Capítulo 8

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8 NO ESTABA SOLA

Marta de la Reina.

La evidencia era clara.

Ni un trauma, ni un golpe, ni una actriz que había adquirido el rol de su personaje, ni ninguna de esas teorías podía explicar lo que Carmen había descubierto en la hemeroteca. Nada servía para justificar lo que nuestras propias miradas reconocían como la verdad más desconcertante que habíamos enfrentado en nuestras vidas. Para mí, aún quedaba un resquicio de duda, una última y desesperada opción: pensar que el mundo se había vuelto loco, que todo a mi alrededor era una alucinación, o una burla elaborada, algo que escapaba a toda lógica. Pero para ellas, para Carmen y Fina, era diferente. Sabía por sus expresiones, por sus gestos y la falta de palabras, que ambas se encontraban igual de perdidas que yo.

Esa imagen en blanco y negro, en donde aparecía mi propio rostro en un tiempo que no era el actual, era una prueba irrefutable para ellas. Carmen repasaba cada detalle, intentando quizás hallar alguna pista que señalara un engaño o error. Pero no había tal error; yo misma reconocía las prendas que llevaba, a las chicas de la tienda, y, por supuesto, a mí misma. Esa imagen era de mí, y de un momento que yo recordaba con claridad.

Mis propias palabras parecían volverse en mi contra mientras las escuchaba repetirse en mi mente: un reportaje de hace apenas un par de meses... y, sin embargo, ese par de meses se había convertido en un abismo de décadas. Seis décadas. Sesenta y seis años, concretamente.

Para ellas, especialmente para Carmen, que tenía la evidencia en sus manos, aquello no era una anécdota curiosa ni una situación extraordinaria que pudiese ignorarse. Era un imposible tangible, un enfrentamiento directo con algo que no podían ni pretendían racionalizar. Sus miradas oscilaban entre el desconcierto y el temor, como si al observarme y recordar la fotografía trataran de reconciliar la Marta que tenían frente a ellas con la Marta del año 1958. Aquella fotografía no les permitía ninguna justificación lógica, ningún respiro que les permitiese evadir el misterio que representaba mi existencia aquí, en un tiempo que yo ni siquiera había pedido habitar. Era la grieta que destrozaba cualquier intento de racionalidad, y aunque yo intentaba aferrarme a la idea de un error, ellas no tenían ya dónde sostenerse.

El cuerpo me falló y me desmayé, no sé cuántas veces. Solo recuerdo voces lejanas y el toque urgente de unas manos, posiblemente de Fina, intentando devolverme al presente, mientras yo me aferraba a un pasado que se me escapaba como arena entre los dedos.

Cuando lograba abrir los ojos, veía las caras preocupadas de Fina y Carmen, que se movían inquietas a mi alrededor, sin saber muy bien cómo ayudarme. No decían claramente lo que pensaban, pero cada palabra, cada mirada, me transmitía esa posibilidad aterradora: que algo inexplicable había sucedido y yo estaba, de algún modo, en el futuro.

Cuando logré estabilizar los síncopes, cuando logré que mi consciencia no se durmiese cada dos o tres minutos, el pánico y la tristeza me invadieron, y cuando intentaba hablar, las palabras se quebraban en sollozos. Lloraba y lloraba, incapaz de detenerme. Mis lágrimas parecían infinitas, y aunque ellas intentaban calmarme, hablándome y ofreciéndome agua o sopa, todo esfuerzo resultaba inútil. No podía entender nada, no podía detener el dolor, y el peso de todo lo que estaba ocurriendo me aplastaba el pecho.

Las horas pasaron en una especie de bruma; perdí la cuenta de cuánto tiempo estuve en el sofá, con Fina comprobando mi pulso y Carmen deambulando por el salón, examinando fotos y papeles, como si en algún lugar de aquella maraña se escondiera la respuesta. No podía procesar lo que estaba pasando. Solo sentía un miedo hondo, un miedo que me calaba hasta los huesos.

Al final, el agotamiento me venció, y tras horas de llanto ininterrumpido, noté cómo mis párpados se volvían pesados. Me abandoné al sueño, aunque solo fuera para escapar, aunque solo fuera para encontrar un respiro en medio de aquel caos que me rodeaba. Mi cuerpo se rindió, y me sumí en un descanso que fue apenas un refugio temporal, sabiendo que, al despertar, el desconcierto seguiría allí, tan implacable como antes.

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