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El nudo en el pecho que la estaba asfixiando paulatinamente la obligó a marcharse con sus libros a la habitación unos minutos después de que Darko se fuese.

Sentía que había hecho algo malo. En sus ojos había quedado grabada la expresión de él, entre dolorida y furiosa, y el color mortecino que había adoptado su piel tras las palabras que había soltado por la boca. Poco después de su partida, Alisa aún podía notar la gelidez que había adoptado la temperatura de la biblioteca, tan sincronizada con el momento como con el cielo, cuyas nubes grises no paraban de crecer. 

En su huida hacia su cuarto, Alisa no se paró siquiera a observar los enormes y luminosos pasillos por los que caminaba apresurada. La luz radiante de antes entraba ahora por los ventanales apagada, con tristeza, proyectando sobre las baldosas ese tono gris que poco a poco iba minando aún más en el ánimo de Alisa. Estaba segura de que pronto llovería.

Se sentía mal consigo misma, y se llamaba estúpida por dentro, recordándose que, pese a que hubiesen hablado con aparente sinceridad, debía haber medido sus palabras. Él era el Rey de corazones. Él había creado aquel sistema traicionero. Por su culpa, ella había tenido que abandonarlo todo por segunda vez en su vida. 

Lo odiaba, tenía que odiarlo. Él era el retorcido, el monstruo, su dichoso verdugo. El corazón de Alisa luchaba en el interior de su pecho mientras caminaba, lleno de contradicciones. Pese a todo lo que implicaba aquella afirmación, seguía sintiéndose mal por decirle aquellas cosas a la cara, y por sí misma. Ahora que había hecho eso ya no había otra opción. No iba a conseguir su compasión. Lo había provocado e insultado, y dado su nuevo estatus, si antes ya podía acabar con ella cuando quisiese, ahora que era la autoridad máxima del reino no había nada que le impidiese deshacerse de ella.

Se apretó el pecho, estrujando el escote del vestido con la mano. Todo estaba mal. La benevolencia se había acabado, estaba segura de ello. No le quedaba otra que actuar con naturalidad y escapar, como había imaginado desde un principio.

Metida en su mundo mental, no se enteró de que estaba a punto de llegar a su habitación hasta que chocó de lleno con alguien que caminaba en la dirección contraria. 

Cayó de culo en el limpio suelo del pasillo con un aullido de sorpresa. Frente a ella, alguien se sobó el hombro adolorido.

—¿Está bien, señorita?

Un ligero acento vaystiano le hizo levantar la cabeza para enfrentar a la pobre persona que se había llevado por delante en medio de su crisis. Su piel batalló consigo misma, sin saber si ponerse roja de vergüenza o blanca como la leche al reconocer al chico rubio que extendía la mano hacia ella para ayudarla a levantarse. 

—Discúlpeme, alteza —murmuró Alisa abochornada sin atreverse a volver a mirarlo a la cara—. Iba tan concentrada en mis pensamientos que no le he visto. ¿Está herido?

La muchacha tomó su mano y se levantó del suelo, con cuidado de no pisarse el vestido. El príncipe Jacques le mostró su radiante dentadura.

—Estoy perfectamente, no se preocupe —le aseguró. Sus cejas se alzaron mientras la examinaba, echándole un rápido vistazo. Alisa, que estaba sobándose el muslo derecho con la punta de los dedos, retiró la mano de allí de inmediato— ¿usted se ha hecho daño?

Con rapidez soltó la mano del joven y escondió la suya tras la espalda.

—Para nada —mintió. Intentó sonreír agradablemente, pero sus nervios provocaron que su sonrisa flaquease—. Le ruego de nuevo que me perdone, no era mi intención envestirlo de ese modo.

Una fina carcajada escapó de la garganta del rubio antes de asentir en comprensión. Después, le vio alejarse un paso de ella, retomando la dirección de su camino. Con el acento cosquilleándole en los labios, le dio una última mirada.

Rey de corazonesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora