Capítulo 46

1.2K 154 15
                                    

46 REGRESAR

Marta de la Reina.

Las horas seguían deslizándose, una tras otra, con una indiferencia casi cruel. En el eco constante del reloj y el peso abrumador del silencio, me di cuenta de algo: tenía que intentar ser la mujer que una vez fui. Aunque esa versión de mí misma la sintiese lejana, casi irreal, como una figura difusa en la niebla de los años. ¿Quién era Marta antes de todo esto? Apenas lo recordaba, y esa falta de claridad era un recordatorio de cuánto había cambiado en tan poco tiempo.

No obstante, una cosa era evidente: no podía permitirme el lujo de perderme por completo. Había promesas que cumplir, apariencias que mantener. Mi familia esperaba que fuera la hija, la hermana, la mujer que siempre había sido para ellos, aunque no tenían idea del huracán que arrasaba mi interior. Jaime, con su resignación tranquila y su despedida dolorosa, me había dejado con un secreto que ahora era mi cruz. No podía hablar de su enfermedad, no podía compartir con nadie ese peso. Y mientras tanto, debía aprender a convivir con la ausencia de Fina, una ausencia que me dolía tanto como si me hubieran arrancado una parte vital de mi ser.

Era extraño cómo el mundo exterior seguía girando, imperturbable, mientras el mío estaba en ruinas. Nadie en mi familia parecía notar lo que me ocurría. Andrés discutía con María sobre asuntos que siempre me habían parecido triviales, pero que ahora me resultaban casi insultantes en su banalidad. Mi padre, envuelto en sus propios asuntos, me observaba de vez en cuando con la severidad habitual, como si evaluara si cumplía con lo que esperaba de mí. Y yo, desde mi rincón, interpretaba el papel de la mujer funcional, de la hija obediente y de la esposa distante, aunque en mi interior no quedaba más que un vacío desolador.

No podía culpar a Jaime por su decisión de mantenerse lejos. Lo entendía. De algún modo, me daba paz saber que estaba viviendo sus últimos días de la forma que él consideraba adecuada. Pero eso no hacía que doliera menos. Su ausencia física siempre estuvo presente en mi familia, pero los últimos acontecimientos me obligaron a hacerles creer que yo iba a viajar para estar con él, para regresar al lado de quien debía estar, según mi padre. Y contener ese secreto me hacía cargar con un peso casi insoportable.

Y luego estaba ella. Fina. Su rostro, su risa, sus ojos apareciendo continuamente por mi cabeza, mientras yo trataba de hacer la cosa más sencilla. No se borraba de mi mente un solo segundo. Creía incluso escuchar su voz en momentos en los que el silencio me acompañaba. En esos momentos, el dolor de su partida se mezclaba con la dulzura de haberla tenido, y esa mezcla era tan intensa que a veces creía que me asfixiaría.

Cuatro días con sus cuatro noches. 96 horas sin dejar de pensar en ella un solo minuto, un solo segundo. Y cada vez me dolía más su ausencia. Sentía una necesidad inexplicable, casi visceral, de regresar a la habitación. Era como si ese espacio, aún impregnado de su esencia, fuera el único lugar donde podía encontrar algo de consuelo. Sabía que no debía hacerlo, que quizás estaba castigándome al exponerme a su ausencia tan directamente, pero no podía evitarlo. Deslizarme en silencio, en la penumbra de la casa cuando la noche ya caía y toda mi familia dormía, era lo único que me consolaba. Regresar al que fue su espacio, su mundo durante quince días, lograba calmar en mi ese vacío inmenso, al menos por unas horas. Las primeras dos noches lo hice con una taza de infusión entre mis manos. Me limitaba a tumbarme en la cama, a intentar salvaguardar su olor de alguna forma. La tercera noche que lo hice, me vi hablando en soledad. Dándole las buenas noches, contándole lo que habia hecho ese día, todo el asunto de Jaime, el dinero que me había dejado y, preguntándole como le iba a ella. Si había vuelto al hospital, si Carmen seguía haciendo de las suyas con Tasio, si su madre ya le habia vuelto a enviar alguna maceta con flores... Si pensaba en mí. Todas y cada una de aquellas preguntas se quedaban sin respuestas, pero esa última pregunta sobre si pensaba en mí, si aún seguía recordándome, me mataba cada vez que la formulaba. Y, aun así, la hacía. La cuarta de las noches lo hice con el libro del profesor Ulloa entre mis manos, aferrándome a él como si fuese el único testigo tangible de lo que había vivido con ella. Y en vez de lanzar preguntas al aire, tras confesarle una vez más lo mucho que la echaba de menos y lo terriblemente vacía que me sentía, le leí. Me recosté en la cama, prendí la luz de la mesita de noche, y leí en voz baja como el profesor Ulloa habia ido dejando pistas y resolviendo el misterio de las horas, de los días e, incluso, las conjunciones. Un capitulo especial sobre la luna llena que me llevó incluso a asomarme al jardín, por si de casualidad estaba allí. No estaba. Apenas estaba creciendo. Lo que, si vi fueron las estrellas, y me la imaginé allí, en su terraza, observándolas como yo lo hacía en ese instante.

CRU2SHDonde viven las historias. Descúbrelo ahora