Capítulo 13

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13 BISEXUAL

Marta de la Reina.

Desperté, como siempre, antes de que saliera el sol, de la manera más insólita: por culpa de un ronquido. Sí, un ronquido suave, inesperado y algo arrullador que vino desde la cama de al lado. Al principio, pensé que había sido parte de un sueño, que había sido mi propio subconsciente, pero al volver escucharlo por segunda vez, ya despierta, supe que no. Que no había sido yo, sino mi compañera de habitación. Me tapé la boca para no reírme, porque, extrañamente, me provocó una gracia inaudita, y lo último que quería era despertarla.

Me giré en la cama, apoyando la cabeza en la mano, y no pude evitar mirarla. Parecía tan tranquila, con su cabello ligeramente alborotado sobre la almohada, y la expresión relajada. Pensé en lo curioso que era que, incluso en una situación tan extraña como la nuestra, ella lograra dormir tan profundamente. Y yo, que había estado desvelándome casi todas las noches desde que esto comenzó, me encontraba sonriendo como una tonta al escucharla roncar.

Durante varios minutos, me quedé observándola, sintiendo una mezcla de ternura y gratitud. Aquel pequeño gesto involuntario suyo, tan humano, tan simple, me recordaba que a pesar de todo lo extraño, de los secretos y de las inseguridades, había algo real y sincero entre nosotras.

Decidí levantarme antes de que el ruido o mis movimientos pudieran despertarla. Me deslicé fuera de la cama con el sigilo de un ladrón, y recogí la libreta de la mesita de noche. Salí de la habitación descalza, caminando de puntillas por el piso como si fuera parte de un plan secreto, y cerré la puerta detrás de mí con el mayor cuidado del mundo. No quería romper esa burbuja de serenidad que habíamos creado, y que, por primera vez en días, se sentía ligera y real.

El piso estaba silencioso, solo interrumpido por el lejano murmullo del mar. Me dirigí a la terraza tras un breve aseo, y al abrir la puerta, me encontré con una brisa fresca que me acarició el rostro. Me estremecí un poco, pero no de frío, sino por la sensación de libertad que esa brisa traía consigo. Me senté en una de las sillas, acomodándome con la libreta en el regazo, y dejé escapar un suspiro que llevaba acumulado toda la noche. No era un suspiro de agotamiento, sino de algo más. Quizás, de alivio.

Abrí la libreta y, a pesar de la escasa luz que llegaba a la terraza, empecé a escribir. No sé por qué, pero sentí la necesidad de plasmar en palabras lo que habia ido viviendo desde que llegué al hospital. Escribir me ayudaba a organizar los pensamientos, y en ese momento, tenía demasiados en la cabeza.

Escribí sobre lo que significaba estar allí, en un tiempo que no me pertenecía, pero con una compañía que me hacía sentir que quizás sí, que tal vez había algo de mí que podía encajar. Y mientras las palabras fluían, vi cómo el cielo comenzaba a teñirse de un azul pálido, anunciando el amanecer. Me aferré a ese momento, sintiéndome tan fuera de lugar como siempre, pero también, por primera vez, algo esperanzada. Como si, después de todo, ese caos de sentimientos y de tiempos se estuviera ordenando de alguna forma que yo todavía no alcanzaba a entender.

El primer indicio de que alguien más estaba despierto en el piso me llegó al oír el suave crujido de la puerta de la habitación. Me giré y allí estaba Fina, en el umbral, con el pelo alborotado y los ojos aún hinchados de dormir, mirándome con una expresión entre curiosa y medio dormida que me sacó una sonrisa.

—Buenos días, dormilona —le dije, conteniendo una risa al recordar el pequeño concierto de ronquidos que había interrumpido mi sueño más temprano.

Fina se acercó, aun desperezándose, y me lanzó una mirada de falsa ofensa, como si mi comentario la hubiera tomado por sorpresa. Era evidente que había dormido mucho, algo que se reflejaba en sus ojos y en la forma en que se movía, todavía adaptándose a la vigilia.

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