En la cocina manchada de plastones de sangre y de vómito, JD se agachó para asistir a su madre, que yacía en el suelo rota y desmadejada. La copiosa cantidad de sangre que la cubría resultaba terriblemente inquietante, pero decidió no pensar en ello. Se agachó en cuclillas a su lado y la incorporó a medias, con la espalda apoyada en uno de los armarios de abajo. Después, con suavidad, le retiró de los ojos varios mechones de pelo manchados de sangre que se le habían secado y adherido a la cara. María volvió los ojos para mirarlo, y en ellos vio JD la conmoción y el sufrimiento que la abrumaban. Sabía que su estado era grave —la sangre y el tremendo agujero del cuello lo dejaban bien patente—, pero la confirmación la encontró en las pupilas dilatadas y en las inspiraciones cortas y jadeantes que hacía. Normalmente, su madre nunca dejaba ver su sufrimiento, ya fuera físico o emocional, pero éste era un sufrimiento que no podía ocultar. Estaba agonizando y era consciente de ello, y JD iba comprendiéndolo poco a poco, e intentaba aceptarlo. Le resultó casi imposible encontrar algo que decir que fuera significativo o que por lo menos sirviera de consuelo. No quedaba tiempo para pensar en algo apropiado que decir; era una ocasión para que su aturdido cerebro desconectara y permitiera que tomase los mandos el piloto automático.
—No te mueras, mamá. No te mueras, por favor. ¿Qué voy a hacer yo? ¿Qué va a hacer Casper?
A JD se le quebró la voz. Era la última vez que iba a hablar con su madre, la única persona fija que había habido en su vida. Y, sin embargo, sabía que tenía que procurar no pensar en sí mismo. Ella estaba muriéndose y necesitaba consuelo en aquellos últimos momentos.
Su madre levantó la vista hacia él, todavía luchando por respirar. Se hacía obvio que apenas lograba verlo ni reconocerlo; era su voz lo que le estaba proporcionando consuelo en su hora final.
—Hijo —jadeó—. Mátame.
—Estás en estado de shock —musitó JD, acariciándole el cabello—. Voy a llamar a una ambulancia.
—Es demasiado tarde. Mátame. —Mamá, no pienso...
—¡MÁTAME! —De pronto su voz adquirió un tono diferente. Aquello no era un ruego, sino una orden. Y la voz era la de un vampiro. Uno de los no muertos. Porque aquello era en lo que se estaba transformando. Se le encogieron las pupilas y arremetió contra su trémulo hijo dejando ver un par nuevo de colmillos de un blanco reluciente que le asomaban entre los labios.
JD, sorprendido, retrocedió de un salto y cayó de espaldas.
—¿Pero qué...?
—¡MÁTAME! —rugió su madre de nuevo. En aquel momento su cuerpo y su alma pertenecían a los no muertos, pero su corazón seguía estando con su hijo, al menos durante un breve espacio de tiempo.
—No puedo matarte. No seas tonta.
—Si... no me... matas... ahora —boqueó—, me transformaré en... uno de ellos. — Señaló la figura inconsciente de Kione, que yacía derrumbado en el otro extremo de la cocina. Su voz cobró más fuerza—. En una criatura del mal. Y te mataré... a ti y a tu hermano. No me obligues a eso. Ya noto cómo me invade la sed de sangre. Por favor, mátame. Rápido, antes de que sea demasiado tarde.
JD se puso de pie y negó con la cabeza.
—No puedo. Es una locura. No puedo matarte. Pero si eres mi madre, por amor de D...
De repente, con una velocidad vertiginosa, María se levantó del suelo y saltó sobre él, buscando con sus colmillos la blanda carne de su cuello. Pero, gracias a su rápida capacidad de reacción, JD consiguió eludir el ataque sin siquiera darse cuenta de lo que estaba haciendo. Acto seguido, haciendo uso de toda su fuerza, la arrojó contra los armarios superiores que pendían sobre el fregadero, a su espalda. Su madre se golpeó la cabeza con una de las puertas y se desmoronó en el suelo a los pies de él.
—Oh, Dios, mamá, lo siento mucho. No era mi intención. —Se agachó y le levantó la cabeza del suelo—. ¿Estás...? Joder. No. ¡NO!
La idea de que su madre ya estaba muerta fue como recibir el golpe de un martillo en la espalda. Tenía el rostro casi irreconocible, la piel blanca y pegajosa, las venas azuladas y cercanas a la superficie, los ojos ennegrecidos, los dientes puntiagudos y afilados como cuchillos. De pronto JD sintió que lo recorría un escalofrío y le soltó la cabeza. Una vez más lo invadió una sensación de náusea, y se tapó la boca para no vomitar de nuevo... aunque la verdad era que ya no le quedaba nada que expulsar en el estómago.
Tras pasar unos instantes más contemplando el cadáver de la que antes había sido su madre, permitió que el piloto automático volviera a hacerse cargo de la situación. «Cierra la mente —se ordenó a sí mismo—. No pienses en lo que estás a punto de hacer, hazlo sin más. Es necesario, bien lo sabes.»
Moviéndose como si estuviera en trance, salió de la cocina y se encaminó hacia la escalera para subir al dormitorio de su madre. Ella tenía una pistola guardada en un cajón de la mesilla de noche, por si acaso a alguno de sus clientes le daba por saltarse los límites de la decencia que ella imponía en todas las visitas, aunque había que reconocer que dichos límites eran más bien liberales. Hubo veces en las que alguno de sus clientes menos habituales se puso demasiado violento durante la sesión o exigió que se le devolviera el dinero porque no había quedado satisfecho (cosa que invariablemente era culpa de ellos). María sacó la pistola en unas cuantas ocasiones, pero nunca la disparó.
Nada más entrar en la habitación, JD fue engullido por un hedor espantoso, y de nuevo sintió náuseas al ver las mantas ensangrentadas de la cama que ocupaba el centro de la estancia. Pasaron por su mente imágenes de su madre sufriendo en aquella habitación, en manos de Kione, y al instante desvió la vista de la cama y se dirigió hacia la mesilla de noche que había junto a la cama. Abrió el primer cajón, apartó unas cuantas prendas de ropa interior y descubrió el revólver plateado que había pertenecido a su madre. Como nunca había tenido necesidad de dispararlo, todavía estaba nuevo y reluciente. Respiró hondo, lo tomó, lo miró bien, abrió el cilindro para ver si tenía balas dentro. Había seis, todas intactas. «Ésta es la pistola que voy a utilizar para matar a mi madre.»
Era una idea repugnante. Le provocó arcadas, pero una vez más no consiguió vomitar nada. Tenía el estómago vacío y las tripas encogidas. «No puedo hacer esto.» Entonces, por primera vez, reparó en un objeto que había encima de la mesilla.
Una botella de bourbon.
Volvió a cerrar el cilindro del revólver y depositó éste sobre la cama, al lado de un charco de sangre casi seca, y a continuación tomó la botella. Estaba llena, sin abrir. Contempló fijamente el líquido que contenía: uniforme, traslúcido, de un color castaño dorado. ¿De verdad le serviría aquella bebida para quitar hierro a lo que estaba a punto de hacer? Al fin y al cabo, no era más que bourbon. Una bebida alcohólica que pegaba uno poco fuerte. ¿Le proporcionaría respuestas? ¿O fuerza? Sólo había un modo de averiguarlo.
El tapón estaba enroscado muy fuerte, y le temblaban tanto las manos que tuvo que emplearse a fondo para abrirlo. Por fin, después de recurrir al último resquicio de energía que quedaba en un cuerpo que parecía vacío del todo, logró que el tapón se aflojara y cayera al suelo.
—Que Dios me perdone por lo que voy a hacer —susurró con voz audible, sosteniendo la botella en alto como si estuviese hablándole al Señor. Seguidamente se acercó la boquilla a los labios y bebió el primero sorbo.
Le supo a rayos.
Así que bebió otro trago más. Aún tenía el estómago revuelto, y se le hacía difícil impedir que la bilis le subiera de nuevo a la garganta. «Sólo hay una manera de retenerla ahí dentro —se dijo—. Echarle más líquido encima.» Así que bebió un poco más. Cada trago le iba sabiendo menos malo que el anterior, pero por muchos tragos que tomara, seguía sin decidirse a coger la pistola y regresar al piso de abajo.
Así que continuó bebiendo.
Pronto la sensación de náusea fue difuminándose, y la adrenalina empezó a apoderarse de su cuerpo. Gradualmente, el alcohol le calmó los nervios. Notó cómo iba llenando aquel vacío que sentía dentro. En su estómago comenzó a tomar cuerpo una sensación nueva, una furia rabiosa, a medida que fue calando la idea de lo que había sucedido y se fue haciendo más clara la realidad de lo que había que hacer. La situación ya no la controlaba el piloto automático, ni tampoco JD; el poder lo tenía otra cosa: la sed de sangre. No era la misma sed que experimenta un vampiro, en este caso no se trataba de un deseo imperioso de matar para comer ni por deporte. En este caso se trataba del deseo imperioso de matar para sentirse vivo.
Casi sin darse cuenta, de pronto vio que en la botella sólo quedaba un trago de bourbon. Lo miró largamente, luego hizo una inspiración profunda y se lo echó al gaznate. La sed de sangre se apoderó de él por completo. Arqueó los hombros hacia atrás y curvó la boca en una sonrisa burlona. Hinchó el pecho y volvió la vista hacia la pistola que había dejado encima de la cama. El hecho de mirarla le trajo a la mente otra visión instantánea de la maldad que se había desplegado en aquella habitación, y dicha imagen ralentizó un poco el torrente de adrenalina. De pronto el dormitorio se volvió borroso y el revólver que descansaba sobre la cama perdió nitidez. «Va a ser mejor que termine con esto de una vez, antes de que sea demasiado tarde», se dijo.
Haciendo uso de todas sus fuerzas, arrojó la botella de bourbon contra la pared, donde se hizo añicos con un fuerte estrépito y lanzando trozos de vidrio en todas direcciones.
Produjo un ruido lo bastante fuerte como para despertar a los muertos, y en este caso los despertó. JD oyó que se removía uno de los dos vampiros que estaban abajo, en la cocina. Respiró hondo por última vez, cogió el revólver y salió del dormitorio para dirigirse a las escaleras.
Cuando llegó abajo, vio el cuerpo aún desmayado de Kione, derrumbado en un rincón de la cocina. Estaba apoyado contra los armarios situados cerca del fregadero y miraba a JD con gesto inexpresivo desde los dos agujeros negros en los que antes había tenido los ojos, pero seguía inconsciente. La muerte todavía no había ido a buscarlo, porque se apreciaban las pequeñas nubes de vapor que continuaban saliendo de sus labios al ritmo del aire que expelían sus destrozados pulmones.
En el otro extremo de la cocina, fuera del ángulo visual de JD, se encontraba el vampiro que anteriormente había sido su madre. Se había incorporado y andaba buscando carne de la que alimentarse. JD apenas reconoció a la mujer que pasó despacio por encima de Kione y apareció en su campo visual. Aún tenía el rostro manchado de sangre, y las venas azuladas del mismo comenzaban a sobresalir. María necesitaba probar sangre humana por primera vez. Viendo en su hijo únicamente una víctima potencial, esbozó una ancha sonrisa sedienta de sangre y arremetió contra él con la mirada enloquecida por el ansia de morderlo.
JD, inmóvil al pie de las escaleras, en aquel momento se esforzaba por conservar el control en su estado de ebriedad, incluso con la furia rabiosa que lo quemaba por dentro. Alzó muy despacio la pistola que empuñaba en la mano derecha y apuntó con ella al vampiro que venía corriendo hacia él. La mano le había empezado a temblar de forma casi incontrolable, y las piernas que lo habían llevado hasta allí se estaban volviendo como de gelatina. Hasta tomar puntería le costaba trabajo, pero cuando llegó la oportunidad definitiva de hacer fuego, la aprovechó. En el mismísimo segundo en que el monstruo estaba a punto de alcanzarlo, cerró los ojos y apretó el gatillo.
¡BANG!
El estruendo reverberó por toda la casa. Fue mucho más fuerte de lo que él habría podido imaginar, y vino seguido de un eco que dio la impresión de no ir a acabarse nunca. Varios segundos después, cuando el ruido pareció atenuarse un poco hasta convertirse en un mero silbido en los oídos, abrió de nuevo los ojos. El cuerpo de su madre yacía de espaldas en el umbral de la cocina, despidiendo una columna de humo que surgía del tremendo agujero del pecho por el que había penetrado la bala. El corazón estaba partido en dos. El humo iba abandonando su cuerpo y deshaciéndose en la nada, llevándose el alma consigo.
A JD ya no le temblaba la mano, ahora asía el revólver con firmeza, y por primera vez experimentó una sensación de humedad en la cara. Era la sangre de su madre, que le había salpicado encima en el momento en que la bala perforó la carne. María yacía muerta a sus pies. Se habían llevado su alma, y la de él se había perdido mientras tanto. Había una ventana en la cocina que se había abierto de golpe sin que se supiera cómo y por la que habían huido ambos espíritus para desaparecer en la noche.
Dio dos pasos hacia el cadáver de su madre y lo contempló por espacio de unos instantes. Los ojos ennegrecidos resultaban irreconocibles en medio de aquel rostro ensangrentado. Aquel ser ya no era su madre, y él ya no era JD, el joven inocente y amante de la diversión que muy poco antes se había enamorado de Beth. Apuntó a aquel cuerpo sin vida con el revólver plateado y, con mano firme como una roca, disparó las balas que quedaban a la cara y al pecho. Acertó en el blanco con gran precisión, para tratarse de un joven que había bebido tanto.
Una vez que quedó vacía la recámara de la pistola, se la guardó en la parte de atrás del pantalón y se cubrió la cabeza con la capucha del gabán. Gracias a Kione, había aprendido una lección muy valiosa. Cuando se tiene la oportunidad de matar a alguien, no hay que dejarla pasar, porque podría darse la vuelta y morderte. Primero mata, ya te preocuparás más tarde.
Mientras contemplaba cómo el destrozado cadáver de su madre se convertía en cenizas en el suelo, se le empezó a acumular la rabia. Si los hombres que había habido en la vida de su madre no la hubieran abandonado, era muy posible que no hubiera sucedido esto. Ahora iba a tener que dirigirse a la casa de uno de dichos hombres y explicar a su hermano pequeño que ya no iba a ver a su madre nunca más. No era justo. Las cosas malas le ocurrían a la gente buena, y eso no era justo. Casper y él no se merecían aquello.
El dolor que sentía JD en el corazón era insoportable. Lo único que lo había amortiguado un poco hasta aquel momento fue la descarga de adrenalina que le produjo el hecho de infligir sufrimiento a otros seres humanos.
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El Ojo de la Luna
Mystery / ThrillerQuiero compartir este maravilloso libro, que es la secuela de "El libro sin nombre". Después de este libro, le siguen "El Cementerio del Diablo" y "El libro de la Muerte". Ya los he leído todos y quiero compartirles este, ya que nadie más lo ha pub...