Capítulo 32

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El día de visitar la Corte había llegado, desgraciadamente. Helena se puso un vestido recatado de color rojo y un sombrero de rosas falsas del mismo color. Salió de su habitación, una que quería perder ya de vista, y miró a los dos lados del pasillos antes de salir, haciendo lo mismo en cada pasillo de la casa para no encontrarse con Ren. Lo de la noche anterior no podía repetirse ni quería que se repitiera. Porque ella no podía darle lo que iba buscando él, así que mantendría las distancias y Ren se marcharía a su país con la joven de la que se suponía que estaba enamorado. Supuso que en unos días ya la habría olvidado, y sinceramente, rezaba por ello. Ren ponía en peligro su relación con Ben y Connor, si es que no lo estaba ya. O si es que tenía arreglo.

Ben no había hablado con ella desde su cumpleaños, y dudaba mucho que quisiera una relación de tres, pero por lo menos todavía no le había dicho nada de dejarlo, ni a él ni a Connor -no como sabía que podía hacer de verdad-, así que mantendría la esperanza. Y si encima se enteraba de lo de Ren, ya no querría nada de ella, la odiaría, pero cómo no hacerlo, y con Connor sería igual. Había sido un milagro convencerlo para que se quedara y no dijera nada, pero con Ren... él también la odiaría. Y aunque sabía que era su culpa, una parte no podía evitar culpar a su hermano. Él le había puesto la mano encima, le había dicho que sus sentimientos no eran reales, que era rara, si no hubiera reaccionado así, ella no se habría puesto ebria ni habría dejado a Ren tocarla ni lo habría tocado. Pero cómo iba a reaccionar si no.

Realmente, Helena sólo buscaba una razón para no empezar a hundirse en el barro.

Suspiró cansada cuando por fin llegó a la puerta de Emilie. Tocó dos veces a la puerta y esperó hasta que escuchó un «Adelante» para entrar. Emilie acababa ya de vestirse, observó, y Helena se sentó suspirando melodramáticamente en su cama, a su lado. Emilie la miró y rió.

—No será para tanto, saludar e irnos —dijo ésta terminando de abrocharse el zapato.

—No tenemos tanta suerte —Helena miró la habitación, frunció el ceño y preguntó —¿Dónde está tu ayudante de cámara?

Emilie se sonrojó mientras le decía —Le dije que se podía tomar la mañana libre —Helena se levantó rápidamente, sabiendo que la única razón por la que no querría la ayuda de la doncella sería porque su padre habría pasado la noche allí. O eso se imaginó. Casi sintió gnas de vomitar.

—Y-ya veo, ¿nos vamos? —preguntó cambiando de tema. Emilie asintió, y Helena se dio cuenta de que volvía a llevar el pelo trenzado, pero sólo con una trenza esta vez.

—Tú acuérdate de caminar rápido y hacer como si no escucharas si oyes que alguien te nombra.

—Lo mismo digo —Emilie asintió y ambas bajaron. Cuando por fin alcanzaron el carruaje, Helena se alegró de no encontrarse con Ren, aunque suponía que ya se habría marchado con su padre.

El palacio, alto como ningún otro edificio de la capital, era el orgullo del reino. Estaba situado a unos diez minutos de la ciudad, en un valle que ayudaba a que tuviera ese aspecto de alcanzar el cielo, pero más que alto era alargado, casi tenía la forma de proa de un barco con esas murallas que lo componían, y podía jurar que aquellas paredes habían sido testigos de los amoríos e intrigas palaciegas, de las traiciones, los secretos y las más oscuras verdades que escondía la realeza, siempre con sus cabezas en alto.

Contaba con un patio exterior que poseía a las más bellas flores, un foso, un puente levadizo y una gran torre. Y por supuesto más de 100 habitaciones, Helena no estaba segura de cuántas, pero sabía que no le faltaba mucho para alcanzar las 200 y numerosos salones, no tantos como alcobas, pero no se comparaba con la mansión que poseía su familia en el campo.

La Profecía (+18)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora