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Alisa se detuvo en cuanto estuvo cara a cara con el enorme muro que separaba los jardines y el palacio del resto de la capital. Se planteó escalarlo, pero estaba claro que era una mala idea. No había agarres seguros y sus brazos eran finos y endebles, por lo que no podría ni escalar medio muro. Y si lo hiciese, estaría haciéndolo a plena vista, en medio de una calle repleta de peatones.

El río estaba a unos pocos metros. La gente disfrutaba cerca de allí de las luces y de cenas lujosas a la luz de la luna. Los ciudadanos paseaban con calma a su lado, llenando de vida el corazón de la capital. Alisa caminó con pasos tranquilos, bordeando el muro bajo una hilera de árboles, sin despegar la vista del enorme monstruo que le impedía continuar con su misión.

¿Cómo diantres iba alguien a conseguir aquella carta? Si no se podía ni entrar al recinto, no había por dónde empezar. Las posibilidades eran mínimas. Los que consiguiesen acceder serían unos únicos afortunados, y estarían en peligro en todo momento, a un segundo de ser descubiertos.

Alisa apoyó la mano sobre uno de los árboles. Se había detenido muy cerca de la gran entrada: una puerta enorme custodiada por cuatro guardias. Examinó al detalle todo lo que sus ojos pudieron captar. Era imposible que aquellos hombres le abriesen el portón, y no se le ocurría ninguna excusa convincente para que aquello sucediese. Los guardias iban armados, por lo que no existía ni la mínima posibilidad de enfrentarse a ellos. Y, de nuevo, debía tener en cuenta al público.

—Deberías quedarte donde estás, niña.

Alisa pegó un bote en su sitio en cuanto aquellas palabras resonaron muy cerca de su oreja. Se volvió, sobresaltada, y sus ojos se abrieron asustados en cuanto identificó a la figura que se había escondido tras ella. 

—¿Otra vez tú?

Con su curioso bigote, el desconocido de la fiesta le sonrió. Iba en ropas de calle, pero su estilo era igual de desaliñado que el que había llevado en la fiesta, a pesar de que aquella sí debía ser su ropa. Tenía ese toque de desorden sobre él, en la forma en que llevaba puestas las prendas, o las arrugas que estas presentaban. El día que se habían conocido llevaba una máscara que no era suya, pero le había reconocido con facilidad. Su bigote y su voz eran algo que se había colado en las inquietudes de Alisa por varios días.

La muchacha se echó la mano al bolsillo, en busca de la pequeña poción para defenderse, pero entonces recordó que ya no estaba ahí, que la había cambiado de lugar. De cualquier forma, no debía usarla aún. Necesitaba guardarla para un caso de urgencia extrema. Por supuesto, aquella visita sorpresa tenía una importancia alarmante, pero aún no había evaluado si lo suficiente como para gastar su último recurso.

Entonces, se vio tentada a usar la voz. Abrió la boca para gritar. Corría el riesgo de exponerse, pero recordó que él también era un criminal. No le gustaría que los guardias de la puerta fuesen hacia allí porque ella gritara. El desconocido pareció leer sus intenciones. Con reflejos de lince, levantó la mano y se la puso en la boca para callarla. Con la otra, le agarró el hombro con fuerza para mantenerla en su sitio.

—Vaya, no esperaba este recibimiento —se quejó él, haciendo una mueca dramática—. Un beso provocado por una oleada de alegría hubiese estado mucho mejor.

Alisa sacudió el cuerpo y consiguió liberarse del agarre del hombre. Este, poco a poco retiró la mano de su boca para dejarla hablar, aunque dejó en claro que no tenía problema alguno en volver a inmovilizarla si era necesario.

—¿Me estabas siguiendo? —interrogó Alisa.

—No pensabas entrar de verdad por la puerta principal, ¿no? —contestó él, ignorando abiertamente su acusación.

Rey de corazonesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora