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Zayn.

Liam Payne podía actuar de muchas formas diferentes. Lo había visto enfrentarse a mí sin titubear y hacerlo de la misma manera ante un vestuario lleno de tipos con un exceso de testosterona y una excusa para emplearla contra él. También había contemplado el modo en que se deshacía en mis brazos o cómo se convertía en un lío de gemidos necesitados y me rogaba que lo follara, algo a lo que yo jamás tendría voluntad para resistirme. Pero en el campo era todo concentración y profesionalidad, y una maravilla visual. Solo había que verlo correr yarda tras yarda. Era versátil como pocos en nuestro equipo, así que no resultaba extraño que el coordinador ofensivo me hubiera dado instrucciones de aprovechar nuestra excelente compenetración en la siguiente jugada.

El estadio vibraba rebosante de público; la mayoría, seguidores de nuestro rival. Jugar fuera de casa siempre era más difícil, pero la presión no parecía estar afectándonos por ahora. Contábamos con una ventaja de seis puntos; no era demasiado y las cosas podían ir cuesta abajo en cualquier momento, pero estábamos ganando y mi intención era que continuara siendo así.

Frente a nosotros, la línea defensiva rival empezó a tomar posiciones. Los tipos eran como jodidas moles de hormigón, con músculos en los músculos y un deseo evidente de emplearlos en nuestra contra.

—Estáis a punto de empezar a tragar mierda —gruñó uno de ellos.

—Tal vez quieras meterte de una vez el protector en la boca para evitar ser tú el que se trague algo —replicó Chad desde su posición por delante de mí.

Dudo que el comentario de Chad tuviese la más mínima connotación sexual, pero a saber qué demonios se le pasó al otro tipo por la cabeza, porque su réplica fue directa a un punto sensible:

—Eso os lo dejo a vosotros. He oído que en vuestro vestuario os encanta meteros pollas en la boca.

Chad se irguió en toda su altura. No era precisamente bajito, y su espalda me bloqueó la vista del capullo que había hablado.

—Chad —lo llamé, lanzándome hacia delante para sujetarlo—. Ignóralo. Y tú, capullo, no te pongas celoso solo porque nadie quiere chupártela.

El árbitro ni siquiera parecía estar prestando atención, pero eso cambiaría al cabo de unos pocos segundos. Si iniciábamos una pelea, el entrenador nos mataría. Pero si eran ellos los que daban el primer golpe...

El problema era que o mucho me equivocaba, o Foster se encontraba en algún lugar de las gradas. Y seguramente también habría otros reclutadores dispuestos a tomar nota de cualquier altercado o conducta antideportiva que yo u otro de sus posibles fichajes mostrara en el campo. Ya tenía suficientes problemas como para añadir una pelea sin haber siquiera iniciado la jugada. Y, lo que era aún más importante, no dejaría que mi mierda salpicara al resto de mis compañeros.

Liam salió de su posición y se acercó a mí mientras varios tipos de la línea defensiva rival se cuadraban de hombros en respuesta a mi provocación.

—Déjalo estar —me dijo agarrándome del brazo.

Alguien tosió un «putos maricones» que convirtió la sangre de mis venas en un río ardiente de lava. Giré la cabeza para comprobar de quién se trataba, pero esos imbéciles solo sonreían a la espera de que alguno de nosotros cediera y se lanzara sobre ellos.

—¿Qué demonios ocurre aquí? —intervino el árbitro por fin, saliendo del puñetero agujero en el que se hubiera metido.

Tardé un poco más de lo considerado normal en respirar hondo y contestar:

—Nada, solo una pequeña diferencia de opiniones.

Liam fue amonestado y se le ordenó que retomara su posición, y luego el árbitro hizo un barrido visual sobre nosotros que me hizo pensar que había oído más de lo que daba a entender. Aquello era una mierda; los árbitros, entrenadores, equipos técnicos..., todos sabían lo que ocurría en el campo, por los pasillos, en los vestuarios. Y nadie hacía nada para evitarlo.

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