Treinta y ocho

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Beth estaba nerviosísima. No le gustaba el pasillo que conducía al despacho de Bertram Cromwell. Era lóbrego y estaba adornado con cuadros muy oscuros en ambas paredes, con siniestros personajes que daban la impresión de fulminarla con la mirada cuando pasaba por su lado. Y tampoco se sintió mejor cuando llegó a la puerta alta y negra que había al final del pasillo. También le resultó lóbrega. Tenía un pomo de color dorado colocado a mano derecha y a la altura de la cintura, y una placa cromada puesta a la altura de los ojos que llevaba el apellido «CROMWELL» grabado en finas letras de oro.
En los diez años que había pasado en la cárcel había aprendido a odiar, respetar y temer a la autoridad, las tres cosas en igual medida. Que la llamasen al despacho de una figura de autoridad, ya fuera el alcaide de la prisión o el director de un museo, siempre había significado algo malo para ella, de manera que estaba más alterada de lo habitual. Después de contar hasta tres para procurar calmarse, dio dos golpecitos en la puerta. Al cabo de un momento oyó que Cromwell respondía «Adelante» desde el otro lado.
Giró el pomo hacia la izquierda y empujó. La puerta no se abrió. Así que giró el pomo hacia la derecha y empujó. La puerta siguió en su sitio. Recordaba haber estado otra vez anterior en el despacho de Cromwell, varios meses atrás, pero no se acordaba de cómo se abría la puerta, ni siquiera si había sido ella quien la había abierto en aquella ocasión. Probó a girar el pomo varias veces a un lado y al otro, incluso tiró en lugar de empujar, y cuanto más tiempo tardaba más nerviosa se iba poniendo. Al cabo de unos veinte segundos que se le hicieron penosamente largos, comenzó a sentirse humillada. Al profesor le iba a quedar bien claro que era una idiota incapaz de abrir la puerta. Con cada segundo que pasaba estaba más cerca de tener que explicarle desde el pasillo lo apurado de su situación.
Al fin, justo cuando ya estaba a punto de romper a sudar de los nervios, se abrió la puerta, cortesía de Bertram Cromwell, que tiró desde el otro lado. Allí estaba, impecablemente vestido como siempre, sonriéndole a ella.
—Lo siento, no he podido... La puerta... no... He girado el pomo, o sea la manilla, pero...
—No se preocupe —contestó Cromwell amablemente—. Hay mucha gente que tiene problemas con esta puerta.
Beth se percató de que el profesor decía aquello únicamente para que se sintiera mejor. Había muchas posibilidades de que nadie hubiera luchado nunca con aquella horrible puerta, seguro que ella era la primera. Qué idiota, y qué manera tan horrorosa de encontrarse con el profesor. Y más horrorosa todavía porque tenía la ligera sospecha de que iban a despedirla. Desde que salió de la cárcel, la habían despedido de todos los trabajos. Adondequiera que iba, por lo menos uno de sus compañeros, si no todos, se quejaba siempre ante la dirección de que no se sentían cómodos trabajando con ella. En este empleo había conseguido durar seis meses, y ello se había debido seguramente a que Cromwell conoció a su padre. O eso le habían dicho.
Trabajaba de limpiadora en el museo desde que Cromwell tuvo la bondad de contratarla, pero en todo aquel tiempo no había conseguido hacer ni un solo amigo. De forma invariable, cada vez que entablaba amistad con un compañero y empezaba a pensar que ambos congeniaban, alguien informaba a dicho compañero de su colorido pasado y enseguida dicha amistad comenzaba a deteriorarse. Con el paso de los años se había acostumbrado a ello, de hecho era uno de los motivos por los que no le molestaba demasiado cambiar tanto de trabajo. No resultaba agradable quedarse mucho tiempo en un sitio sabiendo que todo el mundo la odiaba a una.
Cromwell se sentó detrás de su mesa, en su sillón de cuero negro, y Beth se quedó de pie admirando los estantes de libros que cubrían las paredes de su izquierda y su derecha.
—Por favor, siéntate —le dijo Cromwell indicando uno de los dos sillones ubicados al otro lado de su escritorio de roble del siglo XIX.
Beth sonrió educadamente y tomó asiento en el sillón de la izquierda.
—Supongo que querrá que le devuelva esto —dijo, tironeando del hombro de su vestido azul marino. Era uno de los tres uniformes estándar de limpiadora que usaba desde que empezó a trabajar en el museo.
El profesor esbozó una sonrisa comprensiva.
—Has durado seis meses en el puesto, ¿no es así?
—Más de lo habitual —repuso Beth. Notó que se le estaba formando una lágrima en el ojo derecho. A pesar de que en el museo nadie le dirigía la palabra, aquél había sido uno de los mejores empleos que había tenido, y ya le daba miedo la idea de tener que ponerse a preparar entrevistas para buscar otro trabajo en otra parte.
—Bien, Beth. Tengo entendido que no te relacionas muy bien con el resto del personal. Por lo visto, comes sola todos los días.
—Pues... sí, pero... es que... no tengo amigos. —Le dolió expresarlo en voz alta, y la lágrima del ojo se hizo el doble de grande.
—¿No tienes amigos? Mmm. —Cromwell tamborileó con los dedos en la mesa durante unos segundos—. Tienes pensado tomarte el resto de la semana libre, ¿no es así?
—Er... sí. ¿Tengo que...? En fin... ¿ya está? ¿Me está diciendo que no vuelva después de estas vacaciones?
Cromwell estiró el brazo hacia el suelo, a la derecha de su sillón, y recogió un bulto. Beth miró a ver de qué se trataba. El profesor depositó el objeto, un paquete envuelto en papel marrón, encima de la mesa, enfrente mismo de ella. Tenía más o menos el tamaño de un cojín y al parecer contenía algo blando.
—¿Qué tienes pensado hacer en estos días libres? —le preguntó Cromwell. Aquel tipo de interrogatorio estaba poniéndola un poco nerviosa. Ya se sentía intranquila en presencia de muchas personas, pero las figuras de autoridad como los profesores la alteraban todavía más.
—¿Perdón?
—En estos días. Has pedido tres días libres. Me gustaría saber qué tienes pensado hacer.
—Ah, pues nada en realidad. Nada interesante, vamos. Buscar otro trabajo, probablemente.
—No hagas nada todavía —le dijo Cromwell, sonriente.
Beth no supo distinguir si el profesor le estaba diciendo que no iba a despedirla o si le estaba gastando una broma. Como no quería parecer insolente, decidió que seguramente era una broma.
—Muy bien. Entonces, ¿cuándo dejo de trabajar aquí?
—Cuando tú quieras, Beth. O cuando le partas a Simmonds en la cabeza un valioso jarrón antiguo.
—Perdone, pero no le sigo.
—No voy a despedirte, Beth. Eres muy trabajadora. Y el día que regreses de tus vacaciones, tú y yo vamos a comer juntos en la cafetería.
Beth, atónita, dijo lo primero que le vino a la cabeza.
—¿De verdad? ¿A qué hora? —preguntó.
—A la hora de comer. No lo sé... a la hora que sea. Tú ven a verme cuando decidas ir. Llevo tanto tiempo comiendo solo que no me vendría mal tener un poco de compañía de vez en cuando. Y no creo que nadie más quiera almorzar conmigo, de modo que, a cambio de que no te eche del trabajo, y aunque el tipo ese de la coleta me ha recomendado que así lo hiciera, espero que a partir de ahora me invites a comer una vez por semana. Si a ti te parece bien, naturalmente.
Beth jugueteó nerviosa con su melena castaña. El profesor era todo un caballero y seguramente, pensó, también fue un rompecorazones en sus buenos tiempos. Y aunque sabía que aquella sugerencia de almorzar juntos era un acto caritativo, fue un gesto tan bondadoso que la lágrima que aguardaba en el ojo derecho terminó rodándole por la mejilla. Se la limpió discretamente, camuflando dicho movimiento con el manoseo del cabello. Se dijo que seguramente el profesor no se había dado cuenta.
—Gracias, profesor Cromwell. Lo haré.
—Estupendo, pero todavía no me has dicho qué tienes pensado hacer en estos tres días libres.
—Ah. Pues nada en realidad. —Beth continuó jugueteando incómoda con varios mechones de pelo que le caían por delante de la oreja.
Cromwell sonrió otra vez, y a continuación empujó hacia ella el paquete envuelto en papel marrón.
—Hoy hace dieciocho años, ¿no? —dijo en tono suave. Beth clavó la mirada en el suelo.
—Sí—contestó con un hilo de voz.
—Halloween, hace dieciocho años. Debió de ser una noche terrible.
—Sí. Sí que lo fue.
—Por eso te he traído este regalo —dijo Cromwell indicando el paquete con la cabeza—. Ábrelo, por favor.
Beth alargó tímidamente la mano, como si esperase que el paquete fuera a huir de ella. Una vez que lo tuvo en las manos, comenzó a quitarle el envoltorio. Lo habían sellado en cada extremo con cinta adhesiva industrial. No era lo que se dice un envoltorio para una chica, pero ella no era quién para quejarse.
Una vez despegada la cinta, rasgó el papel y vio que contenía una sudadera de color azul, blandita pero con pinta de abrigar mucho, con capucha y con una cremallera al frente. La sacó del envoltorio y la sostuvo en alto. En aquel momento cayó otro objeto que rebotó ruidosamente sobre la mesa.
—Oh, disculpe —jadeó Beth, temiendo haber arañado la madera.
—No te preocupes —replicó el profesor, divertido pero deseoso de tranquilizarla. La verdad era que la joven era extraordinariamente modesta.
Beth sonrió con timidez y volvió a sostener en alto la sudadera azul.
—Le agradezco mucho este regalo —dijo, sinceramente encantada.
Sobre la mesa, en el sitio mismo donde había caído del paquete, yacía una cadena de plata de la que pendía una cruz de gran tamaño. Dicho crucifijo también era de plata, pero llevaba engastada en el centro una pequeña piedra de color azul.
—¿Esto también es para mí? —inquirió Beth.
—Sí. Quisiera que esta noche, cuando vayas al embarcadero, llevaras puesta esta sudadera con la cruz.
—¿Cómo? —El desconcierto de Beth se hizo de lo más obvio, y se sonrojó intensamente.
—Todas las noches de Halloween vas al embarcadero, ¿no es verdad?
—Sí, pero cómo ha sabido que...
—Digamos que me gusta informarme un poco sobre las personas a las que contrato. Ya sabes, los detalles personales. Tengo entendido que todas las noches de Halloween vas al embarcadero y te mueres de frío, y eso no puedo consentirlo. Me horroriza pensar que agarres un resfriado que te estropee estos tres días de vacaciones. Y lo de la cruz es porque... bueno, es sólo por si acaso te cruzas con algún espíritu malvado. Tal vez te ayude a espantarlo. La piedra azul del centro en realidad es una ampolla diminuta que contiene agua bendita de la Capilla Sixtina de Roma.
Beth se sentía abrumada de gratitud.
—Se lo agradezco muchísimo, profesor Cromwell. No sé qué decir. Las dos cosas son maravillosas.
—No hace falta que digas nada, Beth. Me alegro mucho de que te gusten. Pero hay una cosa por la que siento curiosidad. ¿Por qué acudes al embarcadero todas las noches de Halloween? Es un lugar muy peligroso. ¿Es porque fue donde te detuvieron, hace dieciocho años?
—Más o menos —contestó Beth al tiempo que se colgaba la cadena alrededor del cuello y se ajustaba la cruz para que quedara centrada—. Había quedado con un chico a la una de la noche, bueno, más bien de la madrugada, y me detuvieron. Yo creo que no llegué a encontrarme con él porque me retrasé, pero una vidente que vivía al lado del embarcadero me dijo que regresaría. De modo que todos los años lo espero en el mismo sitio desde las doce hasta la una. Ya sé que parece una bobada, pero desde que salí de la cárcel se ha convertido en una tradición.
—¿Una vidente, dices? ¿No sería la Dama Mística?
—Sí, Annabel de Frugyn. La asesinaron el año pasado.
—Recuerdo haberlo leído en alguna parte. Sabes, esa mujer era un poco excéntrica, no cabe duda. Predijo toda clase de sucesos extraños. Afirmaba que las marionetas veían, y que iba a tener lugar un terremoto en Santa Mondega el cuatro de marzo de hace unos tres años. En su momento causó gran pánico, y se equivocó, naturalmente. Una mujer extraña. Y también un poco estafadora. Siempre estaba mirando las esquelas de los periódicos.
—Ya lo sé, profesor Cromwell, pero a mí me gusta hacer como que me lo creo todo. Seguramente pensará que soy una tonta, y ya sé que todo el mundo me llama Beth la Chiflada, pero tengo que vivir con esas cosas. Para mí, pasar una hora en el embarcadero todas las noches de Halloween es mejor que la Navidad. Puede que parezca una insensatez, pero es verdad. A pesar de todas las cosas horribles que sucedieron aquella noche de hace dieciocho años, fue la mejor noche de mi vida, y si la gente opina que eso me convierte en una chiflada, pues vale.
Cromwell se levantó del sillón.
—Admiro tu temple, querida —dijo generosamente—. Tómate libre el resto del día. Abrígate con esa sudadera, lleva puesta esa cruz donde se vea bien, que yo rezaré para que esta noche tu novio acuda a buscarte.
—Gracias —dijo Beth al tiempo que se levantaba y recogía la sudadera azul—. Gracias por todo. Le veo dentro de unos días.
—Así lo espero.

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