Cuarenta y nueve

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Sánchez no era muy dado a ir a las bibliotecas. La de Santa Mondega la visitaba quizá dos o tres veces al año, y generalmente para llevarse libros que regalar a amigos suyos por su cumpleaños. Como sabía que la mayoría de sus amigos no sabían leer, normalmente se las ingeniaba para quitarles dichos libros sin que ellos se dieran cuenta y devolverlos a la biblioteca al cabo de una o dos semanas.
Una de las muchas cosas que no le gustaban de la biblioteca era la mujer que trabajaba detrás del mostrador. Se llamaba Ulrika Price y era la bibliotecaria jefe, una persona insignificante y rencorosa que albergaba un profundo odio hacia los hombres, un odio basado en alguna experiencia sexual desagradable que debió de sufrir en su adolescencia.
Sánchez, nada más entrar, ya notó que lo fulminaba con la mirada desde detrás del mostrador, que estaba situado cerca de la puerta, y siguió notando que le agujereaba la espalda con los ojos cuando se encaminó hacia la sección de No Ficción. A aquella hora tan tardía había muy poca actividad en la biblioteca, sobre todo siendo Halloween, de modo que Sánchez disfrutó de rienda suelta para examinar la multitud de estanterías que se extendían desde el suelo hasta el techo y a lo largo de los pasillos de aquel gigantesco recinto.
El motivo de que hubiera acudido a la biblioteca fue más bien un impulso emocional, para ser sincero. Con la desaparición de Jessica y el regreso de Kid Bourbon, había decidido investigar un poco. La policía local no iba a investigar, por dos razones: una, porque era un cuerpo formado por una pandilla de vagos; y dos, porque estaban todos corruptos, así que aunque en la biblioteca hubiera algo que encontrar, lo más seguro era que ellos no llegaran a verlo.
Lo que estaba buscando Sánchez era un libro sin nombre escrito por un autor anónimo. El motivo que tenía para buscarlo era bastante peregrino. Tras la última masacre de Kid Bourbon, perpetrada durante el Festival Lunar del año anterior, los periódicos publicaron un artículo que afirmaba que todos los asesinatos guardaban relación con un libro sin nombre de un autor anónimo. Todas las personas que lo retiraron de la biblioteca de Santa Mondega habían muerto, incluidos los detectives que estaban trabajando en el caso. Ahora, Sánchez, aunque no era nada que se pareciera a un valiente, había invertido mucho tiempo en cuidar de Jessica durante varios años, y si aquel libro (o una copia nueva del mismo) por casualidad volvía estar en las estanterías, a lo mejor podía proporcionarle alguna pista que le permitiera saber qué diablos tenía Kid Bourbon contra las personas que lo habían leído. Y, aún más importante, a lo mejor le revelaba qué tenía contra Jessica y hasta le facilitaba alguna información sobre quién era ésta. Lo que encontró Sánchez fue otro libro del mismo autor.
Tropezó con él por casualidad. Simplemente mirando en la sección de Referencia en la letra A de Anónimo, con una rapidez sorprendente encontró un libro titulado Libro de la Muerte. No se citaba el autor. Lo sacó de la estantería pensando en echar un vistazo rápido al texto de la contraportada para ver de qué iba. Pesaba bastante, dado que era muy grueso, y se notaba que era un ejemplar viejo. Daba la sensación de estar a punto de desintegrarse, de tan frágil.
Pero el texto de la contraportada no resultó ni la mitad de emocionante que lo que sugería el título. Tenía una pegatina escrita a mano con tinta desvaída que decía sencillamente que aquel libro contenía una lista de nombres de un grupo de personas fallecidas escogidas de manera aleatoria y de las fechas en las que habían muerto. «Seguro que es el registro de un depósito de cadáveres», supuso Sánchez.
Pasó las primeras páginas y se encontró con un puñado de nombres escritos a mano y de lo más estrambótico, empezando por los dos primeros: Ra y Osiris. Aquello por sí solo ya casi fue suficiente para que le entrasen ganas de devolver el libro a la estantería, pero ya que había cruzado media ciudad para verlo, sintió la necesidad de concederle el beneficio de la duda. De modo que pasó las páginas hasta llegar al final, con la esperanza de ver el nombre de algún conocido. Las últimas páginas también estaban escritas a mano, pero ahora cada una de ellas llevaba una fecha en el margen superior.
Estaba a punto de volver a dejar el libro en su sitio cuando se le ocurrió que sería interesante comprobar si estaba actualizado. Fue directamente al final y se encontró con una serie de páginas en blanco. De manera que volvió atrás hasta encontrar la fecha actual, el 31 de octubre, indicada en el ángulo superior izquierdo de una de las hojas. Para sorpresa suya, ya se habían anotado las muertes de aquel día.
—¡Cielo santo, sí que se dan prisa! —susurró, en voz un poco más fuerte de lo que resultaba apropiado para una biblioteca.
Consciente de que estaba llamando la atención, se escabulló pasillo adelante y se escondió en un rincón más tranquilo del recinto, junto a una estantería de títulos que rara vez atraían a los clientes. Volvió a abrir el libro y echó una mirada a los nombres que figuraban en la fecha actual.
Aparecían Igor, Pedro y unos cuantos hombres lobo que Sánchez reconoció de haberlos visto en el Tapioca cuando se presentó Kid Bourbon. «Jodidos licántropos. Son una verdadera escoria. Estaríamos mejor sin ellos», pensó para sus adentros. Sin embargo, aquello era de lo más impresionante. Aquellos hombres lobo habían muerto tan sólo unas horas antes. ¿Cómo diablos se las habían arreglado para actualizar el libro con tanta rapidez?
Mientras repasaba la lista de nombres, de pronto sintió que lo recorría un escalofrío.
—¡Esto sí que es de lo más raro! —exclamó, elevando demasiado el tono de voz. De inmediato se dio cuenta de que a lo mejor estaba llamando la atención de quien no debía, y miró en derredor. Por los huecos que quedaban entre las estanterías vio a Ulrika Price. Estaba sentada a su mesa, mirando en dirección a él. Era evidente que se había percatado de que había infringido la regla de oro que imponía guardar silencio. Ambos cruzaron la mirada durante unos momentos, ella entornando los ojos por detrás de las gafas. Acto seguido, se levantó de la silla. «¡Joder! ¡La muy cabrona viene para acá!»
Sánchez no pudo evitar el repentino sentimiento de paranoia que se apoderó de él. Aquella solterona vieja y resentida había sido una sospechosa importante en el interrogatorio llevado a cabo en relación con los asesinatos de todas las personas que habían leído El libro sin nombre. Se sospechó, aunque no llegó a probarse, que ella había estado suministrando los nombres de los lectores al asesino.
Se imponía pensar con rapidez. No había tiempo para dejar el Libro de la Muerte donde lo había encontrado sin que la bibliotecaria lo viera hacerlo, y ni por lo más remoto pensaba firmar para llevarse aquel maldito libro a casa y permitir que su nombre quedara registrado. Antes de cerrarlo, echó un último vistazo a la página por la que lo tenía abierto. Quedó claro que no lo había engañado la vista: la lista de nombres de los muertos llegaba hasta el 1 de noviembre, la fecha del día siguiente. Aquellos nombres correspondían a personas que ni siquiera habían muerto aún.
Pero antes de que tuviera tiempo de digerir los pocos nombres que figuraban bajo la fecha del día siguiente, oyó a Ulrika Price acercarse con paso firme hacia el pasillo en que se encontraba él. Y además venía con prisas. «¡Joder!» Cerró el libro y pensó frenéticamente dónde esconderlo. ¿Por debajo de la camisa? No, era demasiado obvio. Como no quedaba tiempo para buscar una solución mucho mejor, se apresuró a metérselo por detrás de los pantalones. Menos mal, se dijo, que se había puesto un pantalón de chándal, porque con el tamaño que tenía el libro habría sido imposible meterlo por la cinturilla de un pantalón normal. Una persona que estuviera situada a su espalda habría observado que tenía un trasero enorme y en forma de libro, en lugar de simplemente un trasero enorme, que era lo normal en él.
Sabiendo que la bibliotecaria jefe estaba a punto de aparecer por el extremo del pasillo, cogió sin mirar el libro de tapa dura que tenía más cerca, de una estantería situada a su izquierda, y se desplazó, con incómodos andares, hacia la zona en la que calculó más probable que apareciera la señorita Price.
Y en efecto, no habían transcurrido ni unos segundos cuando surgió el rostro de la bibliotecaria por la esquina del pasillo. Lo miró por encima de las gafas con una expresión tan irritada como siempre.
—Sánchez, ¿qué está usted haciendo aquí atrás? —le increpó—. ¿Se está masturbando?
—¡No! —se ofendió Sánchez con asco—. ¡Cómo se atreve a sugerir algo semejante!
—Mmm. Está bien —repuso la señorita Price, aunque con una nota de suspicacia en la voz—. Cerramos dentro de quince minutos, de modo que, si no le importa, dese prisa en elegir un libro.
—Ya tengo uno —dijo Sánchez con una sonrisa, sosteniendo en alto el volumen que acababa de sacar de la estantería.
—Pues muy bien, en ese caso venga conmigo. Firme y váyase. No quiero verlo aquí. Estamos en Halloween, y deseo llegar a mi casa antes de que aparezcan los gamberros y los borrachos.
—Claro.
Sánchez dejó escapar un suspiro de alivio y siguió a la bibliotecaria hasta la recepción. El libro que llevaba oculto en la parte de atrás del pantalón lo obligaba a caminar de una forma más bien antinatural y daba la impresión de que acababa de cagarse encima.
Permitió que Ulrika Price se adelantase un buen trecho, así era menos probable que se fijara en lo curioso de su manera de andar. La bibliotecaria pasó al otro lado del mostrador de recepción sirviéndose de la tabla basculante que había al final del mismo y se sentó en su silla habitual, junto al ordenador. Sánchez se quedó de pie en la parte de fuera mostrándole una ancha sonrisa y congratulándose por haber sabido esconder aquel libro de forma tan inteligente en la parte de atrás del pantalón. El único problema que tenía ahora era que iba a tener que marcharse caminando de espaldas, para que la señorita Price no viera la forma de libro que tenían sus posaderas.
Depositó sobre el mostrador el volumen retirado de la estantería y esperó a que la bibliotecaria lo registrase en el ordenador. Lo cierto era que no se había parado a mirar qué libro había retirado, y cuando vio el título indicado en la cubierta y se dio cuenta de que la señorita Price también lo había visto, se encogió de horror.
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«Maldita sea. ¡Sí que es mala suerte!», pensó.
La bibliotecaria, con los labios fruncidos, registró el título en el ordenador con el nombre de Sánchez y acto seguido se lo devolvió con ademán de cautela. Sánchez advirtió, fastidiado, que le ardía la cara de vergüenza. Pero como no tenía otro remedio, recogió el libro, colorado como un tomate, y a continuación, sonriendo como un idiota, empezó a retroceder lentamente hasta la salida, manteniendo en todo momento el contacto visual con la bibliotecaria, que lo observaba con gesto severo.

Por suerte, la señorita Price estaba tan horrorizada por el título que había escogido y tan desconcertada por el hecho de que le sonriera como un imbécil chiflado al tiempo que aferraba semejante libro contra sí, que no tuvo tiempo de plantearse por qué se iba andando de espaldas. Si se lo hubiera planteado, era muy posible que hubiera contemplado la posibilidad de que llevara un tomo de gran tamaño y de tapa dura escondido en las posaderas del pantalón.
Lo único que necesitaba Sánchez era volver a casa y comprobar que lo que había creído ver era cierto. En el Libro de la Muerte había visto varios nombres conocidos. ¿Era posible que dicho libro contuviera la profecía de que aquellas personas iban a morir el 1 de noviembre?
Al día siguiente.

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