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Eran ya las cuatro de la mañana cuando Alisa pudo deshacerse por fin del delantal. Se escurrió entre los callejones oscuros, cosa que ya se había acostumbrado a hacer, evitando a toda alma viviente que pudiera encontrar por el camino. Entre bostezos, y pasados ya unos diez minutos de caminata desde su salida del As de tréboles, por fin pudo divisar a lo lejos su bloque de pisos. Al llegar justo delante de este no se paró a mirarlo demasiado, se veía tan desolador como siempre. Incluso a la luz de la luna era visible que la pintura blanca de las paredes se estaba cayendo a cachos. El edificio tenía sus años y muy poco mantenimiento, pero al menos les había servido de refugio. Alisa no entró por la puerta principal, sino que miró hacia ambos lados de la calle antes de meterse en el estrecho callejón junto al edificio. Llegó a la parte de atrás de este, donde descansaba un viejo contenedor de basura junto a la pared. Procurando hacer el menor ruido posible lo desplazó hacia un lado y bajo este apareció una trampilla de madera.

Alisa abrió la trampilla, que daba a unas escaleras y a otra puerta del mismo material. Cerró la trampilla tras de ella y echó el cerrojo desde dentro. Después, bajó las escaleras hasta llegar ante la puerta. Sacó unas llaves plateadas del bolsillo y la abrió con severo cuidado. Aquello daba a una especie de sótano, que no era otra cosa que la pequeña vivienda de Alisa. En el extremo opuesto a la puerta,  sobre un colchón polvoriento, descansaba un niño de unos nueve años. Sus respiraciones eran lentas, dormía profundamente. La joven cerró la puerta con llave y se dirigió a una especie de armario improvisado y algo desordenado hecho con cajas de cartón. Allí se deshizo del uniforme del club y cambió el vestido negro por un deshilachado pijama de estrellas. Se acercó con sigilo al colchón, donde se recostó con cuidado junto al niño. Este, en sueños, notó la presencia de su hermana mayor y se pegó completamente a ella, apoyando la cabeza sobre su pecho y soltando un leve suspiro. Como si solo el simple contacto con ella lo relajara, a pesar de estar durmiendo. Ella alargó un brazo y subió la manta hasta que consiguió que les llegase a ambos a las orejas. Así ella se dejó llevar por el sueño, que la sumió en una simple marea negra, hasta que abrió los ojos a las doce de la mañana.

Se encontraba sola en el viejo colchón hundido. No había nadie más que ella en aquel sótano. Poco a poco fue abriendo los ojos, deshaciéndose de las lagañas y adaptándose a la luz del sol que se colaba a través de la trampilla y de los huecos de la puerta de madera. Alisa suspiró y se dejó caer de espaldas en el colchón. Un día nuevo empezaba, pero parecía que la paz nunca llegaba. Se levantó de golpe, como si solo se hubiese tumbado para recargar energías, y dobló la manta, dejándola a una esquina del colchón. Se acercó al "vestidor", que era donde estaba el armario de cajas, y dejó tirado allí el fino pijama. Estaban a mediados de septiembre, por lo que aún hacía el calor justo como para que tan solo sintiese un escalofrío al quedarse totalmente desnuda. Se acercó corriendo al que era su baño, que se encontraba al otro lado de la puerta de entrada. 

Aquello de baño no tenía nada. Tan solo había un pequeño grifo que sobresalía de la pared con un cubo debajo. A su lado, una palangana con una tapa donde su hermano y ella hacían sus necesidades nocturnas y un cubo algo más grande donde cabían ambos dentro, el cual utilizaban para enjuagarse la suciedad. Alisa movió la maneta del grifo, permitiendo que el agua cayese en el cubo de abajo. Cuando este estuvo lleno, se metió dentro del más grande y deslizó el agua del pequeño sobre su cabeza. Mientras este se volvía a llenar, utilizó el poco gel que quedaba para lavarse un poco el pelo y el cuerpo, y cuando el pequeño cubo estuvo lleno se lo echó por encima de nuevo. Tras eso salió goteando de allí, se secó con una toalla que hacía tiempo que había comprado en el mercado, y se vistió con un chándal que le iba algo justo. 

Un ligero hedor a orín le llegó a la nariz, por lo que cogió la palangana y el cubo que usaba de bañera y se los llevó con la intención de salir a la calle. Tras abrir la puerta con la llave y abrir la trampilla, que en ese momento no estaba con cerrojo, salió al exterior llevando ambos objetos consigo. Echó primero, callejón abajo, el orín. Después, para deshacerse del olor y limpiar la calle, echó el agua con el que se había bañado, que lo único que dejó a su paso fue algunos restos de espuma. Alina y su hermano pagaban el agua y la luz de aquel sótano abandonado al dueño del piso con el dinero que ella conseguía trabajando en el As de tréboles. Ambos llevaban unos cuatro años viviendo allí, desde que sus padres murieron asesinados mientras volvían del trabajo a casa. No tenían familia en el país que pudiese cuidar de ellos, por lo que con catorce y cinco años ambos tuvieron que apañárselas como pudieron. Al no tener dinero para pagar su antigua casa, su antigua residencia acabó subastada. Negándose a la idea de ser separados después de aquello, ambos huyeron de aquellos que querían llevarlos a un orfanato y se quedaron en la calle. Instalarse allí y empezar a trabajar fue la única opción posible. Con el poco dinero que le sobraba del trabajo, Alisa compraba comida y las cosas que necesitaban en casa, y si el señor Clover era generoso y le pagaba algo más alguna semana, intentaba mejorar algo de su vivienda, aunque no había conseguido traer al sótano más que un viejo colchón, un microondas  y una mesa que había comprado en el mercado, algunos objetos pequeños y un antiguo televisor que compró de oferta dos años atrás. Lo demás, eran cosas que ellos mismos habían improvisado o que habían encontrado por la ciudad en su recolecta matutina.

Rey de corazonesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora