Quince

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Regreso al futuro.

El capitán Robert Swann, de las Fuerzas Especiales de Estados Unidos, llevaba casi tres años internado en una prisión de máxima seguridad ubicada en el desierto, más allá del extrarradio de Santa Mondega. En todo aquel tiempo no había recibido ni una sola visita. Y lo mismo podía decirse de la mayoría de los otros reclusos. Se trataba de hombres que habían caído en el olvido, hombres cuyas vidas anteriores, en un gran número, habían sido suprimidas de todos los registros. De los cuatrocientos internos, tan sólo un puñado tendrían de nuevo la suerte de ver salir el sol siendo hombres libres. Todos aquellos presos sabían algo que no debían saber, o habían hecho algo tan horrible a alguien con quien no deberían haberse mezclado, que de hecho se encontraban en el corredor de la muerte, pero a falta de una ejecución misericordiosa que pusiera punto final a su condena.
El delito de Swann era especialmente desagradable. Era un violador en serie, y había cometido el error de perpetrar una de sus violaciones más crueles en la persona de la hija de un alto gerifalte del gobierno. Su víctima había quedado tan traumatizada por la brutalidad de la agresión, que poco después se quitó la vida. Resultó que aquello terminó beneficiando a Swann, porque con el suicidio de la joven no quedaron pruebas suficientes para proceder a un consejo de guerra formal. Y no sólo eso, además tuvo la suerte de que no lo ejecutaran en secreto por el crimen cometido. En efecto, ni siquiera lo expulsaron del servicio de manera deshonrosa; técnicamente, era todavía un oficial en servicio.
Swann tenía una cosa de su parte que lo mantenía vivo. Por eso tenía la suerte de estar cumpliendo condena en aquella prisión secreta del desierto. Era un veterano del ejército cubierto de condecoraciones, un hombre que poseía talentos tan increíblemente infrecuentes en el terreno de combate que su propio gobierno no encontraba motivos lógicos para borrarlo del mapa. Además, en cierta ocasión había salvado la vida del director de Comunicaciones de la Casa Blanca. Todo aquello fue suficiente para salvarle el cuello, pero así y todo se libró por los pelos. Swann era un soldado excepcional, valeroso y dispuesto a morir por su país; pero no era capaz de guardar su culebrita dentro de la jaula. Incluso ahora, a la edad de treinta y siete años, seguía siendo un monstruo sexual desbocado, y el hecho de llevar tanto tiempo confinado en la cárcel había vuelto su apetito insaciable.
En las primeras horas del 17 de octubre, Swann fue despertado en su celda por dos guardias armados. Fue lo bastante inteligente para no oponer resistencia cuando lo esposaron sin contemplaciones, y a pesar de que preguntó varias veces qué estaba pasando y a pesar de que ellos no le dieron ninguna respuesta, armó escaso alboroto, simplemente porque se sentía agradecido de que durante un rato lo sacaran del tedio habitual.
Lo escoltaron por los pasillos de la prisión y lo hicieron atravesar un número aparentemente interminable de puertas de seguridad, directo al despacho del alcaide. Lo hicieron entrar de un empujón y lo obligaron a sentarse en una silla colocada frente a la mesa. Sólo había estado en aquel despacho en otra ocasión, el primer día, cuando el alcaide Gunton le dejó bien claras las normas que regían en aquella prisión.
El despacho tenía el doble del tamaño de la mierda de celda en la que había vivido durante los últimos años. Tenía estanterías en las cuatro paredes, llenas de libros y de adornos y algún que otro cuadro para tapar los huecos. Entre las dos ventanas que se abrían en la pared colgaba un retrato de gran tamaño de Gunton, cabello gris y piel correosa, un detalle que precisamente subrayaba lo engreído que era. En dicho retrato llevaba puesto un elegante traje de color gris, cosa que no sorprendería a cualquiera que lo conociese. El alcaide tenía diez trajes, todos idénticos, todos grises, todos aburridos. Sin embargo, aquello describía a la perfección su forma de ser.
El único detalle curioso de aquella oscura mañana era que el alcaide no se hallaba sentado en la silla que había detrás de la mesa, como Swann habría esperado. En ella se sentaba otro individuo. No era un tipo pequeñajo y estilo comadreja como el alcaide, sino un hombretón grande y de hombros anchos que podría haber pasado por portero de discoteca. El mismo traje gris que el alcaide, rostro diferente. Aura diferente. Este hombre era de piel clara, tenía la cabeza totalmente afeitada y llevaba los ojos ocultos tras unas gafas de sol. «Está claro que las gafas son pura exhibición, porque es de noche —pensó Swann—. ¿O será que es ciego? Mmm. No es muy probable.»
Los dos guardias que habían escoltado a Swann se despidieron de aquel hombre con sendas inclinaciones de cabeza y se marcharon por la puerta por la que habían entrado. El hombre miró fijamente a Swann a través de sus gafas oscuras sin que su semblante delatara la más mínima expresión. El preso se dijo que a lo mejor aquel tipo estaba admirando el hecho de que él tuviera la cabeza totalmente cubierta de pelo, porque aunque la llevaba rasurada por los lados, en la coronilla lucía una gruesa mata de cabello castaño. ¿Sería que aquel tipo le tenía envidia? Seguramente no, aunque era posible. Transcurrieron casi treinta segundos sin que hablase ninguno de los dos. Fue Swann el que rompió el silencio.
—Vale, me rindo. ¿Qué? —dijo, mirando por la ventana para subrayar que no le daba ningún miedo la mirada intimidatoria del hombre que tenía enfrente. —¿Quiere librarse de esas esposas? —preguntó el otro.
—Claro. ¿Por qué no?
—Ponga las manos en la mesa.
Era una orden, y a Swann no le gustaba recibir órdenes de una persona a la que no conocía. Sin embargo, en aquel momento seguía siendo un interno, y era muy posible que aquel tipo resultara ser un alto mando del Servicio Secreto o de alguna organización parecida, de modo que siguió la corriente y puso las manos encima de la mesa. El gorila alargó una mano y le agarró de la muñeca. Tenía el pulso muy firme. Rápidamente le giró las palmas hacia abajo dentro de las esposas y, con un movimiento fluido durante el cual en realidad no dio la sensación de hacer gran cosa, abrió los grilletes por tres sitios y le liberó las muñecas.
Swann estaba impresionado. Aquello había sido de lo más limpio, de ello no cabía la menor duda. Así y todo, no permitió que su expresión delatara nada y se reclinó en la silla sin siquiera dar las gracias.
—¿Quiere salir de este lugar? —preguntó el hombre que estaba sentado en la silla del alcaide.
—Me llamo Robert Swann, ya que no me lo ha preguntado.
—Ya sé quién es usted, gracias.
—Y en cambio no se ha tomado la molestia de presentarse. Una descortesía, si quiere mi opinión. El otro sonrió.
—Puede llamarme señor E. —¿Como en Mistery Man? —No. Como en señor E.
—De acuerdo, no se... despeine.
El señor E esbozó una sonrisa. Swann percibía que aquel tipo admiraba su actitud. Y no le faltaba razón. Swann tenía exactamente el aire de tío arrogante, hijoputa y «a mí no me hables así» que estaba buscando el señor E.
—He dispuesto que le concedan el indulto total, señor Swann.
—Gracias. Supongo que en ese caso ya puedo marcharme —respondió Swann levantándose del asiento.
—No. No puede. Siéntese. Ir de listo le llevará hasta aquí, pero no se pase. No tiene gracia, y usted no tiene doce años, de modo que déjelo.
Swann volvió a sentarse. Misión cumplida. Ya había cabreado bastante a aquel tipo. Ahora tocaba escuchar, a ver cuál era el acuerdo que le ofrecían.
—Muy bien. Cuénteme —dijo, frotándose las manos de placer en previsión de lo que podía caerle.
—Necesito un individuo con los huevos bien puestos que trabaje para mí de incógnito. Un trabajo duro. Con peligro de muerte.
—¿De incógnito? ¿Dónde?
—En Santa Mondega.
—Que le jodan. —La reacción de Swann fue instintiva.
—Espere un momento. Este trabajo tiene una característica un poco distinta. El agente de incógnito se infiltrará en una banda de vampiros disfrazado como uno de ellos.
—¡Que le jodan otra vez, cabrón hijo de puta! ¿Tengo pinta de ser un gilipollas?
—Sí. Pero no me está escuchando. Este trabajo no es tan desagradable como parece. Déjeme acabar. —El señor E mantuvo una expresión calmada ante los insultos y la actitud en general negativa de Robert Swann—. Ha regresado a Santa Mondega un monje de Hubal trayendo consigo el Ojo de la Luna, y quiero que usted lo encuentre a él y al Ojo.
Swann seguía sin escuchar del todo. Aquella misión era para un idiota, y él no era un idiota.
—¿Y cómo coño voy yo a hacerme pasar por un jodido vampiro? —preguntó.
—No hará nada de eso. Para empezar, sólo quiero que encuentre a la persona que trabajará de incógnito como vampiro. Hemos fabricado un suero que permite que un mortal se mueva entre los no muertos sin que ninguno se dé cuenta de que no es uno de ellos. Necesito la habilidad que posee usted como interrogador y su experiencia en misiones de incógnito para que entrene a dicha persona, con el fin de que no acabe muerta en los cinco primeros minutos.
Swann exhaló un suspiro de alivio para sus adentros. De manera que por lo menos no esperaban que fuera él el nuevo agente de incógnito que iba a palmarla enseguida.
—¿Quiénes son ustedes? —preguntó en tono suspicaz.
—Eso no necesita saberlo.
—¿Pero es oficial? ¿Viene de las puñeteras altas esferas, o algo así?
—¿Cómo, si no, iba a estar yo aquí, hablando con usted? ¿Y de dónde cree que salen los indultos?
—Aja. Pero un trabajo como éste sólo lo aceptaría un total y absoluto imbécil descerebrado. Y perdone que se lo diga, pero no creo conocer a ninguno que esté dispuesto a aceptarlo.
—Exacto —replicó el señor E—. No lo conoce. Todavía. Pero existe.

El Ojo de la LunaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora