Capítulo 29

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29 LA HORA

Fina Valero.

Yo no lo sé, porque no soy neuróloga, pero si se lo he escuchado decir a algún que otro compañero. Dicen que hay momentos concretos en los que el cerebro tiene una habilidad especial para boicotearte justo cuando más necesitas claridad. Es como si, en lugar de ayudarte a calmarte, decidiera encender un montón de alarmas internas que no llevan a ningún lado útil. Te sientas, respiras, intentas centrarte, pero ahí está: esa vocecita recordándote todo lo que podría salir mal, todo lo que no encaja, todo lo que te asusta. Y lo peor es que lo hace cuando más necesitas paz, como si disfrutara poniéndote a prueba en los momentos menos oportunos.

Mi cerebro decidió que ese instante, justo después de viajar 66 años al pasado, era el momento adecuado para boicotearme. Como si no tuviese nada más en lo que preocuparme, por supuesto. En lugar de relajarme y pensar con lógica, mi mente se empeñaba en señalar cada grieta, cada cosa que no cuadraba en este mundo al que no pertenecía. Y entre el cansancio físico, la presión de fingir que todo estaba bajo control, y esa paranoia constante de que alguien descubriera mi secreto, supe que mi propio cerebro era mi peor enemigo.

Cuando entré en la cocina, lo primero que pensé fue que alguien se había entretenido montando un escenario para una película de época. Todo parecía tan perfectamente anticuado que me daban ganas de reír y llorar al mismo tiempo. Los muebles de madera blanca, los azulejos florales que seguramente llevaban ahí décadas, y ese olor a comida casera que parecía estar incrustado en las paredes. Era tan grande y espaciosa, que comprendí rápidamente por qué a Marta le resultó tan extraña la mía. ¿Cómo para no? Debió pensar que vivíamos en una ratonera, si lo comparabas con su jodida mansión.

Y luego estaba Digna, moviéndose por su territorio con la precisión de un cirujano, cortando quién sabe qué con esa seguridad que tienen las personas que controlan su mundo al milímetro.

Intenté no llamar demasiado la atención, pero la manera en que Digna me miraba, con esa mezcla de amabilidad y curiosidad, hizo que se me encogiera el estómago. Era como si pudiera ver a través de mí, como si en cualquier momento fuera a decir: "Tú no eres de aquí, ¿verdad?". Así que me limité a sentarme y aceptar la fruta que me ofreció tras asegurarle que no tenía mucho apetito, porque decirle que no me parecía más arriesgado que saltarme una de esas reglas invisibles de etiqueta que aún no terminaba de entender.

Mientras comía, me fijé en los detalles de la cocina. Todo tan colocado, tan perfecto, que por un momento creí que Concha Velasco o Gracita Morales, saldrían a hacer su aparición estelar, como en todas esas películas que mi madre veía una y otra vez. Los tarros de especias con etiquetas escritas a mano, el reloj que marcaba las horas con un tic-tac que parecía demasiado lento para mi paciencia, y la vajilla perfectamente alineada en el estante. Cada cosa en su lugar, como si el tiempo aquí hubiera decidido quedarse quieto, mientras yo era la intrusa que venía a desordenarlo todo. Intenté concentrarme en la fruta, pero no ayudaba mucho.

Y luego, como si mi mente decidiera darme el golpe final, se me ocurrió la gran y estúpida idea de pensar que Digna, al igual que el padre de Marta y los demás que acababa de conocer, estaba muerta en mi tiempo. Todos ellos eran parte de un pasado que yo solo conocía en libros, historias, o ni eso. Y lo peor... Marta tampoco debería existir en mi 2024. ¿Por qué estaba aquí? ¿Qué estaba haciendo yo aquí? ¿Y si todo esto era un error monumental del que no había forma de regresar? Me pregunté sin poder evitar recordar a Carmen. No tener ni idea de lo que estaría viviendo después de colgar la llamada, empezó a torturarme.

El nudo en mi estómago se apretó tanto que la fruta me supo a cartón. Tragué con dificultad y dejé el tenedor en el plato, mientras intentaba que mi cara no reflejara el pánico que empezaba a acumularse. "No tengo mucho apetito, gracias", fue lo único que logré soltar, con una sonrisa forzada que me salió más como una mueca. Me excusé diciendo que necesitaba descansar, y Digna, por suerte, no insistió. Tal vez leyó algo en mi expresión, o simplemente decidió no complicarse.

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