Cinco

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Kione adoraba el 31 de octubre. La matanza de Halloween tenía algo que la distinguía, un sabor que la hacía especial.
Santa Mondega era el hogar de vampiros venidos de todo el mundo, pero el centro de la localidad estaba reservado para los no muertos de Europa y de las Américas. Los primeros vampiros colonos procedían de París, y a ellos se sumaron muchos de sus primos europeos mucho antes de que Colón descubriera América. En el siglo XVIII dicha ciudad había experimentado una gran afluencia de refugiados latinoamericanos. Una vez asentados, enseguida varios de ellos se convirtieron en miembros de los no muertos y formaron clanes propios. La población de vampiros no tardó en hacerse demasiado numerosa para Santa Mondega, de manera que para cuando empezaron a llegar los vampiros africanos, como Kione, ya se habían creado normas no escritas para los inmigrantes. A resultas de ello, los vampiros africanos y asiáticos se establecieron en las colinas que circundaban Santa Mondega. A los orientales y los norteafricanos, en particular, les encantaba la libertad y el aire fresco de las colinas y de los valles, pues preferían cazar sus presas en la naturaleza, a las puertas mismas de la ciudad. Es decir, excepto a Kione, que hacía mucho tiempo que había sido expulsado de las colinas por infringir no sólo unos cuantos, sino todos los principios del código de honor de los vampiros. Siendo una criatura carente de escrúpulos, de clase y de orgullo, vivía bajo el embarcadero y salía de caza por la noche en busca de cualquier cosa a la que echarle la zarpa encima.
Durante el tiempo que pasó viviendo en las colinas fue miembro de la Peste Negra, un clan que siempre había sido muy cerrado. Sus miembros eran muy numerosos y tan agresivos como cualquier otro clan de vampiros, y todo el mundo sabía que si alguna vez decidían disfrutar de un poco de acción en la ciudad al momento se desataría una guerra sin cuartel entre los no muertos. Una de las razones por las que no se acercaban era un cuento de viejas cuyo origen se remontaba varios siglos. Según el folclore de Santa Mondega, durante una hora cada noche los espantapájaros cobraban vida y se dedicaban a perseguir y matar a todo desconocido que se aventurase a entrar en la ciudad. Nunca se habían encontrado pruebas que demostrasen que esto era cierto, pero dado que muchas de las casas de las afueras tenían un espantapájaros en el jardín delantero, éste cumplía con la misión de impedir que se acercaran demasiado los vampiros de las colinas.

Los integrantes de la Peste Negra casi siempre se desplazaban en gran número en las raras ocasiones en que se aventuraban a penetrar en Santa Mondega, y los clanes de la ciudad hacían lo mismo cada vez que decidían darse una vuelta por las colinas y los valles. Como Kione no tenía amigos de su clase —ni de otra, si vamos a eso—, se mantenía oculto en el puerto, y a veces sólo cazaba para comer peces y crustáceos. Sin embargo, otras noches —como ésta— acertaba un pleno. Sus preferidos eran los jovenzuelos inocentes, y el de esta noche era un bocadito que le hacía la boca agua.
Había observado cómo se separaba la chica de su compañero el espantapájaros, y después la había seguido sin quitarle la vista de encima por todo el paseo hasta el embarcadero. Rezó a la diosa Yemaya para que en esta noche especial empujase a aquella chica en su dirección. Y Yemaya le hizo caso; de buen grado guío a la joven a lo largo del paseo y la llevó hasta el embarcadero de madera para que se encontrara con él. Y no estaba por la labor de rechazar una ofrenda tan apetitosa.
Aferrado con sus largas uñas al último tablón del embarcadero, aguardó pacientemente a que se presentara el momento perfecto para atacar. La chica daba la impresión de sentirse feliz y despreocupada, que era como más le gustaban a Kione. Durante un rato le permitió que contemplase el océano, mientras él, a su vez, observaba maravillado sus brillantes zapatos rojos. Aquel vestido blanco y azul que cubría casi toda la carne de su torso no iba a tardar mucho en adquirir un color parecido, al teñirse con su sangre. Ni pudo evitar relamerse los labios al pensar en ello. Finalmente, después de recrearse con aquella idea hasta casi llegar al orgasmo, hizo el movimiento definitivo.
Con una velocidad que engañaba a la vista, abandonó de un brinco el lugar en el que estaba colgado, bajo los pies de su presa, y se dio el placer de flotar a la altura de los ojos de la chica, a escasos treinta centímetros de ella, con los pies suspendidos unos dos metros por encima de las olas. Fue un momento de placer exquisito. Se regodeó observando cómo la joven iba cambiando la expresión al comprender que estaba a punto de ser devorada viva por un asqueroso merodeador nocturno que iba vestido con harapos y apestaba a pescado. A pesar del terror que evidenciaban sus pupilas, que se dilataban a cada momento que pasaba, Kione se regodeó todavía más en el hecho de que la chica no tenía ni idea de la pasión y la lujuria que él pensaba desatar al mismo tiempo que le infligía un dolor insoportable.
Al verla abrir la boca preparándose para gritar, comenzó a desnudarla con la mirada. Ah, qué placer desgarrar aquel vestido y ofrecer un festín a sus ojos, su lengua y sus manos con aquella carne blanca y sedosa.
—Hola, cariño —le dijo en tono de burla, empleando lo que consideró que era un tono de voz seductor.
Pero a Beth no se lo pareció en absoluto. Era una voz sórdida, e iba acompañada por un tufo a mal aliento que bien podría acabar de salir de las profundidades del recto de Satanás. Una vez superada la conmoción inicial, instintivamente dio un paso atrás y estudió su apurada situación. ¿Debería escapar corriendo? ¿O quedarse donde estaba e intentar salir de aquélla dialogando? Entró en acción el instinto de supervivencia y dio media vuelta para echar a correr, pero apenas se había girado cuando volvió a toparse con Kione delante de las narices. Con una sinuosa agilidad, éste había saltado por encima de ella haciendo una pirueta en el aire y había aterrizado en el embarcadero, entre ella y el refugio que representaba el paseo marítimo.
—Por favor —suplicó Beth—. No me haga daño. Tengo que volver a casa.
Kione sonrió de oreja a oreja mostrando los colmillos amarillos que tenía en la boca, unos colmillos que hacían juego con el blanco de sus ojos rasgados y malévolos. Aún tenía entre sus torcidos dientes restos pequeños de carne que llevaban un día pudriéndose allí. Aquel vampiro era un guarro, en todos los sentidos de la palabra. Sucio, desagradable, poco de fiar, y sin duda un colosal pervertido sexual de primerísimo orden.
—Quítate el vestido —dijo Kione con una sonrisa libidinosa. —¿Cómo?
—El vestido. Quítatelo.
—Pero... Pero... ¿Cómo dice?
—Ya me has oído. Desnúdate para mí. Date prisa, nena, porque te puedo asegurar que si no te quitas la ropa tú te la quitaré yo, y dicen que no soy precisamente de lo más delicado que hay.
Beth se fijó en sus manos. El vampiro las sostenía delante del estómago y hacía con los dedos, largos y huesudos, movimientos como de agarrar, como si estuviera jugando con un imaginario par de tetas. Sin saber muy bien qué hacer, pero desesperada por ganar algo de tiempo hasta que se le ocurriera un plan para escapar de él, empezó a bajarse las hombreras del vestido azul. Kione no pudo resistirse a pasarse la lengua por los labios, preparándose ya para lo que iba a venir a continuación.
Pero lo que en realidad vino a continuación, muy poco después de que quedara suelta la primera hombrera, fue el ruido de pisadas de un par de botas que se acercaban taconeando por los tablones de madera del embarcadero, a su espalda. Al principio aquel ruido resonó tan sólo en su subconsciente, porque la lujuria se apoderaba de sus pensamientos; pero las fuertes pisadas fueron sonando cada vez con mayor intensidad y velocidad, porque el propietario de las botas iba acercándose cada vez más deprisa. La lujuria de Kione siguió conservando el control un segundo más de la cuenta antes de que sus instintos tomaran de nuevo las riendas. Su reacción, cuando llegó, fue demasiado tardía. Se volvió justo a tiempo para ver el puño de un espantapájaros que lo golpeó de lleno en la nariz. Cayó de espaldas contra Beth, la cual lanzó un chillido y se apartó a toda prisa, con lo que el vampiro se estrelló contra las planchas de madera. Mientras se acomodaba de nuevo el vestido, vio la figura de JD, que, con los ojos muy abiertos, se miraba fijamente el puño con cara de asombro por lo que se había visto a sí mismo hacer.
De los tres, Kione fue el más rápido en reaccionar. Se incorporó de un salto un segundo después de haber caído sobre las tablas. Beth tomó esto como una indicación para echar a correr embarcadero arriba en dirección al paseo. Pasó como una exhalación junto al vampiro y JD, que estaban demasiado ocupados en medirse el uno al otro para hacerle caso a ella. Los absurdos zapatos rojos que llevaba no estaban diseñados para correr por tablones de madera llenos de agujeros, y sabía que de un momento a otro podía tropezar.
Sólo había recorrido la mitad del embarcadero cuando se detuvo de pronto. ¿Y JD? ¿Venía tras ella? ¿O se había quedado para seguir luchando con el vampiro?
—¡Ay!
Halló la respuesta cuando oyó gritar a Kione. Fue un chillido de dolor, pero también de frustración y de rabia, a partes iguales. Se volvió y vio al vampiro de rodillas, pues acababa de recibir otro fuerte puñetazo en alguna parte sensible de su anatomía. Kione volvió a incorporarse, esta vez más despacio que la vez anterior, pero JD lo golpeó con el puño cerrado en toda la cabeza. Acto seguido comenzó a descargar una lluvia de puñetazos sobre aquel depravado, que ahora permanecía encogido.
Al cabo de un minuto Kione estaba tendido de espaldas, con una mano alzada y suplicando piedad entre gemidos.
—Por favor, lo siento mucho. ¡No pensaba hacerle daño! Sólo estábamos jugando. ¡De verdad!
JD retrocedió con gesto cansado y permitió que el vampiro, acobardado, se pusiera trabajosamente en pie.
—Ya te estás largando de aquí cagando leches, pedazo de mierda —le ordenó.
Kione agachó la cabeza como si fuera un escolar desobediente que estuviera recibiendo un rapapolvo por haberse portado mal en clase. JD lo miró con desprecio y se volvió para ver cómo estaba Beth.
—¿Te encuentras bien? —voceó.
—¡CUIDADO! —le contestó Beth con un chillido. Kione había fingido, con la esperanza de que JD bajase la guardia unos momentos. Y aquello era exactamente lo que había hecho el muchacho. El vampiro aprovechó la oportunidad para abalanzarse, con los colmillos a la vista, sobre la garganta de su enemigo. El joven disfrazado de espantapájaros estaba dotado de una espectacular capacidad de reacción, y Beth apenas había terminado de emitir el grito cuando se volvió en redondo y le propinó a su atacante un puñetazo en la cara que lo lanzó hacia un costado. Ambos forcejearon durante varios instantes, agarrados el uno al otro en un estrecho abrazo, los dos haciendo un esfuerzo por obtener una posición de ventaja. Beth observó con horror cómo luchaban. En un momento dado parecía que JD conseguía dominar a Kione, pero éste, sin saber cómo, se retorcía y conseguía ponerse por encima. Al final, cuando Kione ya hubo agotado todos sus movimientos astutos sin conseguir dar un solo mordisco a la carne de su adversario, JD lo arrojó contra la desvencijada barandilla de madera que bordeaba un lado del embarcadero y cerró con fuerza las manos en torno al cuello del vampiro, cada vez más debilitado, para bloquear el aire contenido en los pulmones.
Kione boqueó intentando respirar, mirando con ojos suplicantes al rostro burlón de su oponente.
—Por favor — graznó —. No...
Hablaba con voz débil y la cara se le iba oscureciendo poco a poco. JD leyó la desesperación en sus ojos y aflojó las manos lo justo para que pudiera aspirar una bocanada de aire.
—Por favor... no... me mates — dijo el vampiro con voz ahogada —. Ya he... muerto una vez... hace años. No me... hagas pasar otra vez... por ello. Por favor. Suéltame. Me marcharé. Lo prometo.
Con gesto serio y adusto, JD volvió a apretar con fuerza, viendo cómo se le escapaba la vida a su patético enemigo no muerto. Pero quitar una vida no es nada fácil, incluso una que técnicamente no existe. Para empezar, iba a tener que confesarse. Así que, en un momento de compasión que Kione no se merecía, JD le retiró las manos del cuello.
—Lárgate de aquí. Y no se te ocurra volver — soltó sin poder reprimir el asco que sentía.
El vampiro no necesitó más invitaciones. Al momento siguiente ya había dado un salto en el aire y se había perdido de vista en la oscuridad.
Beth corrió hacia JD, que estaba un poco jadeante tras la batalla librada con aquella criatura de la noche.
—¿Estás bien? — le preguntó. Se detuvo a un par de metros de donde se encontraba él, a fin de dejarle espacio para que se estirase y respirase un poco.
—Sí, estoy bien — contestó JD al tiempo que se llevaba una mano al cuello buscando marcas de dientes —. Aparte del hecho de que acabo de luchar con un vampiro, que según dice todo el mundo es un ser ficticio, todo está perfecto. ¿Y tú? ¿Te hizo algo antes de que llegara yo?
—No, pero pienso que si no fuera por ti ahora estaría muerta. ¿Cómo has sabido que tenías que volver?
—No lo he sabido. He vuelto porque se me había olvidado una cosa.
JD se acercó a Beth y extendió un brazo. Ella no experimentó ningún deseo de retroceder, tal como quizás hubiera hecho sólo una hora antes si un chico hubiese alargado la mano para tocarla. En vez de eso, permitió que JD le apartara el cabello de los hombros y le examinara el cuello por si había rastros de sangre o marcas de dientes.
—¿Qué se te ha olvidado? —quiso saber. JD le acariciaba el cuello buscando rasguños, pero la miraba directamente a los ojos.
—Esto —respondió. Entonces se inclinó y la besó en la boca. A Beth no la habían besado nunca, y aunque se sintió sorprendida y pillada un poco con la guardia baja, notó un calorcillo que le provocó un hormigueo en todos los nervios del cuerpo. Besó a JD a su vez, y compensó su falta de experiencia dejando que su instinto natural se hiciera cargo de la situación. Aquellos primeros besos fueron exactamente como ella los había soñado.
Después de un abrazo que duró sus buenos diez segundos y que consiguió que Beth se olvidara de la aterradora peripecia que había sufrido tan sólo momentos antes, JD se apartó de ella. Le sonrió con aquella expresión abierta y segura que Beth estaba empezando a adorar rápidamente.
—Venga, tienes que largarte de aquí—dijo JD.
La tomó de la mano y ambos emprendieron el regreso hacia el inicio del embarcadero. El aire era cada vez más frío y el cielo de la noche cada vez más oscuro, pues las nubes de tormenta que había en el otro extremo de la ciudad empezaban a aproximarse a ellos por el paseo marítimo. En el puerto, el oleaje iba incrementándose lentamente, por efecto de la inevitable tormenta que ya estaba empezando a soplar.
Beth y JD estaban tan abrazados el uno al otro que ninguno se fijó demasiado en que el tiempo estaba empeorando. Lo primero que les llamó la atención fue una figura solitaria que parecía estar esperándolos al final del embarcadero. Se trataba de una mujer de mediana edad, vestida toda de negro. Tenía el cabello blanco, y desde lejos daba la impresión de ser muy fea. Cuando se acercaron, dicha fealdad se acentuó todavía más.
—¿Otra vez ese maldito vampiro? —preguntó con una voz ronca, tan fea como su rostro.
—Sí, creo que sí —contestó JD.
—El muy hijo de puta —rugió la mujer—. Lleva meses merodeando por aquí, comiendo toda clase de basuras. Has hecho bien en ahuyentarlo de esa forma. — Luego centró la atención en Beth—. ¿Te encuentras bien, cielo?
Pese a la horrible cara que tenía, había en ella algo que, curiosamente, resultaba tranquilizador. «Qué raro —pensó Beth—. Es posible que esté un poco loca. Pero no es mala.»
La joven pareja se detuvo a un metro de la mujer, todavía dentro del embarcadero.
—Sí, ya me encuentro bien, gracias —respondió Beth con una amplia sonrisa al tiempo que miraba a JD y le apretaba la mano. Apenas podía disimular la alegría y el calor que sentía por dentro estando a su lado.
—Los dos deberíais poneros a cubierto —dijo la mujer señalando una caravana vieja y destartalada que estaba aparcada justo al borde del paseo marítimo—. Voy a prepararos una bebida caliente. Los cielos están a punto de abrirse, y se acerca una tormenta. No os conviene estar aquí fuera.
De repente se iluminó el cielo con un relámpago, y las últimas palabras que pronunció la mujer casi se perdieron en un inmediato retumbar que vino seguido del violento estampido del trueno y de un viento racheado surgido de ninguna parte. Aquello los sobresaltó a los tres, y cuando levantaron la vista hacia el cielo fueron premiados con otro intenso relámpago y otro trueno más. Un segundo después, de manera igualmente repentina, los nubarrones negros que tenían encima comenzaron a descargar lluvia en forma de un diluvio caótico, aparentemente inacabable.
—Mierda, tengo que irme —dijo JD mirando a Beth—. En serio, me va a caer una buena si no voy a recoger a mi hermano. En cuanto lo haya dejado en casa, vuelvo a buscarte. Estarás perfectamente si te quedas aquí, acompañada por... —Se volvió hacia aquella extraña mujer—. ¿Cómo se llama usted, señora?
—Annabel de Frugyn.
Entre el estruendo del chaparrón y el retumbar de los truenos resultaba difícil oírla con nitidez, de modo que se limitó a asentir con la cabeza. La mujer dio media vuelta y, luchando contra el viento y la lluvia, emprendió el regreso a su remolque, que se encontraba a unos buenos veinte metros de allí. Cojeaba terriblemente, lo que sugería que se había roto la cadera o que como mínimo tenía una pierna más larga que la otra.
JD la observó con curiosidad durante unos instantes, fascinado por aquella forma de andar tan ridícula. Cuando salió de su momentáneo trance, se inclinó y volvió a besar a Beth en los labios, y después le apartó el pelo mojado de los ojos mientras el viento empezaba a soplar alrededor.
—Mira, tú quédate con esa vieja chocha, que yo volveré antes de la una, tal como te prometí antes. ¿De acuerdo? Beth sonrió y lo besó a su vez.
—De acuerdo.
—Muy bien. Nos vemos dentro de poco, te lo prometo.
Una vez más, JD echó a correr hacia la noche, y la manta de lluvia lo hizo desaparecer en cuestión de segundos. Se dirigió a la iglesia sin saber que aquella jornada estaba a punto de dar un morboso giro a peor.
Beth fue en pos de Annabel y la alcanzó antes de que llegara a la caravana. La extraña mujer le dedicó una sonrisa desdentada y repugnante.
—¿Qué acaba de llamarme tu novio? —le preguntó a Beth.
Lo primero que le chocó a Beth fue que le diera alegría que Annabel se hubiera referido a JD como su novio. Lo segundo fue el caer en la cuenta de que JD la había llamado «vieja chocha». Estaba claro que la situación requería una dosis de diplomacia.
—Me parece que la ha llamado Dama Mística —dijo Beth protegiéndose de la lluvia mientras Annabel abría con una llave la puerta rosa de la caravana.
—Conque Dama Mística, ¿eh? —repitió la mujer—. Me gusta como suena.
Mientras Beth acompañaba a Annabel al interior del remolque, Kione el vampiro se encontraba a medio kilómetro de allí, volando bajo la lluvia torrencial y los vientos huracanados que habían originado la tormenta. Si tuviera orgullo, éste habría sufrido un serio menoscabo tras la humillante paliza que había recibido en el embarcadero a manos del adolescente. Pero Kione no tenía orgullo. Lo que sí tenía, en cambio, era la cartera que le había birlado a JD del bolsillo durante la pelea. Una cartera que contenía la dirección de su propietario. Mientras recorría volando los sórdidos callejones de Santa Mondega, Kione el vampiro iba planificando su venganza.

El Ojo de la LunaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora