Cincuenta y cinco

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Dante, Peto y Kid Bourbon salieron de la comisaría sin tener que matar a nadie más, lo cual fue una cortesía, pensó Dante. Era evidente que se había esparcido el rumor de que había regresado Kid y de que estaba matando por diversión y, mira tú por dónde, también por razones personales, para variar. El hombre más buscado de todo Santa Mondega volvía a vestir su gabán oscuro. La capucha del mismo le colgaba alrededor de los hombros y por una vez dejaba ver el rostro y el pelo. Dante y Peto apenas iban mejor vestidos que él, con los uniformes de policía manchados de heces y sangre.
El Interceptor V8 de color negro seguía estacionado donde lo había dejado Kid, a unos cincuenta metros de la comisaría. A aquella hora las calles estaban oscuras y desiertas, en parte porque nadie quería andar por ahí existiendo la posibilidad de que lo matasen de un balazo sin razón alguna, y en parte porque la lluvia estaba arreciando bastante. Varias cestas que colgaban a la puerta de una floristería ubicada al otro lado de la calle se agitaban violentamente en el vendaval. Muchas de las plantas y de la tierra que contenían dichas cestas estaban desapareciendo calle abajo, sumándose a la basura habitual formada por periódicos viejos y envoltorios de comida, todo arrastrado por la calzada y las aceras mojadas en dirección al centro de la ciudad. De tanto en tanto, la luna, llena y azulada, se asomaba entre los nubarrones de lluvia que recorrían el cielo a toda prisa. Pero así y todo seguía lloviendo, y cada vez con mayor intensidad.
Los tres se acercaron al vehículo con el ánimo más bien sombrío, cada cual reflexionando sobre las macabras escenas de violencia que acababan de vivir. Peto fue el que rompió el silencio:
—Oye, Déjà-Vu, o como coño te llames. Bien podrías hacer uso de la piedra ahora —gritó por encima del viento—. Ha salido la luna, así que es mejor aprovechar ahora, antes de que se meta detrás de una nube y ya no salga en toda la noche.
Hizo dicha sugerencia justo cuando Kid estaba a punto de abrir la puerta del conductor. Este titubeó unos instantes. Su mano estaba deseosa de agarrar el tirador y abrir, pero al cabo de un segundo se relajó y se apartó.
—Sí, es verdad. Es un buen momento, coño.
—Estupendo. Pero escucha una cosa: te permito que la uses a condición de que esta vez me dejes ir en el asiento delantero.
—Trato hecho.
Dante se había encaminado hacia la puerta del pasajero, pero al oír que esta vez tenía que sentarse en la parte de atrás, miró a Peto, que aún estaba de pie en la acera.
—¿Qué te pasa? Eres igual que un crío de ocho años —le dijo, contrariado.
—Oye, ahí detrás casi no hay sitio. No cabe ni un perro. Dante negó con la cabeza.
—Eres un jodido maricón.
—Sí —sonrió Peto—, ¡pero soy un jodido maricón que va a ir sentado delante!
Kid Bourbon miró a Peto de arriba abajo.
—¿Eres marica?
—No.
—Entonces, ¿por qué has dicho que sí? Peto estaba perdiendo los nervios. Aquello de trabajar con un par de imbéciles estaba empezando a irritarlo en serio.
—¿Quieres el Ojo de la Luna o no? —saltó. Kid se encogió de hombros.
—Claro. Pásamelo.
Peto se sacó la cadena que le rodeaba el cuello y permitió que la piedra azul saliera de donde estaba escondida: bajo la camisa azul del uniforme de policía. Nada más quedar al aire libre, comenzó a resplandecer con un tono azul más intenso, como si la iluminase una llama que se hubiera encendido en su interior. Kid Bourbon fue hacia él y extendió la mano. El ex monje, tras una brevísima vacilación, le entregó la brillante piedra azul junto con su cadena de plata.
—¿Sabes lo que tienes que hacer con ella? Kid lo miró con gesto irónico.
—¿Qué quieres decir? ¿Si sé cómo se pone un puto collar?
—No — suspiró el monje —. Mira. Ven, sitúate aquí, en el centro de la calle, y levanta la piedra en alto, en línea recta hacia la luna. Para verte libre de las trazas de sangre de vampiro que tienes en las venas, debes apuntar a una segunda luna llena que ocurra dentro en un mismo mes.
—¿Y cómo sabes tú todo eso? — preguntó Kid en un tono suspicaz que daba a entender que dudaba del monje.
—Son enseñanzas de los ancianos. Yo no he probado a hacerlo, obviamente, pero hace varios siglos, un tipo llamado Ramsés Gaius, esa momia de la que te hablé, descubrió un gran número de cosas que es capaz de hacer esta piedra. Muchas de ellas dependen del estado de la luna. Si lo que quieres es purificar tu sangre y convertirte en un ser mortal, tienes que buscar una segunda luna llena. Pero te advierto que esto va a eliminar el problema que tienes con la bebida y todos esos pensamientos retorcidos y malignos que te invaden. Estás a punto de convertirte en un hombre corriente.
Kid estudió largamente la piedra.
—Así que un hombre corriente, ¿eh?
Peto, que ahora se arrepentía de haberse irritado con aquel hombre tan extraño y peligroso, le apoyó una mano en el hombro y le dijo:
—Oye, me siento orgulloso de ti. Sé que esto es muy importante para ti.
Kid lo miró con un gesto de suspicacia.
—Es verdad que eres marica, ¿a que sí?
Aquello provocó una risita infantil en Dante, y aunque éste se encontraba un par de metros detrás, hizo el ruido suficiente para que lo oyera Peto.
—Los dos sois patéticos —gruñó el monje.
Kid Bourbon se pasó el colgante por la cabeza y se lo colocó alrededor del cuello. Acto seguido se fue hasta el centro de la calle. Seguía soplando un viento endiablado y los nubarrones descargaban cada vez más agua. Kid se quedó quieto, con los brazos extendidos como en una crucifixión, mirando hacia la luna. Dante y Peto observaron asombrados que la piedra empezaba a refulgir con más fuerza que antes. De repente, como si hubiera tomado energía de los rayos azulados de la luna, resplandeció con tal intensidad que casi pareció volverse blanca.
A continuación, Kid fue engullido por aquellos intensos rayos azules y blancos, tan intensos que tanto Peto como Dante tuvieron que desviar la mirada. Por espacio de unos diez segundos, su camarada permaneció en medio de la calle sacudiéndose y luchando con todas sus fuerzas por sostenerse en pie, mientras el poder de la piedra iba consumiéndolo y absorbiendo todos los males y las impurezas que corrían por su torrente sanguíneo y por su mismo ser. El alma de JD, el inocente adolescente que dieciocho años antes, en otro Halloween, presenció una gran maldad, estaba regresando.
Allá en lo alto, el cielo emitió un suave trueno. El breve destello del relámpago que lo había precedido pasó casi inadvertido en medio del intenso brillo que rodeaba a Kid Bourbon. Unos segundos después del relámpago, comenzó a disminuir el resplandor de la piedra azul. Tan sólo quedó una débil luz dentro de la misma, semejante a un ascua moribunda, como vestigio del poder que acababa de desplegar. Kid, aún de pie, parpadeó con expresión de aturdimiento, si no de estupefacción, por la experiencia que se había infligido a sí mismo.
—¿Te encuentras bien? —voceó Dante.
Kid tardó unos momentos en contestar. Parecía estar profundamente desorientado, hasta que al fin puso una cara como si acabara de beberse un vaso de leche cortada.
—Tío, me encuentro fatal —dijo con voz insegura.
—¿Te sientes curado? —preguntó Peto. Kid se encogió de hombros.
—Supongo que sí. Un poco débil. Los impulsos de vampiro ya no los siento, pero lo mismo me ocurre con todos los demás impulsos que he tenido en mi vida, imagino. ¿Así es como os sentís vosotros todo el tiempo?
—Bienvenido al mundo real —dijo Peto, sonriente—. Eso es lo que se siente al ser un hombre corriente. Kid se quitó el colgante y se lo lanzó al monje.
—Toma, te lo devuelvo. Me parece que me voy a ir a casa.
—Oye —terció Dante—. No te olvides de que tenemos que rescatar a mi novia. La tienen retenida los del Servicio Secreto, ¿te acuerdas?
—A la mierda —respondió Kid, dirigiéndose de nuevo a la puerta del conductor del coche—. Se me ha pasado la etapa de matar. Lo siento, tío. No quiero verme envuelto en eso. Esto es un nuevo comienzo. Es que ya no tengo ganas de matar más. No te pasará nada.
—¿QUÉ? —A Dante le costaba trabajo creer lo que estaba oyendo. Descargó su frustración con Peto—: Tú, jodido imbécil —arremetió contra el monje—, podrías haber esperado a que rescatáramos a Kacy. Pero tenías que entregarle la puta piedra precisamente ahora, ¿no? ¡Serás idiota! ¿Y ahora qué vamos a hacer? Lo has convertido en un debilucho de mierda precisamente cuando tenemos que rescatar a mi chica del puto Servicio Secreto. Dios, eres un jodido perdedor de mierda.
—Cállate ya, ¿quieres? No nos va a pasar nada. Ya te ayudaré yo a recuperar a tu chica.
—Más te vale.
Mientras Dante despotricaba, ninguno de los dos había prestado mucha atención a Kid Bourbon. Se había metido en el coche y había cerrado la puerta. El rugido del motor al arrancar los hizo volverse a ambos.
—Vale, pues entonces me siento delante —dijo Dante a la vez que se dirigía hacia el lado del pasajero. Pero, por desgracia para él, antes de que le hubiera dado tiempo a agarrar el tirador de la puerta, Kid soltó el freno de mano, pisó el acelerador y salió disparado.
Peto y Dante echaron a correr en pos del Interceptor calle abajo y lo persiguieron a lo largo de unos veinte metros, en medio del viento y la lluvia que arreciaban cada vez con más intensidad en dirección al centro urbano. Pero fue inútil. El coche negro no aminoró. Kid se había ido.
—Oh, genial —gimió Dante—. Lo has hecho estupendo, de puta madre —dijo, aplaudiendo a Peto con sarcasmo. El monje puso una expresión contrita.
—Eh, venga. Vamos andando, no tardaremos mucho. Te prometo que te compensaré. Todavía tenemos el Ojo de la Luna, mis puños mortales y tu porra de policía. Va a ser coser y cantar. No tenemos necesidad de Kid ni de su puñetero coche.
Dante dejó escapar un suspiro de frustración. —¿Pueden empeorar más las cosas? —pensó en voz alta.
Como si fuera la respuesta a su pregunta, se vio el fogonazo de otro relámpago, seguido instantes después por un fortísimo trueno. Lo que poco antes parecía un diluvio resultó ser una llovizna en comparación con el súbito aguacero torrencial que empezó a caer ahora. Aquella manta de agua no se parecía a nada de lo que había visto ninguno de los dos en toda su vida. Dante miró ceñudo por última vez a Peto y seguidamente empezó a caminar chapoteando por el centro de la calle en dirección al Hotel Internacional de Santa Mondega. Ambos estaban ya completamente empapados, y las rastas de Peto empezaban a parecer más bien una melenita. La sangre y la suciedad que les cubría la ropa, la cara y el pelo, diluidas por la lluvia, les resbalaban por el cuerpo y se perdían en el interior de las alcantarillas.
—Venga, Dante, no te preocupes —voceó Peto—. En menos de una hora, todo esto se habrá acabado.

El Ojo de la LunaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora