Capítulo 60

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Helena se preguntó si el tiempo había pasado más deprisa para todos, o solo era una sensación de ella, pues la semana ya había pasado y el día de la boda había llegado. Sentía que iba a vomitar.

Y por si no odiara ya ese sitio, Helena había aprendido otra nueva tradición estúpida de Mïrle, y ésta era que nadie que a ella le importaba podía verla las 24 horas antes de la boda, y con eso la tradición se refería al novio y a la familia, así que aunque Helena sabía que su familia había llegado la noche anterior, no había podido verlos todavía, y no los vería hasta que su padre la acompañara al altar.

Helena se miró en los espejos. El vestido difería tanto de lo que había llevado los dos últimos meses, sencillos ropajes de colores pálidos, que cada vez que se lo había tenido que probar, había suspirado al volver a sus nuevas vestimentas. Aunque Helena odiara Mïrle con todo su corazón, sus vestidos eran encantadores y cómodos, y los prefería a los que había llevado en Ashter. Aunque si era por ser llamativo, el que llevaba puesto se llevaba la medalla.

Otra de las tantas tradiciones de Mïrle había sido el vestido, aunque específicamente, sus colores. Los colores de su casa, y los colores de la casa a la que entraba. Por lo que habían optado por un vestido azul de Prusia con encaje dorado en el busto, torso, y que bajaban por los comienzos de las faldas en espirales de flores. Los bajos del vestidos tenían el mismo encaje, que contrastaban destacablemente sobre la tela oscura. El escote bardot era pronunciado, aunque no demasiado para que no fuera escandaloso, incluso ellos tenían su decencia.

Su cabello, después de decenas de cambios, había sido recogido con una trenza de espiga en la parte derecha de su cabeza acabando en un moño coronado por una tiara de flores. Helena se enrolló en el dedo índice el mechón oscuro que le caía del lado derecho de la frente.

Mientras sus damas y otra docena de nobles más alababan el resultado, Helena juntó sus manos. Nadie más que una noble podía atender a una reina, por lo que sus días de jugarretas con sirvientes había llegado a su fin. Helena se encontró con la mirada de Gwen, quién ladeó el rostro preocupada, cómo preguntándole qué le pasaba. Helena negó, intentando esbozar una sonrisa.

A pesar del miedo que le daba recorrer ese pasillo, ese no era su mayor temor. Ese se encontraba cuando el cielo se hubiera oscurecido y se encontrara a solas con Darren en la alcoba nupcial. No quería que llegara la noche de bodas. Aunque ya había se habían tocado mutuamente, por simple lujuria y la incapacidad de pensar claramente, eso había sido hacía meses, y no quería que volviese a pasar. No parecía que el destino fuera a hacerle mucho caso.

Y antes de que se pudiera echar atrás y empezar a llorar, ya estaba en el gran templo de la capital, bajando del carruaje. Su padre la esperaba en las puertas. Aunque Darren le había confesado que él no creía en ningún dios, se había encontrado con un reino que aunque se tomaba a la ligera el tema de la divinidad, aún conservaban algunos ritos parecidos a los de Ashter.

Su padre la fue a buscar al carruaje con paso rápido mientras ella se recogía las faldas del vestido, y ella se alegró más de verlo de lo que le habría querido admitir. Después de todo, seguía siendo su padre, quien la había consolado cuando había tenido una pesadilla de pequeña, quien la había enseñado a montar y quien había jugado con ella, era un cara conocida y una cara a la que amaba, y por eso lo odiaba. Helena se mordió los carrillos para no decirle nada y apoyó su mano en su brazo.

Para acceder al templo, primero había que cruzar un enorme y largo puente con un poco de cuesta sobre un pequeño riachuelo, y al parecer, al ser un lugar sagrado, el carruaje no podía cruzarlo. Al observarlo con detenimiento, Helena observó que el puente estaba lleno de criaturas que suponía que habían pertenecido a su folklore en algún momento, eran criaturas del océano, se dio cuenta, aunque con cambios que los hacían parecer más humanos. Ella se preguntó si el hombre con el que se iba a casar era otro de esos monstruos. Cuando por fin alcanzaron el templo, sin decir palabra alguna, este los recibió con un color crema claro que reflejaba el sol en cada rincón, tenía un techo empinado a dos aguas con similares criaturas a las del puente, y cada pared poseía relieves decorativos que no dejaban un espacio en blanco, y en vez de paredes, el templo estaba sujeto a gruesas columnas cuyos fustes tenían un desarrollo retorcido de forma helicoidal, es decir, las columnas parecían girar sobre sí mismas.

La Profecía (+18)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora