Capítulo 38

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38 DOMINGO

Fina Valero.

No sé cómo me quedé dormida la noche del sábado, pero sí sé perfectamente cómo desperté la mañana del domingo: aferrada a las caderas de Marta, con mi cabeza descansando, o más bien aplastando su vientre, mientras sus manos estaban enredadas en mi pelo. Ese fue mi despertar en aquel soleado domingo 9 de julio de 1958.

Fue un despertar lleno de calma, pero también de un calor que aún vibraba en mi cuerpo. Otra noche más a su lado, entregándonos la una a la otra, saciándonos, quemando cada minuto como si fuera el último. Y, si soy honesta, así era como lo sentía. Como si no pudiera permitirme el lujo de dejar pasar ni un segundo a su lado.

Abrí los ojos lentamente, pero no me moví. Preferí quedarme ahí, absurda y feliz, recreándome de las vistas desde su abdomen. Mi cabeza se movió ligeramente, y no pude evitar dibujar una sonrisa al escuchar su respiración entrecortarse cuando me atreví a dejar un beso en el hueso de su cadera. Su vientre, cálido y firme, parecía hecho para ser mi almohada. Y aunque quise quedarme ahí para siempre, sabía que tenía que moverme. Quería mirarla, quería verla despertar.

Lentamente, levanté la cabeza y la miré. Tenía el rostro relajado, sereno, y su cabello desordenado se mezclaba con las sábanas. En ese instante, la amé aún más, si es que eso era posible. Porque Marta, mi Marta, dormida y vulnerable, seguía siendo la mujer más hermosa y poderosa que había conocido jamás.

No quise despertarla de golpe, así que dejé un beso suave en su vientre antes de levantarme con cuidado. Pero ella murmuró algo, moviendo las manos que aún seguían enredadas en mi pelo, como si no quisiera dejarme ir.

—Buenos días.

Marta abrió los ojos con esa pesadez que solo da el sueño profundo y reparador, como si su cuerpo y su mente se resistieran a abandonar la comodidad de la cama. Cuando sus ojos se encontraron con los míos, una sonrisa suave se dibujó en sus labios, y su mano, todavía un poco torpe por el sueño, se enredó aún más en mi pelo, acariciándolo con una ternura que hizo que mi corazón diera un vuelco.

—Buenos días, dormilona —me dijo, con la voz rasposa, esa que tiene quien acaba de despertar. Hubiera matado por grabar ese sonido en mi memoria para siempre—. Creo que nunca he tenido unas vistas tan hermosas como las que tengo ahora.

Yo, que ya estaba a punto de derretirme con su caricia, sentí un calor especial subiendo por mi pecho al escuchar esas palabras. Intenté devolverle el cumplido, aunque mi sonrisa delataba que no podía tomarme a mí misma demasiado en serio.

—Creo que opino lo mismo —respondí, acomodándome un poco más a su lado y apoyando mis manos en su vientre, explorando con suavidad las curvas de su piel bajo mis dedos. La miré directamente, sin filtros, disfrutando del privilegio de verla tan de cerca, con el cabello desordenado y las mejillas sonrojadas.

Ese sonrojo se intensificó al darse cuenta de la escena en la que estábamos, su vulnerabilidad a plena vista, y tuve que contener una sonrisa al verla reaccionar. Marta, siempre tan segura de sí misma, parecía avergonzada. Pero no se lo permití. Me deslicé lentamente hacia sus labios, dejando un beso suave que buscaba más calmarla que provocar algo más.

Pero ella se reincorporó un poco, apoyándose en los codos, y me miró con un destello de firmeza en los ojos.

—De noche, todo lo que quieras. Pero de día, Fina, tenemos que guardar las formas —me advirtió, aunque el tono no era duro, sino más bien juguetón.

Me mordí el labio, divertida y resignada al mismo tiempo. Sabía que tenía razón. Sus palabras siempre traían consigo esa mezcla de lógica y disciplina que a veces me desesperaba, pero que, en el fondo, admiraba profundamente. Asentí con una sonrisa traviesa, aceptando su condición.

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