Epílogo 2

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Alzando la mano, Helena se tapó del sol que la hacía entrecerrar los ojos. Era principios de Junio, y se habían reunido en una mesa de madera del jardín interior del palacio esmeralda, construido hacía menos de ocho años. Era una ocasión especial, un cumpleaños. Tomó el vaso frío de limonada que le mojó la mano y se bebió un buen sorbo. Se veía bien después de casi una década en aquel reino que en un principio había odiado y que al final había aprendido a amar. Había sido su reina, y en ese momento, era la reina madre, regente de Mïrle.

Helena había pasado por muchas cosas después de la guerra. Los nobles no la habían querido como más que una reina consorte, solo para lucir, no para reinar, por lo que los primeros 5 años, el duque Adrian de Mïrle, antiguo jefe de la guardia real, se había hecho cargo. Helena lo conocía, y aunque no había querido admitirlo, confiaba en él, y cuando la vio preparada, cedió su título de regente a Helena hasta que su hija Alena, a la que habían apodado Nell, fuera mayor de edad.

Helena se había aferrado a ella nada más nacer, con unos preciosos y grandes ojos azules, y una mata de pelo rubia. Sin embargo, había sido Ben quien la había sostenido primero, mientras ella sostenía al pequeño de lo hermanos, a Connor, acurrucadito contra su pecho. Ellos habían intercambiado miradas llorosas y sonrisas con sollozos, muy contentos.

Días después, Nell había sido coronada reina, y aunque todos habían estado inquietos los primeros años, sin saber si sobrevivirían a la niñez por ser prematuros y pequeños, lo habían hecho.

—Y entonces —Helena escuchó que le decía Roisin —, adivina quién apareció con un gatito lleno de mierda.

Helena se tapó la boca para no estallar en risas. Roisin se había mudado con el permiso de su tío al castillo de la costa norte, en donde había jurado que se comprometería con quien la supiera cortejar mejor aunque solo había habido una opción, a pesar de sus primeros rechazos. Lo cierto es que Roisin se había mudado allí para alejarse de ellos después de lo que habían hecho. Sin embargo, no tardó en caer por Espen y tras nacer sus sobrinos, no pudo seguir tan alejada y había acabado perdonandola tras los años.

En esos momentos, los lobos hambrientos habían empezado a aparecer para acercarse a Helena y sacar tajada de su prematura tanto viudedad como maternidad, pero Helena había tenido a Ben a su lado, quien los había ido espantando.

—Y adivina quién dejó que se lo quedara —añadió con una mirada gélida a su esposo. Helena siguió la mirada de Roisin hacía el hombre de cabello oscuro con una sonrisa divertida. Él tenía a una niña de seis años en su regazo y le daba una tartaleta de fresa.

Después de la guerra, los hombres habían vuelto llenos de cicatrices, algunos con extremidades perdidas, y entre ellos, Helena le había concedido un título a él, que por lo que los nobles habían oído, por protegerla, sin saber el gran papel que había tenido en realidad.

Espen, quien había tenido el mismo cabello dorado de su esposa y su hija, se lo había teñido de un color castaño oscuro. Apenas habían unas cuantas personas que conocieran su verdadera identidad, pero éste ya se había encargado de ellas. Helena le había transmitido tanto a la reina madre Kaja como a la antigua reina Johanna la muerte de tanto el príncipe como de su rey, y Espen había quedado libre, con una nueva identidad: Aidan Quinn, un soldado cualquiera. Su madre, quien no lo había mirado desde aquel incidente en su infancia, lo había llorado, y aunque tuviese alguna duda de su verdadera identidad, no había estado lo suficientemente bien psicológicamente como para que la tomasen en serio. Y cuando lo había vuelto a ver en su boda con Roisin, ni siquiera lo había reconocido. Espen y Roisin se habían casado un año y medio después de la guerra, y aunque seguían viviendo al norte para controlar la frontera, aún solían acercarse a visitar, sobre todo con su hija, quien adoraba a sus primos.

La Profecía (+18)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora