La fecha había sido dictaminada desde hacía siglos, en todos los reinos del continente era bien conocida, y casi todos lo esperaban con ansia.
Helena se había vestido -aunque era más correcto decir que la habían vestido- con su mejor atuendo, una pieza de seda color cereza, que se ajustaba a la cintura con un cinturón blanco de encaje. El escote era en V y dejaba apreciar el canalillo de sus pechos, que habían crecido bastante ese año en particular.
Se miró en el espejo una vez más y se vio bella. Hacía meses que había cumplido catorce años, y ella se veía mayor, aunque no todos dijeran lo mismo, como su hermano, que se asomó por el marco de la puerta.
—Estás increíble —la halagó como bien sabía hacer, y ella sonrió mirándolo a través del espejo.
—Tú tampoco estás mal —dijo Helena, y era una verdad universal.
Su hermano, Benjamin -Ben para amigos y familia- tenía ya dieciséis años, o por lo menos los tendría a la medianoche. Poseía el cabello color ónice, un rasgo típico de la familia que Helena también había heredado, pero sus ojos, a diferencia de los marrones de ella, eran azules. Llevaba puesto un traje color aguamarina y sus zapatos marrones brillaban tanto que se notaban que eran recién estrenados. El pelo había sido peinado hacia atrás, o por lo menos lo habían intentado, pero unos mechones rebeldes se habían echado sobre su frente.
—¿Estás lista? —preguntó evaluándola y ella giró observándose en el espejo.
—Eso creo —expresó con un suspiro —Aunque no querría defraudar a las diosas.
El comentario le hizo sonreír, sobretodo porque mirándola, pensó que no habría chiquilla más guapa y mejor vestida que fuera al templo ese día, y eso que muchos irían.
—¿Debería recoger mi cabello, hermano? —preguntó sujetándolos con las manos en forma de cola de caballo.
Él se acercó e hizo que las bajara, derivando en que el cabello cayera en cascada hasta la mitad de su espalda en ondas oscuras. Ben apoyó su barbilla en el hombro de su hermana pequeña y la rodeó con sus brazos, juntando sus manos sobre la plana barriga de la chica.
—Estás perfecta —le dio un beso en la mejilla y dijo —Y deberíamos ir yendo ya, si quieres que estemos a tiempo.
Helena asintió y Ben se deshizo del abrazo, en cambio, le ofreció una mano que gustosa aceptó.
—Vamos —le dijo antes de iniciar la marcha.
Ben y Helena eran hijos de uno de los duques más importantes del reino. Vivían la mitad de los meses del año en la casa palaciega a las afueras Ciuhna, capital del reino, lo suficiente apartados para vivir de manera reservada y sin ser molestados, pero lo suficientemente cerca para que su padre pudiese ir a la corte a realizar sus deberes.
Habían quedado huérfanos de madre cuando Helena tenía seis años; la enfermedad que había acabado con la vida de su madre había sido mortífera para muchos de los habitantes de la capital, y por eso, habían guardado un mes de luto en donde los habitantes quemaban los deseos para sus seres queridos cada día en las hogueras que había esparcidas por la ciudad. Una festividad que normalmente sólo duraba un día.
El camino al templo era largo, ya que tardaban unos 20 minutos en llegar a la ciudad, lo que serían unos 30 hasta allí. Y aunque a Helena le gustaba dar paseos en carruaje, como el paisaje no difería demasiado y estaba oscuro, hacía que fuera agotador.
—¿Qué crees que dirá la profecía? — preguntó Helena dejando de mirar por la ventanilla del carruaje para mirar a su padre, sentado enfrente de ambos. Ben se había dormido en cuanto habían entrado en el camino, con la cabeza apoyada en el hombro de su hermana.
Su padre la miró, y se frotó la barbilla pensativo. Era un hombre robusto, a diferencia del cuerpo delgado de su hermano, con cabellos todavía negros completamente y ojos azules como Ben. Es decir, prácticamente una versión más adulta y madura de él.
—Espero que algo bueno, la verdad —Ella frunció el ceño por la escueta respuesta de su padre.
—¿Como...? —preguntó en busca de un ejemplo.
—Estabilidad económica y política para la familia.
—Qué aburrido eres, padre —Él sonrió.
—Entonces... espero que la profecía hable de alguien a quien encuentres y que te ame tanto que hiciera cualquier cosa por ti.
—¿Cualquier cosa? —preguntó curiosa.
—¡Claro! Imagina, si tu hermano y yo haríamos cualquier cosa por ti, ¿qué no haría el hombre del cual el corazón hayas robado?
—Tienes razón, como siempre... El amor es algo poderoso, ¿verdad? —preguntó con una sonrisa.
—El amor es una de las armas más poderosas de las que el ser humano posee. Es capaz de crear y destruir.
—Entonces espero que padre encuentre un nuevo amor que pueda sanar su corazón roto —El duque frunció el ceño.
—Estar con vosotros hace que mi corazón lata más fuerte cada día, mi vida.
Y aunque decía eso, ambos hermanos sabían que su padre no era tan feliz como lo había sido con su madre en cuerpo presente. Aquel había sido un hombre vivo y resplandeciente, y éste uno que sólo lo intentaba, sin éxito, a pesar de todo el esfuerzo.
Los minutos pasaron y finalmente Ben se despertó por los baches, y juntos, con las manos entrelazadas, observaron a las multitudes llegar andando o en carros, tan emocionados como ellos. Los niños pequeños siempre parecían contentos al verlos pasar, dando brillo al paisaje tan oscuro que ofrecía la noche del 17 de Septiembre, quince minutos antes de que fuera medianoche y la profecía saliera a la luz, y la vez, que el cumpleaños de Ben comenzara.
Llegaron al gran templo de las tres hermanas diosas a las 23:49 y entraron por una puerta trasera, escoltados por una de las sacerdotisas que se encargaban de éste. Subieron detrás de ella unas escaleras hasta la parte superior, donde los balcones interiores del templo dejaban que los nobles no tuvieran que estar apretados unos contra otros, y cuando corrieron la cortina para situarse en su lugar, el sacerdote ya estaba haciendo guardar silencio a la gente. Justo en frente de ellos, al otro lado del circular templo, sus majestades aguardaban con sus cuatro hijos. El duque se inclinó primero, para ofrecerle respeto, e imitándole, Helena y Ben. Se sentaron en sus correspondientes sillas y esperaron el momento de la visión.
El sacerdote, de la sangre de los antiguos magos, tendría una visión del futuro, que ayudaría a que todo siguiera en orden. Y después la profecía sería enviada de templo en templo, de ciudad en ciudad, de reino en reino, hasta que todos la supieran.
Cuando dio la hora y las campanas sonaron por doquier anunciando el final del día y el comienzo del siguiente, Helena se inclinó hacia su hermano y dijo algo en un susurro que nadie más escucharía.
—Feliz cumpleaños —Él sorprendido, le dio un beso en la coronilla, justo cuando el sacerdote caía de rodillas y una luz brillante salía de él.
Atentos a lo que diría, ambos le prestaron su máxima atención. Sus siguientes palabras, la profecía que veía en una visión, quedarían marcados en su memoria para siempre.
"El dragón escarlata llegará, y todo arderá hasta cenizas nuestro reino convertir... Sólo, si la novia prometida no se le es entregada... la hija de la casa Vera. Deberá dejar sus raíces y legados, y bajo su fortaleza vivir para a todos salvaros" Y antes de finalizar añadió "Todo pasará antes de que la veintena ella haya cumplido".
Como anunciaba la antigua profecía, así como se apagó la luz que salía de él, también lo hizo su vida.
Y sabiendo lo que el destino le deparaba, que nadie dudaría en venderla dos veces después de escuchar eso, una profecía sobre muerte y fuego, supo lo que tenía que hacer.
Su padre había dicho que el amor era el arma más poderosa del ser humano, y que cualquiera de ellos haría lo que fuera por ella, pero para Helena ya no habría nadie que estuviera dispuesto a arriesgarse a amarla, así que ella misma eligió a alguien que sabía que nunca la abandonaría.
Ben.
Su hermano.
Haría que su hermano la amara como los hermanos nunca deberían amarse.
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La Profecía (+18)
Storie d'amoreEl evento más esperado del año, un vistazo hacia el futuro por el Oráculo, se convierte en la mayor pesadilla de Helena, hija del duque de Vera. A partir de ese momento, la pobre chica se convierte en una parea gracias a una Profecía. Con 14 años y...