Capítulo 3

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3 CONOCIDA

Marta de la Reina.

Pasé aquellas interminables horas de observación entre la realidad y el más profundo de los sueños. El frío de la habitación del hospital me mantenía en una especie de vigilia, aunque no por eso dejaba de sentir el peso de la noche sobre mí. Las veces que abría los ojos y era capaz de mantenerlos abiertos por más de dos minutos, focalizaba mi vista en lo que tenía ante mí, en todo el material clínico que usaban, en lo inconcebible que me parecían las máquinas, en el sonido extraño que emitían, y que se mezclaba con el propio crujir de mi camilla cada vez que me movía algo inquieta. Me sentía como si de alguna manera me hubieran arrastrado a uno de esos escenarios que Aldous Huxley narraba en sus novelas, y que tanto pavor me provocaron cuando lo leí en unos de mis viajes con Jaime.

Era igual. O al menos así lo imaginé yo.

Pero es que cuando cerraba los ojos y volvía a caer en la profundidad del sueño, las pesadillas se sucedían en mi subconsciente haciéndome revivir lo mismo que la realidad me mostraba, y volvía a temer, volvía a sufrir por no saber lo que me estaba sucediendo. No tuve un solo minuto de calma, de descanso real que me ayudase al menos a estabilizarme de alguna forma. Al menos mientras estuve sola.

Con ella no. Con la presencia de la doctora en la habitación, la situación cambiaba un tanto. Y no sé por qué, exactamente. Quizás porque su paciencia me ayudó a volver a situarme en la casilla de salida. A intentar establecer un punto de partida en el que asentarme para tratar de ordenar mi mente de alguna forma. Volvimos a hablar, esa vez mas en calma, y volví a contarle sobre mi familia, la fábrica, sobre mi marido que navegaba los mares, y sobre el accidente de mi padre. Ella no me interrumpía, solo asentía en silencio, con una comprensión que no lograba entender del todo, pero que, de alguna manera, me tranquilizaba.

O tal vez fue porque su compañía me ayudaba a no sentirme más perdida de lo que ya estaba.

No lo sé. Solo sé que la doctora decidió pasar prácticamente toda la noche visitándome, e incluso en las veces que el sueño me vencía, era capaz de sentir su presencia, de saber que estaba pendiente de mi y de mi estado. Y eso me regalaba alivio, aunque sabía que tarde o temprano, iba a desaparecer.

Creo que deseé y temí la llegada del amanecer a partes iguales. Lo deseé porque después de lo que me parecieron días atrapada en esa sala, cuando apenas llevaba unas horas, tenía la esperanza de que, con la llegada del nuevo día, todo regresara al punto exacto en el que me perdí el día anterior. Como si con la luz del sol, la pesadilla en la que se habia convertido mi vida se fuese a acabar. Y lo temí del mismo modo porque, por lo que me habia dicho la doctora, probablemente iba a tener que abandonar el hospital, y si esa pesadilla no desaparecía como yo anhelaba que sucediera, me iba a encontrar en una situación realmente compleja, y de la que ni siquiera sabía cómo iba a ser capaz de escapar.

Los presagios no tardaron en cumplirse, y casi a las ocho de la mañana ya tenía lista mi alta médica. La doctora Valero no tardó en disculparse por ello. Cuando llegó a la habitación dispuesta a explicarme la situación, vi en su cara la preocupación, y eso no me ayudó a enfrentarme a lo que estaba por vivir. Me dijo que no habían sido capaces de encontrar mi historial médico, y eso, contra todo pronóstico, me dio cierto alivio, como si mi verdadera identidad hubiera quedado fuera de ese lugar.

Me miró con una mezcla de cansancio y disculpa, explicándome que no podían hacer nada más por mí, que la situación en el hospital era bastante compleja y no podían permitirse tener a una paciente sin necesidad real de atención médica. No tenía nada. No habían encontrado nada en mi estado de salud que me obligara a estar allí, y poco más podía hacer ella. Lo dijo con cautela, como si quisiera suavizar el golpe de dejarme ir a un lugar que no terminaba de entender. Y supe que le dolía. Fina estaba genuinamente preocupada por mí, y aunque no coincidíamos en que mi salida fuera lo más prudente, le agradecí su preocupación. Me pidió incluso, con un gesto de empatía que me desbordó, que la esperara afuera. Me prometió que me llevaría a casa, y aunque mi única intención era regresar cuanto antes a mi vida, a mi hogar, le di mi palabra de que aguardaría su llegada.

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