Treinta y siete

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Tras la visita a la comisaría de policía, Sánchez se fue al extrarradio de la ciudad, a pasar la tarde en un centro comercial. Después de pasar varías horas de agotamiento recorriendo tiendas de ropa y chocando contra otros compradores que insistían en pararse en seco sin razón aparente, por fin consiguió tomar un taxi para regresar a Santa Mondega cuando ya anochecía.
La salida de compras había sido un éxito, más o menos. Había adquirido ropa nueva para Jessica que no estaba nada mal, pues aquella mañana había descubierto que la joven había despertado del coma. Él se despertó al oírla toser muy temprano, y se alegró mucho al encontrarla consciente. Todavía estaba muy débil para abandonar la cama y no hablaba gran cosa, pero con sus fenomenales poderes para curarse sólo era cuestión de tiempo que se levantara y regresara a la vida normal.
Le había comprado toda una selección de prendas de vestir, desde minifaldas y zapatos de tacón de aguja hasta varios chándales y camisas hawaianas. Incluso se había tomado la molestia de pedir que le imprimieran una camiseta especialmente para ella, con el texto siguiente: «ME PEGÓ UN TIRO KID BOURBON Y LO ÚNICO QUE ME DEJÓ FUE ESTA BIRRIA DE COMA.» Luego, como odiaba tanto ir de compras, aprovechó para comprarse ropa para él, con el fin de hacerlo todo junto y ahorrarse el tener que hacer otra excursión al extrarradio aquel año. En su caso se atuvo a lo básico: tres pantalones negros holgados y una selección de camisas de manga corta de diferentes colores. También se compró un tinte para el pelo de color castaño oscuro, especial para hombres; estaba empezando a tener alguna cana que otra (además de una incipiente calvicie en la coronilla). Le pareció una idea excelente devolver su antiguo esplendor a aquella cabellera negra y tupida, sobre todo ahora que Jessica había regresado al mundo de los vivos.
El taxi lo dejó al borde de la ciudad. El taxista, un francés fastidioso que hablaba con un duro acento, se negó a llevarlo al centro porque le daba demasiado miedo. Afirmó que tenía mucha prisa, pero Sánchez sabía que era una mentira descarada. Los taxistas del extrarradio conocían todos los rumores que hablaban de los no muertos que vivían en el centro, y simplemente no tenían cojones para rebasar la línea que marcaba el límite de la ciudad.
Las dos bolsas llenas de ropa con que cargaba le estaban haciendo sudar de lo lindo, a él, que sufría un ligero sobrepeso, y a los quince minutos de caminata sintió la necesidad de recuperar el resuello. La camiseta blanca que decía «¡QUE TE JODAN!», y que ahora lucía grandes manchas de sudor en la espalda, la pechera y bajo las axilas, se le estaba empezando a pegar al cuerpo. Y el recio pantalón negro le estaba empapando de sudor el culo, hasta el punto de que las nalgas le estaban empezando a hacer ruiditos acuosos a cada paso que daba. Continuó avanzando con esfuerzo por las calles de Santa Mondega bajo el fuerte resplandor del sol poniente, y notó que le iba entrando una sed sofocante.
La suerte quiso que el arduo viaje de regreso a casa de Sánchez lo hiciera pasar por delante del Fawcett Inn. No era un local agradable, y además se había hecho famoso por ser un antro de hombres lobo, pero como vio que no había luna llena, se dijo que no le podía pasar nada por detenerse allí un momento a tomar un refrescante vaso de whisky ilegal.
Apenas había tomado la decisión de entrar en el local cuando sucedió una cosa que le hizo pensárselo mejor. Cuando ya estaba cerca, le llegó el estrépito de una tremenda conmoción, y acto seguido comenzó a salir por la puerta una multitud de gente entre empujones y codazos, lo que fuera con tal de alejarse de aquel sitio. «¿Será una amenaza de bomba?», pensó Sánchez.
«Qué va.
»¿Un incendio, quizá?
»No. No se ve humo.
»Entonces, ¿qué diablos puede ser?»
De pronto se le ocurrió otra posibilidad. «Ay, no es posible.
»¿Es posible?»
Uno de los últimos clientes a la fuga, un gordo mexicano que se llamaba Poncho, vino corriendo hacia Sánchez con los ojos desorbitados. Daba la impresión de haber salido huyendo precisamente cuando se encontraba en el aseo de caballeros, porque se sujetaba el arrugado pantalón con una mano mientras con la otra intentaba abrocharse el cinto. Llevaba colgando los faldones de la camisa blanca y medio desabotonada que vestía, y de la parte posterior del pantalón le asomaba un trozo de papel higiénico que iba arrastrando por el suelo. De pronto exclamó lo que más temía oír Sánchez:
—¡Ha vuelto! ¡ha vuelto el cabrón de kid bourbon!
Poncho chocó pesadamente contra el hombro de Sánchez y siguió corriendo calle adelante. Aquel leve impacto le recordó a Sánchez lo cansado que estaba. Dejo de andar y depositó en el suelo las bolsas. Las piernas se le habían vuelto de gelatina de puro agotamiento (y porque no estaba en forma). Ahora se habían convertido en espagueti, así que era un milagro que todavía lograra sostenerse en pie. Miró hacia la entrada principal del Fawcett Inn por si veía salir a alguien más. O, ya puestos, por si veía salir alguna bala perdida. Hasta el momento no había oído ningún disparo, cosa que no era normal habiendo regresado Kid.
Sánchez había sobrevivido a dos anteriores encuentros con el asesino más prolífico de Santa Mondega. Y ahora, por alguna razón inexplicable que probablemente un día lo llevaría a entregar un cheque en blanco a un psiquiatra, le pudo la curiosidad. Quiso ver una vez más aquel rostro que con tanta frecuencia se ocultaba bajo una capucha. Dio unos pasos en dirección a la entrada. La enorme puerta de madera estaba abierta hacia el interior del local y se movía un poco por efecto del viento. Atisbando por el hueco vio que dentro estaba demasiado oscuro para distinguir gran cosa, pero así y todo le pareció seguro penetrar un poco más, dado que todavía no había oído disparos ni gritos. Por lo menos desde donde estaba él. De modo que dio otro paso. Y luego otro más.
Entonces oyó algo a su espalda.
Se volvió bruscamente y vio que se trataba de Poncho. El mexicano regordete, que además era un infame ladrón de por allí, había vuelto y había cogido las bolsas que él había dejado en el suelo. Con ellas en las manos, se detuvo un instante, se encogió de hombros mirando a Sánchez como pidiéndole perdón y acto seguido echó a correr llevándose todas las compras que había hecho éste.
«Cabrón.»
Sánchez le dio la espalda a aquel ladrón de mierda. Sin embargo, tuvo que reconocer que al tal Poncho no le faltaba iniciativa; tenía a su alcance la oportunidad de hacerse con unas cuantas prendas de ropa gratis y la aprovechó. Además, Sánchez tenía asuntos más acuciantes de que ocuparse. Con todas las precauciones posibles, dio unos cuantos pasitos más hacia la entrada del Fawcett Inn hasta que estuvo a algo más de tres metros. Y por fin sucedió una cosa.
Un movimiento súbito hizo que le diera un vuelco el corazón y que se le hiciera un nudo en el estómago, como si le hubieran metido una pina por el culo. La puerta del bar se abrió un poco más y apareció un individuo arrastrándose frenéticamente por el suelo a cuatro patas. Era Igor Colmillo. Intentaba salir del local gateando por el polvoriento embaldosado como si hubiera perdido el uso de las piernas y contara únicamente con la parte superior del cuerpo para desplazarse. Levantó la vista hacia Sánchez mostrando una cara hinchada y llena de hematomas y un cuello que sangraba a causa de un profundo corte. Durante un instante dio la impresión de querer pedir socorro, pero dicho instante pasó enseguida porque un segundo después alguien arrastró su cuerpo de nuevo al interior del local. Tenía las uñas casi arrancadas de cuajo, de tanto clavarlas en la grava del suelo, en el fallido intento de aferrarse lo más posible al mundo civilizado.
Y de pronto, durante una fracción de segundo, en el campo de visión de Sánchez apareció una figura encapuchada.

Y entonces se cerró la puerta de golpe.
Fue la señal que necesitó Sánchez para poner pies en polvorosa. Sin dudarlo un momento más, salió disparado calle abajo todo lo rápido que le dieron de sí las piernas. El siguiente bar que había en la dirección en que echó a correr se encontraba a casi dos kilómetros. Era el Tapioca, y necesitaba llegar y refugiarse en él antes de que llegara Kid.
Y también advertir a Jessica.

El Ojo de la LunaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora