Capítulo 56

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56 VOLAR

Fina Valero.

A lo largo de mi vida, siempre me enorgullecí de mi capacidad para cuidar de los demás. Era algo casi natural en mí, como si hubiese nacido con ese instinto. Aprendí a sostener manos temblorosas cuando las palabras no bastaban, a dar ánimos cuando la esperanza parecía desvanecerse, y a sacar fuerzas de algún rincón oculto cuando otros no podían hacerlo. Siempre estuve ahí: para mis padres, para mis amigas, para compañeros e incluso para desconocidos.

Cuidar de los demás era mi terreno seguro, algo en lo que sabía que no fallaría. Y gracias a ello, siempre recibí lo mejor. Me sentí valorada y querida por todas esas personas a las que les tendí la mano, ya fuera con un gesto sencillo o un apoyo incondicional. Ese cariño que recibí a cambio, aunque nunca lo busqué, era algo que me llenaba de una manera profunda, algo que te sostiene, que alivia las heridas invisibles y te recuerda que no estás sola.

Y, sin embargo, ninguno de esos sentimientos, por grandes que fueran, se acercaba ni remotamente a lo que sentí aquel día, cuando todo mi empeño y todo mi amor me llevaron a cometer una pequeña locura, y regalarle a Marta algo que ni ella misma sabía que necesitaba. Bah, a quien voy a mentir. Era un regalo para las dos.

Se lo debía, y me lo debía a mí misma.

Después de todo un verano sin vacaciones, centradas en la casa de Los Olmos, preparando la boda de Carmen, y sobreviviendo al estrés que, de nuevo, habia empezado a provocarme el hospital, poder escaparnos durante unos días al lugar al que Marta anhelaba volver desde 1951, según me dijo, bien merecía los nervios, las dudas, el cansancio y las prisas. Lo necesitaba más de lo que estaba dispuesta a admitir, porque, aunque no se lo había contado a nadie, ni siquiera a ella, había noches en las que me despertaba sobresaltada, con una presión en el pecho que me costaba calmar, y que, realmente, me habia empezado a pasar factura. El culpable de todo, el hospital, que ya no era lo que había sido para mí: un refugio, una vocación, un propósito.

Se había convertido en una maquinaria implacable que devoraba mi tiempo, mi energía y, en ocasiones, hasta mi fe en lo que hacía. No era un mal día puntual, no era una guardia agotadora; era una acumulación lenta y constante de un ambiente cada vez más hostil. Recortes, falta de personal, pacientes hacinados, o compañeros sobrepasados. Todo eso me estaba carcomiendo poco a poco.

Más de una vez, al salir del hospital con el cuerpo exhausto y la mente saturada, lo hacía pensando en rendirme. En dejarlo. Colgar la bata, despedirme de ese lugar que un día fue mi hogar profesional y buscar otra manera de sentirme útil sin destruirme en el proceso. Pero entonces aparecía Marta, con esa sonrisa suya, con su torpeza adorable al intentar aprender algo nuevo de este tiempo tan ajeno a ella, y me devolvía a tierra firme. Verla poner tanto empeño con lo que, para mí, eran detalles simples del día a día, me hacía sentir que el esfuerzo seguía valiendo la pena. Si ella, con todo lo que habia vivido no tiró ni una sola vez la toalla, ¿Cómo iba a hacerlo yo?

Marta no lo sabía. No supo que volábamos hacia ese lugar hasta que no lo vio en el aeropuerto de Sevilla, donde embarcamos dirección a la ciudad que, según ella, yo tenía que visitar sí o sí. Sí sabía que íbamos a viajar, que íbamos a tener nuestra pequeña semana de vacaciones, aunque fuese en el mes de octubre, pero no sabía a donde íbamos. Esa sorpresa me la quise guardar hasta ese preciso instante en el que fuimos a hacer el check in, y lo descubrió.

Su cara de asombro, su "¿en serio, Fina? ¿Vamos a ir?, me hizo la persona mas feliz del planeta. Aunque mis ojeras parecieran decir lo contrario.

Ojeras que tenían una justificación, o, mejor dicho, nombre y apellidos; La boda de Carmen y Tasio. Por eso precisamente tomamos el vuelo desde Sevilla, porque justo el día anterior fue el día mas esperado por nosotras de todo el año.

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