Capítulo 45

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45 ARTIFICIAL.

Marta de la Reina.

Las primeras veinticuatro horas después de que Fina desapareció de mi vida, transcurrieron en un estado que no sabía si llamar existencia. No podía decir que estuviera viviendo, porque vivir implicaba sentir, implicaba estar presente, y yo no estaba ni lo uno ni lo otro. Me limitaba a ocupar espacio, como una sombra que se desplaza de un lugar a otro sin propósito alguno.

El día comenzó con el vacío como única certeza. Un vacío que no dolía, pero que pesaba, como si todo lo que era yo hubiese sido drenado, dejando solo el cascarón. Esa ausencia se hizo evidente en cada decisión, cada gesto, cada segundo que pasaba. Me encerré en mi habitación con la misma naturalidad con la que uno respira. No soportaba la idea de enfrentarme a las caras conocidas de mi familia, a sus preguntas, a sus miradas inquisitivas o incluso a su indiferencia. Necesitaba estar sola, con mi vacío, porque solo en soledad sentía que podía intentar comprenderlo.

El tiempo, sin embargo, no se detuvo. El tic tac del reloj se convirtió en un recordatorio cruel de cada segundo que pasaba sin que yo entendiera nada. Miraba al techo, luego a las paredes, luego a mis manos, y nada parecía real. Mi mente era un lugar estéril, incapaz de hilar un solo pensamiento coherente. No sabía qué debía hacer, ni siquiera si había algo que pudiera hacer. Lo único que parecía lógico era llorar, aunque al principio las lágrimas habían llegado de forma inesperada, como si mi cuerpo las hubiese decidido por mí.

Por la tarde, rompí a llorar de verdad, con una fuerza que no sabía que tenía. Era un llanto silencioso, continuo, que no necesitaba de gritos ni de sollozos. Las lágrimas simplemente fluían, como si no fueran mías, como si pertenecieran a alguien más y hubieran encontrado en mí un canal por el que escapar. No intenté detenerlas. Cada lágrima parecía arrastrar consigo algo invisible, algo que no lograba nombrar pero que sentía que me oprimía el pecho.

A medida que las horas pasaban, el llanto no cesaba. Perdí la noción del tiempo, atrapada en ese estado de catarsis que, aunque agotador, me daba la sensación de estar haciendo algo, de que tal vez, cuando todas las lágrimas se hubieran ido, me quedaría ligera, limpia, como si el vacío pudiera ser lavado.

La noche llegó lentamente, alargándose como una sombra interminable. Ni siquiera cené. La casa estaba en silencio, y aunque sabía que mi familia estaba allí, en sus habitaciones, en sus rutinas, me resultaban tan lejanos como si vivieran en otro planeta. Seguí llorando, acostada sobre el colchón, con la cara enterrada en la almohada o mirando al techo sin moverme. El reloj seguía marcando cada segundo con su implacable tic tac, llenando mi mente vacía con un sonido que era lo único que podía escuchar.

Las horas nocturnas fueron eternas. Cada vez que pensaba que las lágrimas habían terminado, una nueva ola me sacudía, aunque sin la intensidad inicial. Era un llanto más cansado, más lento, pero igual de constante. Cerraba los ojos, y aunque no estaba segura de si dormía o no, el tiempo pasaba de alguna manera, porque cuando abrí los ojos de nuevo, el amanecer ya había llegado.

La luz del sol filtrándose por las cortinas me hizo darme cuenta de algo: las lágrimas habían cesado. Mi rostro estaba seco, y mi cuerpo, exhausto, pero en lugar de alivio, lo que sentí fue la persistencia del vacío. Seguía allí, intacto, imperturbable. Había llorado durante horas, pero el abismo en mi interior no se había movido ni un milímetro.

Sin embargo, con el amanecer llegó una certeza. Tenía que intentar recomponerme. No porque estuviera lista, ni porque el vacío me lo permitiera, sino porque debía hacerlo. Al menos, tenía que fingir. Fingir para mi familia, para el mundo, incluso para mí misma, que podía enfrentar un nuevo día.

Me incorporé lentamente, sintiendo cada músculo como si estuviera despertando por primera vez. Miré el reloj: las siete y media. Un nuevo día había comenzado, aunque para mí, todo seguía igual.

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