Sesenta y dos

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Cuando el encapuchado dio otro paso hacia él, Yunque se apresuró a bajar la vista hacia el suelo, con la esperanza de que aquello lo volviera invisible. Era absurdo entrar en una batalla de miradas con Kid Bourbon. ¿A qué soliviantarlo? Aquel tipo no necesitaba precisamente tener una excusa para matar. Si los rumores que hablaban de él estaban en lo cierto, era capaz de matarlo a él sólo porque le había mirado mal. A no ser, claro está, que acabase de experimentar una especie de revelación y hubiera decidido dejar de matar. Pero, ya fuera lo uno o lo otro, alguien, por lo menos una persona, estaba a punto de ser barrida del mapa. De aquello no le cupo duda.
Cuando Kid pasó por su lado rozándolo ligeramente con el gabán, Yunque se las arregló para descender un peldaño de la escalera, lo justo para apartarse un poquito del escenario de la acción que sin duda estaba punto de desatarse.
Toro y sus hombres se volvieron justo a tiempo para ver al hombre encapuchado que había llegado al rellano en que se encontraban ellos. No lo tenían ni a seis metros, y en cuanto éste vio que se daban la vuelta rápidamente con las armas apuntadas en su dirección, introdujo una mano en el gabán en busca de una pistola. Con una velocidad extraordinaria, extrajo una de sus semiautomáticas (una Beretta de 9 mm, nada menos) y apuntó a Toro y a sus tres camaradas. Consiguió efectuar un disparo.
Los miembros de la. Compañía de las Sombras no eran precisamente principiantes. Toro, en particular, no había ido hasta allí para echar a perder la mejor oportunidad que tenía de vengarse. Disparó una ráfaga sin previo aviso. Su fusil automático descargó plomo sin piedad contra su enemigo y le acribilló el pecho con un sinfín de balazos en cuestión de segundos.
Yunque tuvo el tiempo justo de ver que el solitario disparo que había efectuado Kid Bourbon no llegó a alcanzar a Toro ni a ninguno de sus hombres. En lugar de eso, atravesó con letal precisión la puerta abierta de la habitación 24 y se alojó en el centro mismo de la frente de la desgraciada criatura que colgaba del techo. Kione llevaba tanto tiempo siendo torturado sin piedad, que sin duda debió de agradecer con profundo alivio que alguien pusiera tan rápido fin a su sufrimiento. El infierno iba a ser un paseo por el parque en comparación con el suplicio al que había sido sometido durante los dieciocho últimos años. Y al infierno fue adonde se encaminó.

Los lastimosos restos de aquel ser por fin hallaron la muerte.
Una vez que Toro y sus hombres abrieron fuego, Yunque tuvo la inteligencia de agacharse en la escalera y taparse los oídos. Los otros tres integrantes de la Compañía de las Sombras habían secundado al instante la iniciativa de su jefe y también habían disparado sus armas sin piedad contra el objetivo. Yunque, agazapado en la escalera, vio cómo la figura encapuchada se tambaleaba hacia atrás. Con cada paso que daba se incrementaba la certeza de que en cualquier momento terminaría por desplomarse. De hecho, pensó Yunque, si los soldados dejaran de disparar, su víctima se derrumbaría mucho antes, porque cada nuevo balazo que recibía lo sacudía y lo mantenía en pie. Pero finalmente cayó, y entonces cesó el fuego. Había recibido al menos treinta disparos. Quedó una gran nube formada por el humo que despedían las armas de los soldados, y también una gran cantidad de sangre, procedente de las heridas del antiguo vecino de Yunque.
Pero Yunque no notó el silencio que siguió al tiroteo, porque no oía nada que no fuera el silbido que tenía en los oídos (a pesar de que se los había tapado con las manos) por culpa del ensordecedor estruendo de las armas de fuego.
Toro indicó con una seña a uno de sus hombres que se aproximase al cuerpo sin vida que yacía frente a ellos, junto al arranque de las escaleras.
—Examínalo —ordenó.
El tipo fornido y sin afeitar que llevaba la horrible cicatriz en la cara (era Navaja, si Yunque hubiera sabido cómo se llamaban) obedeció a su jefe y puso los dedos en el cuello de Kid para ver si tenía pulso. Al cabo de unos segundos, volvió a mirar a Toro y movió la cabeza en un gesto negativo.
—Sí, está muerto —informó.
Toro exhaló un suspiro de alivio. Por fin. Después de todos aquellos años, por fin se había cobrado la venganza que tanto ansiaba.
—Levántalo —rugió al tiempo que extraía un machete de una funda que llevaba atada a la pernera izquierda del pantalón—. Quiero su cabeza.
Navaja, que, al igual que todos ellos, poseía una fuerza increíble, alzó el cadáver todo lo que pudo. Consiguió elevarlo hasta ponerlo de rodillas, y a continuación asió la tela de la capucha para sostener la cabeza en alto a fin de facilitar el golpe a su jefe.
Con un método no muy diferente del que había empleado hacía poco Jessica para ejecutar a Peto, Toro asestó un fuerte mandoble con la hoja. Un segundo después, su colega ya no sostenía nada más que una capucha vacía, porque la cabeza que antes ocultaba se había separado de los hombros del muerto y había rodado por el suelo hasta detenerse por fin a los pies de Toro. Estaba toda ensangrentada y presentaba un gran agujero en la nuca, posiblemente a resultas de un balazo que le penetró por la cuenca de un ojo.

Toro cogió la cabeza asiéndola por el cabello y la sostuvo en alto.
—Ahora ya no eres tan duro, ¿eh? Te dije que iría a por ti, hijo de puta.
Acto seguido lanzó la cabeza al soldado del penacho rosa, que estaba de pie a su espalda.
—Métela en una bolsa con hielo y vámonos de aquí cagando leches.

El Ojo de la LunaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora