La sangre dorada en el suelo es solo el comienzo; en Aethel, cada lágrima derramada forjará el futuro de un ser mágico."
Me miré en el espejo, detallando con lentitud todo lo que había del otro lado y preguntándome constantemente el porqué de mi rechazo hacia el hombre que en poco tiempo se haría llamar mi esposo. El vestido estaba elaborado con satén y seda. El corpiño era ajustado, realzando mi figura y dejándome casi sin aire. Ricamente adornado con encajes intrincados y bordados dorados. Largos y elegantes anillos colgaban de los puños de las mangas que abrazaban mis muñecas.
La falda era amplia y majestuosa, sostenida por un miriñaque que le daba volumen y que me hacía lucir mucho más pomposa y elegante de lo que era en realidad. La caída de la misma presentaba una serie de pliegues y volantes cuidadosamente dispuestos. Mi cabello lucía recogido entre trenzas y ondas que caían por mi espalda con delicadeza. Un velo elaborado con encajes finos descendía por mi rostro y cubría un poco mi pelo. Tenía un collar de perlas alrededor de mi cuello y un par de aretes a juego colgando de mis orejas.
Estaba preciosa, pero aquello solo me hacía sentir peor.
Había aprendido a quererlo. Frederick era un hombre maravilloso, desde el respetuoso cariño de su sonrisa hasta la calidez de su piel y, aún así, mi corazón no lograba quererle lo suficiente. Me sentía atrapada entre lo que realmente deseaba y lo que debía hacer.
Desde que lo había conocido pude sentir sobre mi piel todo el amor que se escapa de entre sus labios, mismo amor que mi miocardio parecía incapaz de albergar por él. No sabía qué era peor. Si el hecho de cargar en mi pecho una culpa superior a mi estatura debido a mi incapacidad de corresponder a los sentimientos de un hombre que sabía respetar mi espacio, que cuidaba de mí en todo momento o el odio que había desarrollado hacia mí misma por estar perdidamente enamorada de alguien que no se había molestado en despedirse.
¿Por qué no podía amarlo?
¿Por qué mi corazón se empeñaba en guardar todos sus latidos desbocados por un hombre que había decidido desparecer de mi vida?
¿Por qué sus dulces palabras solo me recordaban al amargo sabor del rechazo de alguien más?
Una lágrima quiso escaparse, pero la retuve. Alisé la falda de mi vestido y esperé impaciente a que mi padre llegase. En breves minutos lo tuve a mi lado y en mucho menos tiempo del que creí ya había cruzado toda la iglesia bajo la atenta mirada de toda una sociedad que me tachaba de aprovechada, para estar junto a mi prometido. El sacerdote dijo muchísimas cosas de las que no fui consciente, me obligué a aceptar con fingida alegría la unión y a escuchar con atención los votos de mi ahora esposo.
Finalmente, tomó mi cintura y me pegó a su cuerpo buscando con anhelo tenerme más cerca. Cerré mis ojos y sus labios colisionaron contra los míos besándome con cariño, pero no fui capaz de sentir más que la frialdad de su boca sobre la mía y la calidez del deseo de unos labios ajenos haciendo aquello conmigo.
Me culpé de nuevo, aborrecí mi mente y detesté esa lujuria que se prendía en llamas sobre mi piel, esa ansia que me carcomía como una enfermedad sin cura ante la interrogante que había llenado mis días con tonalidades grises.
¿Qué hubiera pasado si él se hubiese quedado conmigo?
¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.