Sesenta y siete

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Aquella noche el cielo estaba encapotado y continuaba lloviendo en forma de una llovizna intermitente, pero el mar estaba tranquilo, y las olas lamían el paseo produciendo un susurro balsámico. La carnicería de otra noche más de Halloween bañada en sangre y muerte ya había finalizado. Beth paseaba por la acera desierta contemplando el cielo. Aquella larga caminata de regreso a casa, todos los años iba asociada a un profundo sentimiento de decepción, y para empeorar las cosas estaban empezando a dolerle los pies. Se le habían mojado los zapatos con la tormenta, y ahora sus pies estaban acusando el continuo roce contra el cuero húmedo.
Miró al firmamento para ver si se veían estrellas. Las nubes empezaban a abrirse y la luna azulada empezaba a brillar una vez más. Aquel tenue resplandor tocó su rostro como si ella fuera la única parte de la tierra que sintiera los rayos de la luna.
«¿Dónde estás, JD? ¿Qué pudo sucederte aquella noche, hace tanto tiempo ya? — Eran preguntas que se había formulado a sí misma un millón de veces a lo largo de los años—. Daría cualquier cosa por verte otra vez, aunque sólo fuera durante cinco minutos. Sólo para saber qué te sucedió. Estés donde estés, espero que tu alma se encuentre en paz.»
Cuando las nubes se retiraron por fin y la luna comenzó a brillar con fuerza, oyó un ruido a su espalda. Fue el roce de un zapato contra el suelo. Y casi inmediatamente le siguió una voz.
—Así que tu madre también, ¿eh?
A Beth le dio un vuelco el corazón. Se volvió y descubrió una figura oscura, de pie en el paseo, iluminada por la luna, a escasos metros de ella. Llevaba una chaqueta de cuero negro, una camiseta negra y unos vaqueros azules gastados. Su rostro tenía la expresión de un alma buena y apasionada, y lucía una sonrisa capaz de derretir el corazón de una chica.
Beth, casi sin atreverse a respirar, se acercó y miró a aquel hombre a los ojos, y en ellos vio el rostro del muchacho que conoció años atrás.
—¿Jack? —dijo impulsivamente—. ¿Jack Daniels? —Perdona que me haya retrasado.
—¿Dónde has estado?
—Me perdí por el camino. —Sus ojos buscaron los de ella, y por primera vez en mucho tiempo se permitió esbozar una sonrisa de verdad—. Y además he estado esperando a que averiguaras cómo me llamo. Bueno, ¿estás preparada para concederme esa cita o qué?
Beth estaba respondiéndole con una ancha sonrisa, cuando de pronto se acordó de la terrible cicatriz que le cruzaba la cara, causada por su madrastra dieciocho años antes. De manera instintiva, se la tapó con la mano, pero en el mismo momento se dio cuenta de que no servía de nada. Lo más seguro era que JD ya se hubiera fijado en ella.
—Tengo esta cicatriz —musitó, mirándose los doloridos pies y sintiéndose avergonzada y violenta por tener la cara desfigurada.
JD alargó una mano y le alzó la barbilla. Ella esperó nerviosa su reacción, sin atreverse a mirarlo a la cara, por si veía un gesto de decepción. Pero JD reaccionó inclinándose y besándola suavemente en los labios. Ella, a su vez, apretó los labios contra los de él. La sensación fue igual de maravillosa que el primer beso que se dieron tantos años antes. Cuando por fin JD se apartó, Beth lo miró a los ojos y sonrió. Y entonces, con sólo cuatro palabras, JD dejó a un lado todos sus temores:
—Nena, todos tenemos cicatrices.

El Ojo de la LunaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora