Capítulo 54

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54 JUGUETES.

Fina Valero.

Apenas faltaban diez kilómetros para llegar, y estaba completamente convencida de que las piernas me iban a fallar, y no iba a ser capaz siquiera de bajarme del autobús. Pero es que ella, muy a mi pesar, tampoco.

O esa sensación me daba.

Lo confieso: estaba hecha un manojo de nervios. ¿Por qué, si solo íbamos a casa de mis padres a pasar la Nochebuena? Pues porque no era cualquier "vamos a casa de mis padres" con mi novia. Era "la primera Nochebuena juntas" con Marta, la mujer más fuera de lugar en pleno siglo XXI. Y era la primera vez que yo llevaba oficialmente a mi pareja a pasar esa noche tan especial, no solo con mis padres, sino con el resto de mi familia. Aunque eso ella aún no lo sabía. De ahí que mis nervios estuvieran a punto de dejarme bizca por el estrabismo emocional que me provocaba la situación. A mi favor diré que fue esa misma mañana cuando me enteré que a la cena se iban a unir algunos familiares más. Porque de haberlo sabido días atrás, se lo habría dicho a Marta para que tuviese el suficiente tiempo para asimilarlo. Pero, al saberlo con tan pocas horas de antelación, preferí, una vez más, aguardar hasta el último minuto para ponerla en conocimiento. Un minuto que aún no había sucedido. Mas que nada por evitarle pasar el día más nerviosa de lo que ya estaba.

Marta, a mi lado, iba más tiesa que una estaca. Juraría que podía escuchar cómo sus huesos se entrechocaban con cada bache de la carretera. Además, para colmo, se había pillado un catarro de campeonato. Nada grave, pero lo suficiente para no dejarla moquear a gusto. Cada dos por tres se llevaba un pañuelo a la nariz, intentando mantener un poco de dignidad entre tanto estornudo y ojos llorosos. No daba a basto la pobre, entre el resfriado y las ganas de impresionar a mis padres, creía que acabaría explotando.

Los últimos meses habían sido, por decirlo suavemente, un cóctel de sensaciones. Desde que Marta consiguió al fin ese dichoso DNI gracias al certificado amañado del hermano (con la inestimable ayuda de Tasio y sus chanchullos medio clandestinos), al menos ella respiraba un poco más tranquila. Menos pesadillas por las noches, y se atrevía hasta a salir sola a comprar el pan sin temer que alguien la mirara raro (bueno, la siguen mirando, pero ahora le importa un poco menos).

Pero a mí nadie me dijo que la adaptación de una mujer que ha viajado en el tiempo iba a ser tan compleja y complicada. Ni a mí, ni a ella, por supuesto. O quizás ella sí lo intuía. Yo no, yo pensaba que la vida de alguien así sería como la de las películas, y Regreso al Futuro o Outlander no eran el mejor ejemplo a seguir.

66 años, son muchos años. Muchísimos. Quizás en la época de los romanos, en el medievo, o incluso en el renacimiento, 66 años de avances no eran muy complicados de asimilar. Pero en pleno siglo XXI, 66 años suponían un cambio estratosférico, y Marta, por desgracia, no fue plenamente consciente de ello en los primeros quince días que pasó a mi lado. Mas que nada, porque los pasó prácticamente encerrada en el piso, y porque lo que vio, no fueron más que pinceladas de lo que era el nuevo mundo. Cinco meses después de su aterrizaje final en 2024, la cosa cambiaba mucho. Verla tratando de entender las noticias que sucedían en todo el mundo sin el conocimiento previo de esos 60 años atrás, como funcionaba el país políticamente, incluso demográficamente, qué se podía hacer, que no, quienes eran los líderes políticos de otros países, o como habían desaparecido países enteros, habia empezado a ser todo un suplicio para ella. Porque era como un bebé capaz de entender lo que ve, pero incapaz de contextualizar. Y eso la frustraba muchísimo. Como eso, decenas de situaciones más. Usar la tarjeta de crédito, tener su primer teléfono móvil, comprar ropa de su gusto, —imposible olvidar el disgusto que se llevó cuando le mostré la ropa que Balenciaga vendía, y el precio al que lo hacía—, entender los electrodomésticos. Cosas que podrían pasar desapercibidas en la vida de una adulta de nuestro tiempo, que para ella seguía siendo aún una completa tortura. Y ni siquiera se lo tomaba mal. Había situaciones en las que simplemente asentía con la cabeza como si dijera "esto es lo que hay", mientras yo me limitaba a contener la risa o a lanzarle una mirada cómplice. Y es que, por mucho que Marta pusiera empeño, su mente seguía anclada a la de una mujer de 1958, y actualizar el sistema operativo de su cabeza no era precisamente pan comido.

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