11

68 19 40
                                    

Finn cerró el maletero con fuerza. El golpe resonó, potente, en la calle. Righan resopló y abrió la boca para preguntarle en tono sarcástico si ya había cerrado la puerta, pero, sorpresivamente, se ahorró el comentario manteniendo los labios apretados. Kento no pudo estar más de acuerdo con su estimado compañero, un poco más y el muchachito les desmontaba el coche. Se miraron entre ellos mientras el pelirrojo se restregaba las manos en el mono, limpiándose la capa de suciedad inexistente que sentía después de tocar al muerto.

El mayor se dirigió entonces hacia Harkan, que mantenía la mirada perdida sobre el capó del automóvil. Este, al notar como la atención de todos iba recayendo sobre él, se giró como si nada, observándolos a todos con sus rasgos inmutablemente serios.

—Yo me encargo de arreglar las cosas por aquí. Entraré a hablar con el dueño. Podéis marcharos —les aseguró. Kento asintió.

—Está bien. Llevaremos el cadáver a la morgue más cercana. Yo notificaré la defunción a la central para que añadan el caso al registro. Tú encárgate del resto.

Harkan aceptó la orden de inmediato. Se dio media vuelta, dirigiéndose hacia la entrada del As de tréboles. Sabía perfectamente cuál era su siguiente objetivo. Sus compañeros empezaron a caminar en la dirección contraria. Antes de que el soldado estuviese demasiado lejos como para no oírlo, Finn alzó la voz.

—Explica la situación como es debido, y sin prisas. Así practicas tu don de gentes.

Aquella especie de burla no pareció afectarle en absoluto. El pelirrojo se rio de él, llegando a la puerta trasera del vehículo. Vladik, a su lado, le pegó un golpe en el hombro al que el menor respondió con una queja.

—Cállate, el cabrón puede ser encantador cuando quiere.

Vladik lo había visto. Por lo general se mantenía serio, ajeno a todo y dispuesto a cumplir con su papel bajo cualquier circunstancia. No era demasiado hablador, y cuando decidía abrir la boca siempre lo hacía en un tono neutro. Había excepciones, claramente. Vladik lo había notado. Aquellos días en los que parecía haber estado de un grandioso buen humor, en los que se había permitido reírse de sus bromas tontas y le había seguido el juego. 

Y Vladik había visto cómo era Harkan cuando entablaba una conversación con otro ser humano que no portara un arma en la cintura. Era atento, respetuoso e incluso sonreía. Si alguien se le acercaba para preguntar algo, Harkan siempre respondía de forma amable. Tampoco era excesivamente alegre, pero la diferencia entre aquello y el trato con sus compañeros era palpable. Se defendía bastante bien ante el público. 

—¿Entonces es así con nosotros porque no le apetece esforzarse? —musitó Finn, pensativo. Luego frunció el ceño, contrariado— ¿No valemos el esfuerzo?

Harkan llegó a oír aquello. Has dado en el clavo, Finn

Simplemente no le generaban la energía suficiente como para querer ser así. Eso era todo. Además, no le daba demasiada importancia a aquello, puesto que el tiempo juntos era muy limitado. Los compañeros iban y venían. Se despedían, reencontraban y conocían, pero todo durante muy pocos días. Al final cada uno iba a su aire, de modo que Harkan se limitaba a asegurarse de que nadie se interpondría en sus propósitos. El resto le importaba poco.

El murmullo de aquella incipiente discusión no cesó hasta que se posicionó frente a la cristalera del establecimiento. Harkan oyó cómo arrancaba el motor del vehículo mientras tiraba de la empuñadura de la puerta de vidrio. Al abrirla, llegó de nuevo el bullicio del bar a sus oídos. Pese a todo el gentío que había estado allí aquella noche, el antro seguía teniendo un aroma fresco. Al muchacho le gustó. 

Rey de corazonesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora