Treinta y dos

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Devon Hart estaba teniendo una noche de puta pena desde el momento mismo en que entraron por la puerta aquellos dos hombres vestidos de negro y con pasamontañas haciendo añicos una de las cristaleras. El más corpulento de los dos lo había apuñalado en la mano y lo había intimidado para que les proporcionase la información que buscaban. Sin embargo, aquello no había sido lo peor de la noche, ni con mucho.
Desde el instante en que presenció cómo los dos intrusos se llevaban el cuerpo inconsciente del paciente número 43, supo que iba a tener que dejar el empleo del hospital y largarse lo más lejos de Santa Mondega que le fuera posible. Con aquel paciente no se podía jugar. Eso lo sabía todo el personal del hospital. Todos los otros internos eran asesinos que habían alegado demencia o locos que predecían el fin del mundo y trataban de asegurarse de que dicho fin llegara efectivamente. El único paciente simpático que había en el centro era Casper, más conocido como Cuarenta y Tres. Era un tipo simplón, muy agradable y educado, pero profundamente paranoico y con una edad mental de unos ocho años. Casi con seguridad, era el paciente menos agresivo de todos, en cambio nadie se atrevía a meterse nunca con él. Por muy locos o perturbados que estuvieran los otros internos, había una cosa que todos ellos sabían que no debían hacer: molestar a Casper. Si lo hicieran, recibirían una visita nocturna y un desagradable puñetazo de su hermano, un individuo al que no convenía tocar las narices.
El hermano de Casper no iba mucho de visita por allí, se dejaba caer quizá cada seis o siete semanas. Siempre se cercioraba de dejar pagada la estancia de su hermano pequeño para varios meses, e insistía en preguntar al que estuviera en la recepción en aquel momento si alguien había molestado a Casper desde la última vez que lo visitó él. Y como también los recepcionistas le temían demasiado para arriesgarse a mentirle al respecto, cantaban de plano y delataban a todo el que le hubiera birlado lápices de colores a Casper, o le hubiera pellizcado, o simplemente le hubiera cambiado el canal de la televisión mientras estaba viendo Barrio Sésamo. Todos los culpables pagaban por sus actos y nadie cometía el mismo delito dos veces, de modo que en términos generales la estancia de Casper en el hospital Doctor Moland había sido bastante agradable. Pero dicha estancia había tocado a su fin, y a consecuencia de ello también iba a finalizar la estancia de Devon Hart.

En aquel preciso momento Hart estaba sentado en el cubículo 3 del aseo de caballeros de la planta baja, con la cabeza entre las manos y los pantalones bajados hasta los tobillos. Tenía el vientre revuelto desde que vio a Igor y Pedro introduciendo el cuerpo de Casper en la trasera de la furgoneta. Ya eran las tres de la madrugada. Sólo le quedaban tres horas de turno de trabajo, y ya no regresaría nunca más. Estaba decidido. A la mierda que le pagasen o no, no pensaba volver a asomar la cara por aquel edificio.
Al cabo de treinta minutos de intentar defecar y habiendo fracasado tristemente, por fin decidió que ya no lo intentaba más. Se subió los pantalones, accionó la cisterna y se acercó a uno de los lavabos para lavarse las manos.
El espejo colgado en la pared por encima del lavabo de plástico blanco confirmó sus peores miedos. Tenía muy mala cara. Así era como se sentía, también, y no sólo porque tuviera un agujero en carne viva en la mano, que ahora llevaba fuertemente vendada; la verdad era que había entregado a Casper con demasiada facilidad. Y tampoco era únicamente porque tuviera miedo de la represalia que pudiera tomar el hermano mayor del chico. Iba a tener que vivir con la carga de saber que había permitido que dos tipos que evidentemente eran unos matones sorprendieran y secuestraran a un completo inocente. Aquello iba a pesarle para siempre en la conciencia.
Compuso una serie de muecas mirándose en el espejo del lavabo y procuró no pensar en lo que podría haberle sucedido a Casper. En el vaho que se condensaba en el cristal pareció dibujarse la palabra «culpable» justo a la altura de su frente. Culpable era como se sentía. Le costaba trabajo incluso mirarse a sí mismo a los ojos, y de tanto contemplar aquel rostro reflejado que lo miraba a su vez con autocompasión, terminó por sentir náuseas. Se le llenó la boca de saliva como si fuera a vomitar. Abrumado de pronto por un intenso odio hacia sí mismo, escupió a la cara que le devolvía el espejo para ocultar en parte aquella patética expresión.
Devon no tuvo que contemplar su imagen reflejada durante mucho más tiempo, porque cuando la saliva comenzó a resbalar del espejo, de repente el cuarto de baño se sumió en la oscuridad. Aquello lo despertó de su estado de trance y lo devolvió al momento real.
«¿Se ha ido la luz? Mierda —pensó—. ¿Qué más puede salir mal esta noche?»
Sin ver ni un atisbo de luz por ninguna parte, echó a andar, con paso inseguro y los brazos extendidos por delante, hacia donde calculaba que estaba la salida. Una vez que palpó la madera pintada de la puerta, la recorrió con las manos hasta que dio con la manilla y la hizo girar. La puerta se abrió fácilmente, pero se desilusionó al encontrarse con que el pasillo de fuera estaba igual de oscuro.
Sabía que en la cocina del personal había una linterna guardada en un cajón, de modo que dobló a la izquierda y avanzó lentamente por el pasillo, con una mano en la pared y la otra extendida, para no chocar con nada. Consiguió recorrer como unos diez pasos en medio de la oscuridad y del silencio, cuando de pronto sucedió una cosa que le provocó un escalofrío. Por espacio de unos instantes había sabido lo que era estar ciego, e incluso sordo en cierta medida; lo único que oía eran sus propias pisadas. Pero ahora oyó a otra persona caminar por el pasillo, detrás de él. Presa del pánico, se volvió y exclamó hacia la oscuridad:
—¿Oiga? Nadie respondió.
—Oiga —repitió, esta vez en tono más bajo—. ¿Hay alguien?
Nada. Debían de haber sido imaginaciones suyas. Dio media vuelta y prosiguió hacia la cocina, apretando la mano con fuerza contra la pared a fin de tranquilizarse.
Entonces lo oyó de nuevo. Otra pisada, detrás de él. Se paró en seco, petrificado en el sitio. Y aguzó el oído. Decididamente, a su espalda había alguien. Lo oía respirar. Porque lo oía, ¿verdad? Sí, sin duda. Sabía de sobra cómo sonaba la respiración de una persona. Él mismo contuvo el aliento unos segundos para cerciorarse de que el que respiraba no era él.
—Oiga —dijo nuevamente, esta vez sin mirar atrás—. Oiga, sé que ahí hay alguien, lo estoy oyendo.
Temiendo en dónde podía estar metiéndose, se volvió una vez más y miró fijamente la fosa negra en que se había convertido el pasillo que llevaba a la zona de recepción.
Entonces se hizo la luz, aunque sólo un poquito. Diez metros por delante de él vio parpadear una luz. Una llama diminuta, como del tamaño de la uña del dedo meñique. Al principio lo desconcertó, pero enseguida comprendió lo que era. Un cigarrillo. Sin embargo, cosa extraña, dio la impresión de haberse encendido solo.
—Oiga —repitió una vez más. Ya estaba empezando a tener miedo en serio, notaba que le faltaba el aire en los pulmones. Allí había alguien. Había revelado su presencia fumando, en cambio no decía nada—. ¿Quién es? —preguntó de nuevo, forzando la vista con la esperanza de ver alguna figura tras el débil resplandor de la brasa del cigarrillo.
Al cabo de lo que se le antojó un siglo, vio que el brillo del cigarrillo aumentaba de intensidad por última vez y que quien fuera que lo sostenía lo tiró al suelo. Se lo quedó mirando, observando cómo se extinguía poco a poco, esperando que la persona en cuestión lo apagara definitivamente. Pero se quedó tal cual. Entonces volvió a oír pisadas. Aquel visitante no deseado comenzó a moverse en dirección a él, sus botas iban haciendo cada vez más ruido y sus pasos iban acelerándose a cada momento que pasaba.
Al fin las pisadas se detuvieron. Y entonces Devon Han sintió una mano que se cerraba en torno a su garganta.

El Ojo de la LunaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora