Dieciocho

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En el despacho que tenía el profesor Cromwell en el museo, el teléfono que descansaba sobre el escritorio antiguo de madera sonó solamente una vez antes de que él lo cogiera. Estaba esperando que sonara, y no pudo reprimir el ansia por contestar. La pantalla del aparato indicaba que la llamada procedía de la recepción, y como conocía hasta el menor detalle de lo que sucedía en su museo, supo que al otro extremo de la línea estaba Susan Fraser.
—Hola, Susan.
—Hola, señor Cromwell. Tengo aquí un caballero que desea verle. El señor Solomon.
—Excelente. Gracias, Susan. Lo estaba esperando. ¿Te importaría mandar a alguien que lo acompañe hasta mi despacho, por favor?
—Por supuesto, señor. Enseguida se lo mando.
—Gracias otra vez. Adiós.
Hacía mucho que no se emocionaba tanto con la llegada de una visita. Según parecía, venía de camino hacia su despacho el ultimo monje superviviente de Hubal. El día anterior había recibido una llamada inesperada de aquel monje, en la que le solicitaba robarle unos minutos de su tiempo. Accedió a dicha solicitud de inmediato. Había cosas de las que podía enterarse por medio de aquella persona, y sin duda él tenía a su vez cierta información que quizá podría compartir con su visitante.
Transcurridos un par de minutos, llamaron a la puerta de su despacho.
—Adelante —dijo, intrigado por ver qué iba a traerle aquel encuentro.
Quien abrió la puerta fue un guardia de seguridad, el cual, cumplidamente, hizo pasar a un joven de complexión menuda y después volvió a cerrar. El monje de Hubal recorrió con la mirada el despacho de Cromwell y se maravilló al ver que las dos paredes laterales se hallaban forradas desde el suelo hasta el techo por estanterías repletas de libros de tapa dura. Al cabo de unos segundos centró la mirada en el profesor, que se había levantado del enorme sillón negro de escritorio en el que estaba sentado.
—Señor Solomon —dijo con cortesía—, ¿o me permite que le llame Peto? Haga el favor de tomar asiento.
Señaló educadamente uno de los dos sillones de cuero negro, más pequeños que el suyo, dispuestos frente a su mesa.
Tal como era su costumbre, Cromwell iba vestido con un traje carísimo y de elegancia exquisita hecho a mano, un tres piezas de color gris marengo y corte inmaculado, combinado con una camisa blanca perfectamente planchada y una corbata de seda de un tono rojo suave que resultaba tan discreta que sólo podía haber sido confeccionada a mano y a un precio exorbitante. Observó por encima de las estrechas lentes de lectura al monje, que no iba ni con mucho tan bien vestido como él.
Peto llevaba uno pantalón de combate de color negro y una chaquetilla de karate ajustada y sin mangas, también negra y con un ribete amarillo. Además lucía una gruesa mata de cabello castaño oscuro, aunque lo tenía escondido casi en su totalidad, salvo un par de centímetros, bajo un pañuelo de color rojo que se había anudado a la cabeza al estilo pirata. Aceptó la oferta de tomar asiento que le hizo Cromwell con una inclinación de cabeza y acto seguido se acercó a la mesa palmeteando con sus sandalias sobre los tablones de madera del suelo. Al llegar hasta el canoso director del museo, se quedó de pie ante él y habló por fin.
—Le agradezco de nuevo que me conceda parte de su tiempo, profesor Cromwell. Se lo agradezco de verdad.
—Al contrario —repuso el profesor tendiéndole la mano por encima de la mesa—. El placer es todo mío. Es maravilloso conocerlo.
Peto estrechó la mano del Cromwell, y ambos tomaron asiento.
—¿Sabe por qué he venido aquí? —empezó el monje.
—Haciendo una suposición, imagino que tiene que ver con los restos momificados de Ramsés Gaius.
—Muy cierto. —El monje sonrió brevemente—. Tengo entendido que la momia fue sustraída de su museo el año pasado, más o menos a la vez que todos mis hermanos de Hubal fueron asesinados por Kid Bourbon.
—Totalmente acertado. La misma noche en que llegó Kid Bourbon a su isla y asesinó a Ishmael Taos y a todos los monjes de Hubal, fue la noche en que desapareció la momia. No obstante, yo sugeriría que se equivoca en una cosa: en mi opinión, no fue sustraída. Estoy convencido de que se escapó ella.
Transcurrió una pausa durante la cual cada uno aguardó la reacción del otro. Cromwell intentaba ver si el monje le creía. Peto esperaba a ver si el profesor intentaba tomarle por tonto. Al final, los dos se avinieron a la idea de que compartían un territorio común. El primero en hablar fue Peto.
—Eso mismo sospeché yo. Entonces, ¿conoce usted la maldición de la momia?
—Naturalmente —respondió Cromwell, respirando para sus adentros un suspiro de alivio—. Sin embargo, no es algo que esperaría que se creyese nadie, salvo usted. Si se lo dijera a cualquier otra persona, sin duda alguna me habrían internado en un psiquiátrico. La verdad es que a mí también me preocupa seriamente el hecho de creer en ello. No me importa reconocer ante usted que en ocasiones yo mismo he puesto en duda mi cordura.
—Sí—se solidarizó el monje—. Comprendo lo que quiere decir, pero la última vez que vine a esta ciudad vi unos cuantos sucesos de lo más extraño. Últimamente ya no quedan muchas cosas en las que no crea.
—Estuvo aquí con ocasión del último eclipse, ¿no es así?
—Cierto.
—Mmm. El eclipse tuvo lugar justo un día después de que un antiguo empleado mío se presentara en este despacho con el Ojo de la Luna.
Cromwell rememoró el momento en que se sentó Dante Vittori en el mismo sillón en que ahora estaba sentado Peto. Durante aquel encuentro, el profesor le clavó un cuchillo en el brazo a modo de experimento, para verificar que el Ojo tenía poderes curativos. El resultado no permitió extraer conclusiones, y la única parte memorable del incidente fue que le llamaron hijo de puta por primera vez desde que terminó el colegio.
Peto se abrió un lado de la chaquetilla de karate y dejó ver una piedra azul que llevaba colgada al cuello con una cadena de plata.
—¿Se refiere a este Ojo de la Luna? —dijo, tras lo cual se apresuró a cubrirse de nuevo.
—¡Dios santo! —exclamó Cromwell. Se rebulló incómodo en su sillón de cuero, que crujió con el movimiento—. ¿De modo que Kid Bourbon no se hizo con ella entonces?
—No. La cogí yo y salí huyendo. Presentí que él vendría a buscarla. Luego, cuando descubrí unas cuantas cosas acerca de Ishmael Taos, mi fe en sus enseñanzas se tambaleó un poco. Decidí que me convenía pasar una temporada fuera de la isla. Y la verdad es que fui de lo más oportuno, porque todos mis hermanos monjes, hasta el último, incluido Taos, fueron asesinados la noche en que me marché.
—La misma en que se levantó la maldición de Ramsés Gaius.
—Exacto. Y ése es el motivo de mi visita. Quería saber si usted podía proporcionarme alguna información sobre la momia. Por lo que me han contado, es usted un hombre sumamente erudito y sabe un montón de todos los objetos que conserva en este maravilloso museo.
—Me adula. —Cromwell sonrió—. Pero no le falta razón. Luego le llevaré a que vea lo que quedó de la exposición, aunque la verdad es que no hay mucho que ver, ya se lo advierto. Además, siento curiosidad por otra cosa. Acaba de decir que la última vez que estuvo aquí vio sucesos de lo más extraño. ¿Podría explicarse un poco más? ¿Fueron vampiros, adoradores del diablo, o qué? Estoy deseoso de saberlo. Peto hizo una inspiración profunda.
—Verá —empezó—. No creía que fuera a conocer a nadie que creyera estas cosas, pero fundamentalmente todo empezó cuando un hermano mío de Hubal, Kyle, y yo vimos una puñetera película titulada Este muerto está muy vivo. Al principio creímos que era una comedia un tanto disparatada, pero las cosas que vimos después me hacen sospechar que en realidad se trataba de un documental. Fuimos atacados por vampiros, y vimos a un hombre lobo estallar en pedazos por el disparo de un cazarrecompensas que afirmaba trabajar para Dios. Después apareció Kid Bourbon y se cargó a casi todos los demás durante el eclipse, aunque con un poco de ayuda por parte de un tipo que conocimos que se llamaba Dante.
—Dante Vittori. Un antiguo empleado mío, el que vino a verme el año pasado trayendo consigo el Ojo.
—¿Sí? Un tipo agradable... creo.
—Oh, desde luego. —El profesor defendió a su afable ex empleado—. Un poco tosco, quizá, pero tenía una novia encantadora que lo mantenía a raya.
Peto afirmó con la cabeza.
—Ah, sí. Estaba muy buena.
Cromwell se levantó de su asiento y fue hasta la pared de libros que tenía a la izquierda.
—Con frecuencia había sospechado que esta ciudad daba cobijo a los no muertos —comentó al tiempo que extraía un grueso volumen de tapa dura de una estantería que tenía a la altura de los ojos. Examinó la portada durante unos instantes, sopló para quitarle un poco el polvo y regresó a su mesa con él.
—Oh, están por todas partes —dijo el monje sin emoción—. Recientemente me he infiltrado en una banda de vampiros para ver si logro averiguar el paradero de Kid Bourbon.
—¿De verdad? ¿Y cómo lo ha conseguido? ¿No es más bien peligroso?
Peto se tocó el pecho.
—Esta piedra azul posee poderes maravillosos, muchos de los cuales todavía tengo que descubrir, pero tiene uno que me permite moverme entre los muertos vivientes sin ser detectado.
—Fascinante —repuso Cromwell sacudiendo la cabeza con asombro al tiempo que volvía a recostarse en su amplio sillón de cuero—. ¿Pero por qué ha decidido volver aquí para dar con Kid Bourbon? ¿Es que anda buscando venganza? Porque, teniendo en cuenta lo que dicen de ese individuo, vale más evitarlo.
—Deseo curarlo.
A Cromwell le costó trabajo creer lo que estaba oyendo.
—¿Curarlo? ¿De qué? ¿De matar gente? ¡Estoy convencido de que la cura para eso es la silla eléctrica!
—Lo crea o no —replicó el monje, incapaz durante un instante de mirar al profesor a los ojos—, la verdad es que siento cierta simpatía por ese tipo. Tuvo una infancia difícil, según tengo entendido. Estoy convencido de que puedo curarlo de la enfermedad que lo induce a matar sin razón. Sobre todo, quiero mirarlo a los ojos para saber que en lo más hondo de su alma siente remordimiento por lo que ha hecho. Por sus venas corre la sangre de Ishmael Taos, de modo que no puede ser malo del todo. Estoy convencido de que debajo de todo ese odio y esa rabia late un corazón bueno.
Cromwell alzó las cejas durante un segundo.
—Bien, pues le deseo mucha suerte —dijo a la vez que le pasaba el libro que acababa de sacar de la estantería—. Tenga, le conviene leerlo. Explica en profundidad la maldición de la momia que escapó de aquí el año pasado.
—¿La de Ramsés Gaius? —La misma.
—¿En este libro?
—Desde luego. Ramsés Gaius fue un gobernante egipcio que alcanzó un poder inmenso, gracias principalmente a lo que aprendió usando esa piedra azul que lleva usted al cuello.
—¿De manera que es cierto? ¿El fue el dueño original del Ojo de la Luna?
—No. Fue Noé.
—Se está cachondeando de mí, ¿verdad? El profesor dejó escapar un suspiro.
—¿Qué tendrá esa piedra, que le provoca el síndrome de Tourette a todo el que la lleva encima?
—No tengo ni puta idea —contestó Peto encogiéndose de hombros—. Pero, en serio... ¿Noé?
—En fin, por lo menos eso es lo que afirma ese libro —continuó el profesor—. Lléveselo y léalo. Como ya ha dejado claro que en su opinión la película Este muerto está muy vivo es un documental y no una ficción, no tendrá demasiadas dificultades para creer la mitad de lo que lea ahí. —Cromwell guardó silencio durante unos instantes, absorto en sus cavilaciones, y después volvió a dirigirse a Peto—: Venga conmigo, voy a enseñarle la exposición de la tumba egipcia de la que escapó Ramsés Gaius. La noche en que desapareció, fueron asesinados dos de mis guardias de seguridad. Uno de ellos me llamó por teléfono en mitad de la noche para decirme que había visto algo sospechoso, y lamento decir que antes de que pudiera explicarme de qué se trataba, oí cómo le pegaban un tiro.
—¡No joda! ¿Fue la momia?
—Lo cierto es que tengo la ligera sospecha de que quien lo asesinó fue Beethoven. Peto frunció el ceño.
—¿Beethoven? ¿El perro San Bernardo?
Cromwell estaba acostumbrado a tratar con imbéciles, pero aquello era intolerable. Aunque Peto en general era bastante listo, estaba claro que veía demasiadas películas basura y daba la impresión de que la vida que vivía cuando no estaña en Hubal se basaba en lo que veía en ellas.
—No, idiota —soltó—. Beethoven el compositor. Peto se dio una palmada en la frente.
—Claro. Eso lo explica todo. ¿Cómo diablos iba yo a sospechar de un perro, cuando está claro que el responsable es un compositor del siglo XIX?
Cromwell hizo una pausa para pensar. Dicho de aquel modo, a lo mejor se había precipitado un poco al juzgar al monje. Procedía ofrecer algún tipo de excusa. Se levantó de su sillón y dijo:
—¿Me permite que le ofrezca un café por el camino, y tal vez algo de comer?
—Gracias —respondió Peto al tiempo que se guardaba el libro bajo el brazo y se ponía de pie—. Pero hay otra cosa más que podría hacer por mí.
—Lo que desee —sonrió Cromwell dirigiéndose a la puerta.
—¿Sabe de algún sitio en el que pueda encontrar una copia de Este muerto está muy vivo?

El Ojo de la LunaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora