Capítulo 32

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32 LEALTAD.

Fina Valero.

Si me llegan a decir apenas un mes atrás que el simple hecho de estar sin hacer nada, teniendo una habitación casi del tamaño de mi apartamento para mi sola, con jardín incluido y servicio de habitaciones iba a resultarme tan jodidamente desesperante, me habría reído de la forma más esquizofrénica posible.

Pero así era. Y me habría dado un testarazo contra la pared, si con eso lograba calmar la angustia.

Aquella mañana, después de que Marta saliera de la habitación, las horas se convirtieron en una tortura interminable. El silencio, que a veces podía ser un refugio, se transformó en mi peor enemigo. Cada segundo que pasaba sin noticias de Marta era como un peso más que se acumulaba sobre mi pecho. No importaba lo que hiciera para distraerme: todo era inútil.

Intenté un baño relajante, pensando que el agua caliente podría hacer algo por calmar mi cabeza. Pero ni siquiera esa bañera, que en otro momento habría sido un lujo que habría disfrutado, logró detener los pensamientos que no dejaban de taladrarme. Marta estaba con los inspectores, tratando de reconocer a los hombres que la persiguieron, reviviendo aquel día en cada paso, en cada rincón del centro de Toledo. Y yo, encerrada en aquella habitación, sintiéndome completamente inútil.

Salí al porche, buscando un poco de paz en el jardín. Era un verano atípico. Hacía calor sí, pero estar rodeada de árboles y césped, hacía que todo se volviera realmente fresco, y por un momento creí que podría ser suficiente para relajarme. Pero no. La ansiedad seguía allí, clavándose en mi pecho como una espina que no podía arrancar. Ni siquiera el almuerzo que me llevaron a la habitación logró que sintiera algo más que una profunda inquietud. Comer era un trámite; apenas saboreé nada.

La ansiedad, esa compañera que había conseguido mantener a raya durante las últimas horas, volvió a adueñarse de mi cuerpo. No lograba quedarme quieta, pero tampoco podía moverme demasiado por el maldito pie. Pensé en intentar dormir, pero era imposible. Mi cabeza no paraba de divagar, de saltar de un pensamiento a otro. ¿Cómo iba a contarle a Marta lo que sabía? ¿Cómo iba a soltarle algo tan devastador como la fecha de su desaparición sin romperla por completo?

No sabía si lo peor era imaginar lo que estaba viviendo ella en ese momento, o enfrentarme a lo que tendría que decirle cuando regresara. Las horas de la tarde se hicieron eternas. Decidí distraerme como pudiera, y lo primero que se me ocurrió fue volver a intentar encender el teléfono y la tablet que tenía guardados en la mochila. Era una estupidez, lo sabía, pero la simple idea de conectarme, aunque fuera un segundo, a algo que me resultara familiar, era demasiado tentadora.

Saqué los dispositivos de la mochila, pero no hubo suerte. Ni un solo parpadeo en la pantalla. Maldije entre dientes, frustrada. Fue entonces cuando recordé la carta. Aquella que Marta me había escrito, que llevaba conmigo desde el día que llegamos. La busqué entre mis cosas, rebuscando en cada rincón de la mochila, pero no estaba. Claro. Yo misma le había dicho que podía llevársela. El recuerdo me golpeó como un jarro de agua fría.

Esa carta... Esa carta que ella escribió pensando en despedirse de mí. La última vez que la leí fue justo la noche que viajamos. Me aferré a ella en un momento en el que Marta dormía a mi lado en el sillón del dispensario, no sé muy bien por qué. Bueno sí, para reafirmarme en mi malestar, en el daño que me habia hecho Marta, y así no ceder tan fácilmente ante ella. En ese instante no la buscaba para volver a herirme a mí misma. La busqué para consolarme, para sentirme querida con sus palabras, y convencerme que lo que ella había escrito allí, serviría para no odiarme por haberle ocultado su extraño desenlace.

Pero no estaba allí. No habia ni rastro de una carta que ya debía estar en sus manos, o, tal vez, hecha trizas en algún lugar de la enorme mansión.

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