Cincuenta y siete

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Desde las habitaciones privadas que ocupaba en el pequeño edificio ubicado a un costado de la iglesia, el padre Papshmir vio un Interceptor V8 que se acercaba y por fin se detenía frente a la fachada de la misma. El conductor apagó el motor y se quedó unos instantes con la vista fija en el volante, sumido en profundas reflexiones. Entre que aún seguía lloviendo a mares y que las ventanillas del coche tenían las lunas ligeramente tintadas, resultaba difícil distinguir su rostro. Las calles de Santa Mondega estaban muy silenciosas desde que se propagó el rumor de que andaba por allí un asesino en masa que se divertía matando, y desde que se inició la tormenta había todavía menos gente fuera de casa. Entonces, ¿quién era aquel personaje? ¿Y por qué había acudido allí?
En eso, se abrió la puerta del conductor y se apeó una figura cubierta con una capucha. En ninguno de los edificios cercanos había farolas encendidas ni luces visibles. Vista desde arriba, la ciudad daría la impresión de encontrarse sumida en un apagón, pero no era el caso. En Santa Mondega era tradición que en la noche de una segunda luna llena la única luz permitida fuera precisamente ésa. Y, por supuesto, todavía duraba la hora de las brujas, de modo que todo aquel que no estuviera resguardado en su cama iba pidiendo guerra, ofreciéndose abiertamente a los no muertos, o como alimento para los vampiros y los hombres lobo. No era sensato. Sobre todo siendo Halloween.
La figura oscura y encapuchada cerró la puerta del coche y se dirigió a las puertas de entrada de la iglesia, con la cabeza inclinada para protegerse un poco de la lluvia. Hacía muchos años que no ponía un pie allí dentro. Esta noche era una noche importante. Había llegado el momento de confesarse.
Las puertas de la iglesia se abrieron con un leve empujón. Dentro no hacía más calor que fuera, pero por lo menos era un lugar seco y acogedor. Kid echó a andar por el pasillo central de la nave, pasando una fila de bancos tras otra, hasta que llegó al altar. Sabía moverse por aquella iglesia de muchos años antes, cuando a menudo acompañaba a su hermano pequeño a las clases de los domingos. Como si hubiera caminado por aquel recinto mismamente el día anterior, giró a la izquierda y rodeó una ancha columna para dirigirse al confesionario que había detrás. Entonces entró en la cabina del mismo y se dispuso a esperar a que llegara el clérigo con sotana que estuviera de guardia.

El caso es que esperó menos de un minuto, porque enseguida oyó abrirse la puerta del otro lado, la que correspondía al sacerdote. A continuación se descorrió la cortinilla de la celosía que separaba las dos partes del confesionario. Estaba demasiado oscuro para poder distinguir las facciones del santo varón, pero a través de la celosía se oyó una voz que habló en tono muy quedo, casi susurrando.
—Bienvenido, hijo mío. Puedes confesarte.
—Gracias, padre —fue la respuesta. La voz era áspera como la grava—. ¿Por dónde empiezo?
—¿Cuándo fue la última vez que te confesaste?
—Joder, yo qué sé. Hace un par de décadas, me parece.
—¿Décadas? —El sacerdote dejó escapar una risita suave pero educada—. Has debido de estar muy atareado.
—Sí, padre. He estado matando.
—¿Disculpa?
—Asesinatos, padre. Masacres. He matado a muchos hombres. A muchos, muchísimos.
—Cielos, eso sí que es de lamentar. ¿Es eso lo que...? —Y a mujeres.
—¿Y a mujeres?
—Y también a niños. Vampiros, hombres lobo, niños, animales. He matado a casi toda clase de criatura creada por Dios. Y lo he hecho sin sentir el menor remordimiento. Y a lo largo de muchos años. Y ahora vengo a confesarme.
Hubo una pausa, durante la cual se notó mucho que el sacerdote estaba conteniendo la respiración. Al final exhaló el aire con toda la lentitud y la calma que le fue posible y volvió a hablar.
—¿Se trata de una broma?
—No, padre. He cometido todos los pecados que pueda usted imaginar, y otros muchos que jamás se le pasarían por la cabeza.
—Entiendo. Y en tu opinión, ¿qué es lo que te ha llevado a cometer todas esas malas acciones?
—Todo empezó cuando maté a mi madre.
—¿A tu madre?
—Sí. Le disparé media docena de veces después de beberme una botella de bourbon.
Hubo otra pausa, durante la cual se oyó únicamente el continuo repiqueteo de la lluvia en el tejado de la iglesia y en las ventanas.

—¿De bourbon? ¿Has dicho bourbon?
—Sí, padre. —Otra pausa grave—. Era yo. Durante un segundo se hizo un silencio mortal, seguido por una ventosidad húmeda que se le escapó al sacerdote.
—Te ruego que me disculpes —farfulló nervioso a través de la celosía—. Es que me has dejado de piedra. Perdóname.
—Le perdono, padre —dijo con tranquilidad la voz áspera—. ¿Pero podrá perdonarme usted? ¿Me perdonará Dios por las cosas terribles que he hecho?
—¿Sientes remordimiento por las cosas que haces?
—Las que hice, padre, las que hice. Lo de matar se terminó. Tengo la intención de llevar una vida libre de pecado en la medida de lo posible, pero necesito saber si Dios me perdonará por todas las almas que he destruido, por todo el mal que he hecho.
De pronto los interrumpió el ruido de una puerta que se abrió al fondo de la iglesia y que sirvió para apremiarlos a ambos. Los dos desearon que finalizara la confesión lo más rápidamente posible. La llegada de una tercera persona fue una excusa más que suficiente para acelerar las cosas.
—Sí, hijo mío. Puedes salir de aquí con la tranquilidad de que el Señor te perdonará.
—¿Está seguro? ¿Ahora debería sentirme distinto?
—Te sentirás distinto mañana, hijo mío. Si mañana te despiertas, sabrás que el Señor te ha perdonado.
—Gracias, padre.
—La paz sea contigo, hijo.
Una racha de viento barrió la iglesia cuando el padre Papshmir se dirigía al confesionario. Alcanzó a vislumbrar la figura encapuchada que había visto fuera y que ahora salía por la misma puerta por la que había entrado pocos minutos antes. Papshmir dejó escapar un suspiro de irritación. Después de obligarlo a tomarse la molestia de ponerse todas las vestiduras, aquel tipo no se había quedado a confesarse. ¿O sí?
Por debajo de la cortina del confesionario que ocultaba al cura, Papshmir vio asomar un par de zapatillas deportivas blancas. Unas deportivas que conocía demasiado bien.
—Josh —ordenó con voz cansada—. Sal.
La cortina se descorrió hacia un lado y dejó al descubierto el rostro pálido y aterrorizado de un muchacho de quince años. Temblaba como una hoja, pero consiguió ponerse en pie con esfuerzo y salir de la cabina. Estaba tan asustado que apenas podía hablar. Había logrado mantener el miedo bajo control sabiendo que estaba sentado al lado del asesino en masa más prolífico de todo Santa Mondega, pero ahora se encontraba fatal. Daba la impresión de sufrir una conmoción, de modo que el hecho de ver ante sí al sacerdote, con su calvicie incipiente, sus vestiduras de iglesia y su alzacuellos blanco, seguramente lo tranquilizó.
—Lo siento, padre. —El chico mostró una actitud sumisa, allí de pie y temblando, vestido con el uniforme del colegio.
—Eres tú el que debería confesarse. Es pecado hacerse pasar por sacerdote. —Ése era Kid Bourbon —dijo de forma precipitada, llevado por el impulso. —¿Qué?
—Ese hombre era Kid Bourbon. Ha confesado todos sus asesinatos, padre.
—¡Oh, por amor de Dios! ¿Has oído en confesión a Kid Bourbon? ¡No se puede ser más idiota! —Levantó la vista al cielo—. Perdóname, Señor —susurró, y seguidamente volvió a concentrar la atención en Josh—. ¿Qué te tengo dicho, eh? ¿Ves lo que ocurre? Acabas de oír en confesión a una persona que carece de alma. Bueno, espero que no le hayas dicho que sus pecados le serían perdonados. Para ese hombre no hay redención posible.
—Pues...
—¿Lo has absuelto? ¡Serás imbécil! Perdóname, Señor. ¿Así que ese hombre, no, ese monstruo, ahora va por la calle creyendo que Dios lo ha perdonado por todos los asesinatos que ha cometido? Pues te voy a decir una cosa: si es así, se equivoca de parte a parte.
—Le he dicho que si mañana se despertaba, ello querría decir que Dios lo había perdonado, de modo que, técnicamente, el asunto está ahora en manos de Dios, ¿no?
El sacerdote clavó la mirada en los aterrorizados ojos del adolescente y cedió un poco.
—Supongo que sí —respondió, sacudiendo la cabeza en un gesto negativo. De pronto olfateó el aire—. ¿Qué demonios es ese olor?
—Me he cagado, padre. —¿En mi confesionario? —Sí, padre.
—¡Mierda!

El Ojo de la LunaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora