Capítulo 6

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Los días pasaron deprisa y Leonor se acostumbró a la presencia de sus sobrinos en la casa. Sin embargo, cada vez que miraba a Helena, no podía evitar recordar la expresión de tristeza y de desolación cuando la profecía fue anunciada. Pero ahora era diferente. Ella ya era una mujer. Y deseaba haber estado más en sus vidas, al ser su única familia, a parte de la hermana de su pobre madre fallecida, que por lo que había escuchado, los visitaba bastante más. Sin embargo, no recordaba su nombre. Con la lana en la mano dejó de pensar en ello, hoy estaba más cansada de lo normal, así que tras tejer un poco más, se iría a la cama. Sólo esperaba que la vida le permitiera que estuviera en el cumpleaños de sus sobrinos ese año y el siguiente. Nada más.

Helena bajó las escaleras a paso rápido. Quería ver el mar, que tras esos tres días de acomodarse no había salido, pero era normal. Quería asegurarse de que su tía estaba bien. Y lo parecía, así que como ya era hora, salió del castillo apenas a las 10 de la noche, cuando el sol todavía deslumbraba en el cielo aunque fuera por poco tiempo.

—¡No le digas a nadie que he salido! —Le gritó al mayordomo con el que se cruzó, el que parecía ser la mano derecha de su tía —No quiero preocupar a nadie.

Y antes de que consiguiera una respuesta, ya estaba al otro lado de la puerta. Tomó una honda respiración de aire fresco y sonrió ampliamente. Hacia meses que no metía los pies en el agua del mar.

Llevaba sólo el camisón, ni siquiera unos meros zapatos, pero no le importó. Al parecer, su tía se iba a acostar ya, y junto a ella, se dormía todo el castillo, pero era todavía temprano y no lo iba a aceptar. Ben se había quedado con algo de papeleo que su tía le había pedido en la cena, hacía una hora y ella estaba aburrida. Pero cuando sus pies se enterraron en la arena, fue muy feliz. Estaba eufórica. Sólo ella, el mar, la arena, el sol ocultándose y el cielo como testigo de su felicidad.

Ben miraba las cuentas del castillo, su tía se lo había pedido y él había aceptado. Quería verificar que todo estaba en orden y por lo que estaba viendo, así era. No le quedaba mucho para acabar, y al parecer lo haría poco después de anochecer. Miró por la ventana de su cuarto, para relajarse un poco y vio a una persona en la orilla. Era imposible que él no la reconociera.

Se levantó y llamó al mayordomo. En cuanto éste llegó le preguntó —¿Mi hermana está en su habitación? —El hombre pareció dudar —Está bien —suspiró —, voy a por ella. No avises a mi tía, volveremos en cuestión de minutos.

—Como diga, mi señor.

Ben salió de su alcoba y bajó hasta la playa. Ella no se había dado cuenta de su presencia detrás. Observó que sólo llevaba el camisón que le llegaba por encima de las rodillas y que iba descalza. Su pelo le llegaba más abajo de la mitad de su espalda, suelto totalmente, sin las orquillas que siempre llevaba, o lazos, o sombreros.

Él llevaba una camisa beige bastante ancha, que ondeaba como una bandera por el viento, al igual que su cabello. Unos pantalones remangados hasta la rodilla y los zapatos a unos metros sobre la arena. Helena estaba metida en el agua, solo hasta la rodilla, y cuando él dio un paso la notó congelada, pero no emitió sonido alguno. Lo que hizo fue agacharse lentamente, para que ella no lo viera, y metiendo su mano en el agua, la sacó apuntando Helena. Ésta pegó un grito cuando el agua la mojó. No había sido mucho, sólo unas gotas, pero Ben ya se estaba riendo abiertamente.

Ella se giró y tras una mirada asesina le imitó. El agua salió salpicada hacia él, quien intentó apartarse, sin éxito. Entonces Ben arremetió, con una gran sonrisa. Ella intentó huir, pero había un pequeño pozo submarino. Ben vio a Helena menear los brazos como si quisiera volar, y un pierna salió del agua, intentando hacer balanza. El pozo le había hecho perder el equilibrio, y finalmente, cayó al agua. Viendo como el agua le calaba hasta el cuello y luego solo hasta el pecho, Ben dejó de reír y fue corriendo -aunque con más cuidado- hasta ella. Por suerte no había tragado agua, pensó Ben. Aunque a Helena le gustase el mar, al mar no le gustaba Helena. Los ojos se le irritaban con una facilidad descomunal, volviéndose rojos en segundos, y una gota en su garganta hacía estragos.

—¿Te puedes levantar? —preguntó preocupado Ben al ver la expresión de su hermana.

—Creo que sí —dijo, y se levantó.

Ben se preguntó cómo no había pensado que pasaría eso, y no, no el que ella se cayera, sino luego, ella mojada.

Helena vio el rostro totalmente sonrojado de Ben, y en un primer momento no lo entendió. Hasta que el frío le caló los huesos.

Ben no podía parar de mirarla. Era preciosa. Sus pechos se transparentaban totalmente con la tela mojada, prácticamente era como si no llevara nada. Eran grandes, más que los de Emilie, o sus propias amigas Serena o Anna, y los pezones estaban duros. Él no pudo evitarlo. Lo juraría de ser necesario, pero bajó la mirada hasta su delgada barriga, hasta la V que llevaba a la zona prohibida, no sólo para cada chico, sino también para él. Él no tenía la excepción a la regla en esa ocasión. Pero la miró, cómo era oscura aunque la tela era blanca tranparente, con el sol todavía alumbrándolos lo suficiente para que pudiera detallarla de memoria en su mente. Nunca había pensado que ella también tendría vello en esa zona. No era estúpido, sabía que hombres y mujeres... Él lo había visto, a otras. Pero no a ella. De repente, la imagen de su hermanita pequeña desapareció y sólo estaba ella, Helena. Su nombre sabía dulce sobre sus labios, y sintió la sangre arremolinándose no sólo arriba, también abajo, y con la cara totalmente avergonzada, miró su entrepierna. El bulto crecía más y a Helena poco le quedó para quedarse con la boca abierta. Era la primera reacción que le daba como hombre, no como hermano, al ver su cuerpo.

Ahí supo que se sentía atraído por ella como mujer y que ese bulto... Era la prueba.

La Profecía (+18)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora