Capítulo 41

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41 NOS FUIMOS PA'MADRID

Fina Valero.

Nunca había entendido del todo lo que era quedarse en blanco, hasta ese momento. Lo había leído, lo había escuchado en historias, incluso en las salas de urgencias pacientes me habían hablado de cómo un shock podía apagar todos los sentidos, dejarte como una marioneta que se mueve sin voluntad propia. Pero sentirlo en carne propia fue completamente diferente.

El encuentro con mi abuelo y mi padre en esa época, en ese tiempo que no me pertenecía, me dejó paralizada. Durante años había imaginado cómo habrían sido sus vidas antes de que yo existiera, los había idealizado, incluso criticado por decisiones que en su tiempo no entendía. Y de repente, allí estaban. Mi abuelo, que siempre había sido una figura lejana y casi mítica en las historias de mi familia, estaba frente a mí, preocupado por un niño que, en ese instante, era simplemente un niño. Pero yo sabía más. Sabía quién sería. Sabía en quién se convertiría. Mi padre.

Esa conexión directa con mi pasado me desbordó. Era como si todas las líneas del tiempo, todas las barreras que separaban quién era y de dónde venía, se hubieran desmoronado. En ese momento, no era la doctora Valero. No era la mujer del siglo XXI que había viajado al pasado. Era solo una persona rota, completamente superada por el peso de lo que acababa de experimentar.

Intenté fingir normalidad después de que se marcharan. Salí del dispensario con Marta, que no me quitaba los ojos de encima. Caminamos juntas hacia la casa, pero cada paso que daba era como si mis piernas no fueran mías. Mi mente estaba en otro lugar, atrapada entre el presente que estaba viviendo y el futuro que conocía. Escuchaba a Marta hablarme con dulzura, con su preocupación evidente, pero las palabras no se registraban en mi cabeza. Solo asentía, incapaz de decir nada coherente.

Todo me parecía una niebla espesa. Me movía por inercia, seguía la rutina de ese día como un autómata, pero no estaba realmente allí. Me sentía como una marioneta cuyos hilos se tensaban para que continuara andando, comiendo, sonriendo de forma forzada. Pero dentro, el vacío me consumía.

Pasaron horas antes de que pudiera siquiera formular un pensamiento claro. En mi mente, veía una y otra vez la imagen del niño, de mi padre, sentado en la camilla, llorando por su herida, y mi abuelo a su lado, preocupado. Era una escena tan común, tan humana, y, sin embargo, para mí, era un espejo distorsionado de mi propia existencia. Ese niño, que algún día sería el hombre que me crió, estuvo bajo mi cuidado, y yo no podía hacer otra cosa más que preguntarme si debía haber estado allí. ¿Qué impacto tendría este encuentro? ¿Qué significaba todo esto?

Fue entonces cuando me di cuenta de que estaba experimentando un shock traumático. Había leído sobre ello, incluso lo había tratado en otros. Pero saber que algo está sucediendo y enfrentarlo son dos cosas muy diferentes. El impacto emocional de enfrentar mi propia historia de esta manera, tan cruda, tan directa, era demasiado. No era simplemente confusión. Era un peso que no podía levantar, un bloqueo que no me permitía avanzar.

Ese día, mientras el sol comenzaba a bajar y Marta me observaba en silencio, preocupada, comprendí que no iba a recuperar la normalidad en unas horas. Había cruzado una línea que nunca pensé que cruzaría, y no sabía cómo volver atrás. ¿Cómo procesas algo que desafía todas las leyes del tiempo, la lógica y el sentido común? ¿Cómo sigues adelante sabiendo que el niño que curaste esa tarde es el hombre que te dio la vida?

No tenía respuestas, pero sabía una cosa: necesitaba tiempo. Tiempo para encontrarme de nuevo, para entender cómo seguir siendo yo misma en medio de ese caos. Y, sobre todo, necesitaba a Marta. Porque, aunque no podía hablar de ello, aunque cada vez que intentaba explicarle algo se me hacía un nudo en la garganta, su presencia era lo único que evitaba que me hundiera del todo.

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