Dos

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31 de octubre. Dieciocho años antes.

El baile anual de disfraces del instituto Santa Mondega con ocasión de Halloween era, para sus alumnos, el momento culminante del calendario social de todo el año. Beth Lansbury, que tenía quince años, había esperado pacientemente desde el comienzo del trimestre a que llegara esta noche. Era su gran oportunidad — probablemente la única, pensaba— de llamar la atención de determinado chico del curso superior al suyo. No sabía cómo se llamaba, y le habría resultado demasiado violento preguntar a alguien, no fuera a ser que se dieran cuenta de que estaba loca por sus huesos y se burlaran de ella. Lo cual habrían hecho sin duda alguna.
Beth no tenía amigos en el instituto. Todavía era bastante nueva, y el hecho de ser guapísima no contribuía precisamente a mejorar la situación. Esta era una de las principales razones por las que todas las otras chicas parecían estar resentidas con ella. Es más: Ulrika Price le tenía manía y había dejado claro a todas las demás chicas que no había que dirigirle la palabra, a no ser que fuera para decirle algo despectivo.
Tal como era la moda en lugares así, el emplazamiento escogido para el baile era el gimnasio del instituto. Aquel mismo día Beth había ayudado a la señorita Hinds, su profesora de Lengua, a decorarlo. Al terminar no pareció quedar tan espectacular, pero ahora, por la noche, con las luces destellantes y la música, adquirió un ambiente totalmente nuevo. Beth advirtió encantada que, a pesar del parpadeo espasmódico de los focos de discoteca, en su mayor parte el recinto quedaba muy a oscuras, o sea, un refugio perfecto para forasteros y solitarios como ella.
Además, había otro motivo para la angustia que sentía Beth. Su madrastra, excesivamente controladora, había insistido en escogerle el disfraz y, como siempre, había elegido uno que no resultaba en absoluto apropiado. Mientras que todo el mundo iba convenientemente disfrazado para Halloween (de fantasma, zombi, bruja, vampiro, esqueleto, e incluso había un murciélago poco convincente y por lo menos cuatro Freddy Krueger), ella iba vestida de la Dorothy de El mago de Oz, hasta llevaba los mismísimos zapatos rojos. Se había convencido de que se lo pasaría bien a pesar de todo, pero seguía estando bastante enfadada por el hecho de que su madrastra le hubiera escogido un atuendo tan ridículo y tan inadecuado.
Decir que Olivia Jane Lansbury era sumamente dominante era como decir que Hitler a veces podía ser un poco revoltoso. Peor, parecía estar totalmente empeñada en impedir que su hijastra conociera jamás a un chico. Era posible que la causa de dicho empeño fuera el cierto grado de rencor que sentía por haber enviudado poco después de haberse casado con el padre de Beth. La verdadera madre de Beth había fallecido cuando ella nació, de modo que ésta, durante la mayor parte de su vida, había tenido como única progenitora a Olivia Jane. Hasta el momento, a Beth le había resultado bastante difícil el proceso de convertirse en adulta. «Y esta noche tampoco va a ser un lecho de rosas», reflexionó.
De modo que allí estaba, en la noche de Halloween, vestida como la Mema que el Tiempo Olvidó y sin un solo amigo en el mundo, una candidata perfecta para un torrente de comentarios malévolos por parte de Ulrika Price y de su círculo de brujas. Ulrika y sus tres seguidoras más fieles habían llegado al baile disfrazadas de felinos. Las tres seguidoras iban vestidas de panteras negras, mientras que Ulrika lucía un disfraz de tigre de Bengala, rematado por unas afiladas garras en las puntas de los dedos.
Los cuatro felinos habían localizado a Beth sentada en una silla de plástico al borde de la pista de baile, junto a otras cuantas marginadas, todas ansiando con desesperación que algún chico les pidiera que lo acompañasen a bailar. Que la persona objeto de su desprecio fuera vestida de Dorothy indicaba que una situación como aquélla no requería ningún comentario malévolo; Ulrika y sus amigas se limitaron a señalar a Beth y a reírse de forma escandalosa y ostentosa. Esto atrajo la suficiente atención hacia la pobre chica para que todos los que hasta aquel momento no se habían fijado en ella se sumaran a las risotadas y las pullas. Si Ulrika y sus amigas estaban riéndose de algo, todo el mundo quería ser visto haciendo honor a dicha broma. En el instituto de Santa Mondega la aceptación social era muy importante, y si Ulrika Price, la animadora rubia de bote, creía que alguien no reía con ella, a ese alguien más le valía hacer las maletas y volverse a su casa. La única migaja de consuelo que le quedaba a Beth era que su madrastra no la había obligado a teñirse el pelo de rojo para añadir más autenticidad al atuendo. Por lo menos había tenido la suerte de conservar su preciosa melena castaña.
Pero resultó ser un pobre consuelo, porque su humillación fue casi completa poco después de las once, cuando una de las panteras negras convenció al encargado de las luces de que enfocara a Beth con una de ellas. Cuando el fuerte brillo del foco iluminó su triste figura, el pinchadiscos (otro de los amigos de Ulrika) anunció que sí, que aquella Dorothy de allí, la iluminada por el foco, era la ganadora por unanimidad del premio al disfraz más patético. Dicho anuncio, horriblemente amplificado, provocó aún más risotadas entre un público que rápidamente iba transformándose en una turba de adolescentes que aullaban excitados por el alcohol y por las drogas.
Beth permaneció sentada, guardando un digno silencio, esperando con desesperación a que el foco se apartara de ella, luchando por contener el mar de lágrimas que notaba cómo crecía poco a poco. Pero el foco no se movió. Ulrika, no queriendo perderse la oportunidad de una foto, se acercó a ella con parsimonia y le acarició la cabeza.
—¿Sabes una cosa, cielo? —sonrió satisfecha—. Si hubiera un concurso para encontrar al mayor perdedor del mundo entero, tú serías la segunda.
Para Beth, aquello fue el final. Comenzaron a rodarle las lágrimas por la cara y le subió a la garganta un enorme sollozo reprimido. Lo único que le quedaba por hacer era levantarse y salir corriendo de la sala. Mientras huía, oyó a su espalda las risas de todos los presentes. Hasta los otros forasteros quisieron sumarse también, pues si los vieran serios cualquiera de ellos podría ser la siguiente víctima. Y nadie deseaba verse clasificado en la misma categoría de perdedor que la chica que había venido disfrazada de la Dorothy de El mago de Oz.
Cuando franqueó a la carrera las puertas dobles que había al fondo de la sala y salió al pasillo, Beth tuvo la sensación de haber tocado fondo verdaderamente. Había suplicado a su madrastra que no le escogiera una birria de disfraz, pero sus súplicas habían hallado oídos sordos, tal como esperaba. Aun así, la muy estúpida se carcajeó de gusto cuando ella le rogó que le permitiera cambiar el disfraz por otro. Todo, su humillación en público, su huida del salón hecha un mar de lágrimas, era culpa de su madrastra. En cambio, sabía que cuando llegara a casa y le contara la humillación sufrida, la muy malvada sonreiría con satisfacción y se regodearía diciendo que ya le había advertido ella que era un error esperar obtener la aceptación de los demás. Desde que falleció su padre, su madrastra se recreaba en decirle que no valía para nada. Y ahora ella misma lo sentía así. De hecho, estaba empezando a entender por qué la gente se quitaba la vida. En ocasiones, vivir se hacía demasiado difícil.
Mientras recorría con paso inseguro el pasillo que llevaba a la entrada principal del gimnasio, desesperada por verse libre de aquel sitio y lo bastante lejos para dejar de oír las risas procedentes del salón, oyó que alguien la llamaba a su espalda. Era la voz que llevaba toda la noche anhelando oír. La del chico del curso superior. Sólo le había oído hablar en una ocasión, cuando él le preguntó si se encontraba bien después de haber tropezado en el patio del instituto a causa de la zancadilla que le puso una de las compinches de Ulrika. La ayudó a levantarse, le preguntó si estaba bien, y al ver que ella no reaccionaba —porque estaba demasiado aturdida— simplemente sonrió y se marchó. Desde entonces, Beth lamentaba no haberle dado las gracias en aquel momento y se prometió buscar la manera de hablar con él y mostrarle lo agradecida que estaba por su ayuda. Y ahora era su voz la que había preguntado:
—Así que tu madre también, ¿eh?
Beth se volvió. Allí estaba, detrás de ella, a medio camino del pasillo. Curiosamente, iba disfrazado de espantapájaros, con un sombrero puntiagudo de color marrón en la cabeza, la cara pintada con maquillaje marrón para que pareciera barro y una zanahoria de cartulina de color anaranjado sujeta a la nariz con un cordel que llevaba atado en la nuca. La ropa consistía fundamentalmente en harapos marrones, aunque calzaba unas botas de lo más guay que le llegaban al tobillo.
—¿Qué...? —fue la mejor respuesta que logró musitar Beth al tiempo que procuraba limpiarse un poco las lágrimas para no dar tanto el espectáculo.
—Mi madre también es una obsesa de El mago de Oz —dijo él señalando su propio disfraz con la mano. Por fin Beth consiguió esbozar una sonrisa, algo que tan sólo un minuto antes parecía imposible. Se miró con gesto triste su pichi con delantal y su blusa blanca de manga corta—. Seguro que no has elegido tú el disfraz...
De repente, Beth volvió a quedarse petrificada. Aquél era el momento que había planeado. Llevaba toda la noche esperando que llegase, y entretanto se había visto dolorosamente humillada. Pero ahora la situación era diferente, no concordaba con el plan. No tenía previsto llorar y estar hecha un desastre en general, aunque en aquel momento no había gran cosa que ella pudiera hacer. «Ay, Dios —se dijo—. Va a pensar que soy una perdedora total.»
—¿Fumas? —le preguntó el chico acercándose y tendiéndole un paquete de tabaco. Beth negó con la cabeza.
—No me dejan.
El chico sacudió el paquete, se lo acercó a la boca, extrajo un cigarrillo con los dientes y lo dejó colgando a un lado de los labios. Acto seguido, sin dejar de aproximarse a Beth, se apartó la nariz de zanahoria de la cara, la pasó por delante del cigarrillo y la dejó colgando del cuello por el cordel.
—Oh, venga —le dijo sonriente—. Vive un poco, ¿no?
Beth deseaba profundamente que él no pensara que era una estrecha total, y para ser sinceros, la única razón por la que no fumaba era que su madrastra no se lo permitía. Bueno, pues en aquel momento su madrastra podía irse a tomar por saco.
—Vale —dijo, sacando un cigarrillo del paquete—. ¿Tienes fuego?
—No —contestó el chico con cara seria—. No puedo acercarme lo más mínimo a una llama, al menor soplo de aire desaparecería.
—¿Cómo?
—Por la paja, ¿entiendes? —El chico sonrió al ver su gesto de confusión—. Por el disfraz de espantapájaros.
Beth abrió la boca y después procuró recuperar la compostura.
—Ah, sí... sí, claro. —Río con nerviosismo. «¡Serás idiota!», pensó para sus adentros. «Hace un chiste y tú no lo pillas. Concéntrate, por Dios, no permitas que piense que eres tonta.»
Hubo una pausa incómoda mientras Beth se colocaba el cigarrillo en los labios sin saber qué se suponía que debía hacer sin tener un encendedor.
—Entonces, ¿cómo lo prendo? —inquirió.
El chico sonrió otra vez y a continuación sorbió profundamente del cigarrillo sin encender que le colgaba de la comisura de la boca. Este se prendió igual que un petardo, y el chico le dio una calada.
—¡Hala, eso sí que mola! —exclamó Beth, que por fin había recuperado la voz para hablar sin tener que pensar demasiado—. ¿Cómo lo has hecho?
—Es un secreto. Se lo enseño sólo a mis amigos.
—Ah.
Hubo otra pausa embarazosa mientras Beth sopesaba si debía pedirle que se lo enseñara a ella. La cosa era que si el chico le contestaba que no, querría decir que no eran amigos.
Pero al final, después de lo que se antojó una pausa larguísima e incomodísima, el chico dio otra calada al cigarrillo y se lo quitó de la boca con la mano izquierda.
—Esa Ulrika Price es una auténtica idiota, ¿eh? —dijo expulsando un poco de humo por las fosas nasales. Beth no pudo evitar asentir frenéticamente.
—La odio —respondió sacándose el cigarrillo de la boca. Los dos se sonrieron durante unos instantes, y después el chico volvió a hablar:
—Bueno, ¿quieres que te enseñe cómo se enciende ese cigarrillo o qué?
Todavía agitando la cabeza como una lunática, Beth dejó que se extendiera una sonrisa radiante por todo su rostro. Así logró camuflar las lágrimas que le habían rodado por las mejillas tan sólo un minuto antes; fue lo que tuvo de bueno.
—Sí, por favor —ronroneó.
—Pues entonces ven, vamos a largarnos de aquí antes de que hagamos saltar la alarma contra incendios.
Al momento siguiente Beth experimentó la sensación más importante de toda su vida. Aquel chico, aquella persona cuya atención había buscado tan desesperadamente, alargó una mano y le rodeó los hombros con el brazo. Ella, nerviosa, le deslizó un brazo por la cintura y le dio un ligerísimo apretón. Se hizo obvio que él recibió bien dicho gesto, porque la estrechó un poco más contra sí. Acto seguido echó a andar pasillo adelante en dirección a la entrada del instituto, tirando de Beth. Dorothy y el espantapájaros caminando juntos, aquello bien podía dar pie a una canción, se dijo Beth.
—Vamos a ver al mago... —empezó a cantar.
—No cantes —replicó su nuevo novio con un gesto negativo de cabeza.
—¿De verdad? —preguntó Beth sonrojándose. Temió haber metido totalmente la pata al interpretar la situación.
—¡No me extraña que no tengas amigos! —bromeó el chico.
Beth lo miró, y se sintió aliviada al ver su amplia sonrisa. Luego la apretó un poco más contra él. «Uf, menos mal que lo ha dicho en broma.»
Cuando salían por la entrada principal del instituto, se cruzaron con un joven disfrazado de roedor gigante que entraba en aquel momento. Su disfraz consistía en un mono de color castaño rojizo confeccionado con pelaje sintético y provisto de una larga cola en la parte de atrás. Una parte de la cara resultaba visible por debajo de la pieza que cubría la cabeza, pero estaba pintada de un color similar al del mono y tenía unos bigotes dibujados en las mejillas. Beth no lo conocía de nada, en cambio su reciente amigo descubrió un rostro conocido bajo aquel maquillaje.
—Llegas un poco tarde —comentó el espantapájaros cuando pasó por su lado aquella bola de pelo.
—Ya, es que me dejé las pastillas en casa y he tenido que volver a por ellas — murmuró el roedor—. A propósito, ¿alguno de los dos ha visto por alguna parte a una tía, Ulrika Price?
—Está en el salón principal —contestó Beth indicando el pasillo con la cabeza.
—Genial, gracias —dijo el roedor—. Voy a invitarla a una copa. —Y seguidamente, rascándose en una zona del disfraz que implicaba que se estaba dando placer a sí mismo, echó a andar en dirección al salón.
—¿Quién era ese tipo tan raro? —preguntó Beth. Su atractivo amigo el espantapájaros conocía bien al otro chico.
—Ése es Marcus la Comadreja —respondió—. Un pervertido total. A saber qué tiene planeado para tu amiga Ulrika.
Sin saberlo los dos adolescentes, el desagradable momento que Marcus la Comadreja estaba a punto de hacer pasar a Ulrika Price no era nada comparado con el horror y el sufrimiento que ellos estaban a punto de experimentar en aquella fatídica noche.

El Ojo de la LunaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora