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Alisa no sintió el impulso de correr. Al contrario de lo esperado, se deslizó de nuevo hacia el interior de la habitación en cuanto vio que Lynnete se dirigía hacia ella como un tren sin frenos. 

En el momento en que la doncella entró a su cuarto, ya se había sentado de nuevo sobre el colchón, fingiendo inocencia para apaciguar las aguas. Lynnete, por su parte, cerró la puerta tras de sí con el máximo cuidado, dejando claro que ella tampoco pretendía hacer ruido alguno ni llamar la atención de los demás.

La muchacha se volvió por fin hacia Alisa y se quedó allí quieta, en una pausa incómoda que resultó más larga de lo esperado. Se miraron la una a la otra, los ojos de Lynnete aún muy abiertos por la sorpresa, y Alisa se llevó inconscientemente la mano a la rodilla de la pierna en la que guardaba el pequeño frasquito. 

Tras un momento, Lynnete inhaló con fuerza antes de dejar escapar el aire. Su rostro se serenó y habló con voz calmada, intentando mantener el tono dulce de siempre, pero en sus facciones era evidente que el enfado en su persona aún seguía latente.

—¿Se puede saber a dónde ibas?

Alisa se mantuvo en silencio. La doncella volvió a hablar al ver que no le respondía.

—Es evidente que, o se te olvidó lo que dije hace unas horas, o no entendiste muy bien el concepto de tener prohibida la salida de tus aposentos. 

—Lo entendí perfectamente —murmuró Alisa.

—¿Y entonces?

A Alisa se le hizo imposible tenerle miedo teniéndola enfrente con sus cachetes aún ruborizados y su bonito vestido verdoso, pese a que la doncella estaba notoriamente molesta. De algún modo, la ternura de sus rasgos y fisonomía hacían de su exaltación algo curioso de ver.

—No pensé que la puerta estaría abierta —admitió Alisa, apartando sus ondas alborotadas del rostro—. Y no había nadie vigilando.

Lynnete estiró los labios en una sonrisa irónica, alzando las cejas como si toda la situación fuese más que obvia.

—Bueno, comprenderás que tus... circunstancias —comenzó a explicar— no las conocen demasiadas personas. De hecho, esas personas pueden contarse con los dedos de la mano. Un par de guardias fornidos vigilando tu habitación no sería algo muy sutil, ¿no crees?

—¿Y por qué nadie lo sabe?

La doncella alzó las cejas.

—Creo que tú sola puedes responder a esa pregunta. Tienes mucha suerte, su Alteza está siendo muy benevolente contigo —bajó la vista para arreglarse el borde del delantal con las manos—. Hay gente que ha sido condenada por cosas mucho menores que esto.

Alisa se irguió en su sitio, apoyando las palmas de las manos en el colchón.

—Pero yo no he hecho nada malo.

—Sea lo que sea que hayas hecho ahí fuera, da igual —continuó Lynnete—. No voy a meterme en eso. Pero te has colado en el castillo, que eso ya es bastante problemático, y la situación en la que te encontraron es más que cuestionable. Por mucho que digas que no ibas a hacerle nada malo al príncipe, nadie puede entrar en tu cabeza para comprobar que es verdad. 

Alisa volvió a quedarse en silencio unos segundos, y el color empezó a bajar de las mejillas de la criada. 

—Si tan poco se fían todos de mí, ¿por qué no hay nadie vigilando mi puerta?

—Lo hay —declaró la otra—. Pero por ahora no puede saberlo el resto, no hasta que se acabe de valorar la situación —su tono se tornó un poco más serio—. Estamos en un momento complicado. Tu custodia podría provocar una rebelión contra el nuevo Rey.

Rey de corazonesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora