Capítulo 1

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1 DECAER.

Marta de la Reina.

El coche avanzaba despacio por las calles adoquinadas de Toledo. A través de la ventanilla abierta, sentía el calor intenso del que iba a ser uno de esos veranos que se antojaban desesperante.

Miguel, nuestro chófer de toda la vida, manejaba con la calma y precisión habituales, y trataba de distraerme sacándome conversación sobre como empezaba a colapsarse el tráfico con tantísimos coches. Yo, en cambio, ignorando toda conversación, me debatía entre el deber y la culpa. Aquel día, cerca de las once y media de la mañana, me escabullí discretamente de la celebración de la boda de mi hermano. El bullicio y las risas todavía resonaban en mis oídos cuando me deslicé en el asiento trasero del coche. Sentí el eco lejano de la música apagarse a medida que nos alejábamos. Mi vestido de seda crujía suavemente mientras me acomodaba, sintiendo una leve punzada de culpa por marcharme, aunque fuera por un rato.

Intenté, lo juro, disfrutar de la ceremonia, de ver a mi hermano menor radiante al lado de su nueva esposa, de sentir la emoción de mi padre al verlo comenzar una nueva vida. Pero el deber es como una sombra constante para mí, siempre presente, siempre arrastrándome lejos de lo que de verdad importa. Y en ese momento, mientras brindaban por el futuro de Andrés, yo ya pensaba en cómo gestionar otro problema laboral.

Las campanas de la catedral resonaron a lo lejos. Las calles estaban más vacías de lo habitual, con solo algunos pocos transeúntes que se apresuraban antes de que el mediodía cayera por completo. En la Bajada de San Martín, hacia donde nos dirigíamos, el movimiento de personas era más intenso, y era allí donde me esperaba una de las tiendas que yo misma dirigía, con la vidriera que un par de gamberros habían roto el día anterior, supuestamente arreglada.

Esa fue mi excusa para salir de la boda; asegurarme de que la vidriera principal de la tienda estuviera ya en perfectas condiciones. Algo que podría haber hecho otro día, sin duda. Pero que yo no quise atrasar. No podía evitar pensar que ese cristal roto era una metáfora perfecta de lo que sentía: un reflejo de mi propia vida, siempre fracturada entre las responsabilidades familiares y las exigencias de la empresa.

Sabía que debía volver pronto para seguir con los festejos, pero había algo que me carcomía por dentro. El hecho de que me estuviera alejando del día más importante para mi hermano, aunque solo por unas horas, me hacía sentir egoísta, como si traicionara la armonía de aquel momento. Sin embargo, la necesidad que me apretaba el pecho, me obligaba a no ignorarlo.

—Por favor, déjeme aquí —le dije a Miguel señalando la entrada del puente de San Martín—. Iré caminando, no tardo.

El chofer me miró por un segundo, pero no hizo preguntas. Paró el coche justo donde le pedí, y bajé, sintiendo el aire cálido de la mañana en mi rostro. Crucé el puente a paso ligero, con esa mezcla de calma y prisa que a veces me invade. Tenía el tiempo justo, pero me relajaba caminar por aquel puente. Las piedras antiguas bajo mis pies y el río corriendo bajo mis ojos me traían recuerdos de otros tiempos, de paseos tranquilos cuando apenas era joven.

Al llegar a la tienda en la Bajada de San Martín, me sentí aliviada al ver que las cristaleras estaban impecables. Los cristaleros habían hecho un buen trabajo, tal como prometieron. Las dependientas me recibieron con una sonrisa, y nos saludamos brevemente. Les agradecí el esfuerzo, les dije que todo estaba bien y que debía volver pronto a la boda. Ellas me despidieron amablemente, deseándome que disfrutara el resto del día, y regalándome algún que otro halago por mi vestido.

Salí de la tienda y comencé a bajar nuevamente hacia el puente. Fue entonces cuando los vi. Dos hombres caminaban detrás de mí, no demasiado cerca al principio, pero algo en sus gestos me puso en alerta. Sentí una inquietud repentina. Miré por encima del hombro, y aunque ellos no parecían estar apurados, su presencia me incomodaba. Dudé por un instante. Podría haber regresado a la tienda, pero el miedo a que esos hombres entraran y les hicieran daño a las dependientas me frenó. Decidí que lo mejor era acelerar el paso y llegar rápido al coche, donde estaría segura.

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