Cuarenta y uno

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El detective Randy Benson hizo un alto en el Ole Au Lait para meterse un chute rápido de cafeína. Iba de camino a su cita secreta, fijada para dentro de una hora. Era una cita importante, pero aún era un poco temprano. No quiso quedarse matando el tiempo en la comisaría de policía, porque había descubierto una cosa que no deseaba que supieran De la Cruz ni Hunter, y era muy consciente de que aquel edificio era el emplazamiento ideal para un intento de asesinato por parte de Kid Bourbon, de manera que le pareció perfecto tomarse tranquilamente un café a solas en el siempre apacible ambiente del Ole Au Eait. O por lo menos, debería haber sido apacible.
Copito tuvo la amabilidad de llevarle el café a la mesa, junto con una selección de donuts en una bandeja plateada. El escogió un par de ellos, y la guapa joven que trabajaba de camarera se los puso en un plato de porcelana blanca colocado al lado del café, en la mesa redonda y de madera a la que había tomado asiento.
Cuando la camarera regresó a la barra, Benson dedicó unos instantes a admirar su forma de menear aquel culito pequeño y respingón debajo de la minifalda negra. La verdad es que era un milagro que todavía no se la hubiera cepillado alguno de los vampiros del lugar. Tal vez, si las cosas le salían bien aquella noche, volviera a dejarse caer por allí para propinarle un mordisquito a la chica. Pero de momento iba a tener que conformarse con el pegajoso aro de chocolate o con el azúcar de los donuts que le había dejado en la mesa.
Justo cuando estaba a punto de morder el donut cubierto de chocolate, la noche dio un giro inesperado. Un individuo trajeado en el que no se había fijado pero que lucía una tremenda corpulencia, y que estaba sentado a la barra, se levantó y se acercó hasta su mesa. Tenía el cráneo rapado al cero y llevaba gafas de sol oscuras. Vestía un traje gris plateado de aspecto caro. A medida que fue aproximándose a Benson se fue haciendo más obvio el tamaño real que tenía; a cada paso que daba parecía más grande, hasta que por fin se plantó delante del detective con su bastante más de metro ochenta de estatura y como metro y medio de ancho.
—¿En qué puedo servirle? —preguntó Benson.
En la mesa de Benson no había más sillas, de modo que, sin mirar, el otro alargó la mano izquierda y cogió una de la mesa de al lado. El hecho de que en ella estuviera sentado un joven no le importó lo más mínimo. El joven en cuestión, un estudiante de rostro rubicundo y pelo largo que estaba charlando animadamente con su novia, cayó despatarrado en el suelo al faltarle el asiento.
—¿Pero qué coño...? —exclamó, sobresaltando a varios clientes del café. Estaba todo tenso y preparado para una confrontación, pero con sólo mirar una vez el gesto del hombre que le había quitado la silla optó sensatamente por buscarse otra que estuviera libre. Benson había observado sin alterarse lo que acababa de hacer el gigante, y siguió observando cuando éste tomó asiento frente a él.
—Verá, hay gente a la que no le gusta que le hagan eso —indicó a su visitante.
—Todos tenemos cosas que no nos gustan —replicó el otro sin apenas mover sus labios finos e incoloros.
—Muy cierto. Verá, una cosa que no me gusta a mí es que se sienten desconocidos a mi mesa cuando me estoy tomando un café. ¿Por qué no se busca otro sitio?
—Porque quiero sentarme aquí.
Benson no se dejó amilanar por la corpulencia de su interlocutor. Daba igual el tamaño que tuviera. Él, un no muerto, últimamente era más que capaz de lidiar con quien fuese. Se inclinó un poco sobre la mesa y dio un bocado a su donut de chocolate.
—Un donut... —Fue uno de esos comentarios que podrían interpretarse como una afirmación o como una pregunta. El gigante se lo tomó como una pregunta.
—No, gracias. Es malo para las arterias, no sé si lo sabes. Venga, deja de comer esa mierda. Como le pegues otro mordisco mientras yo te estoy hablando, te hago un culo nuevo.
Benson percibió en el tono del otro que lo decía plenamente convencido. Aunque no resultaba estrictamente necesario actuar con cautela, decidió recurrir a ella de todos modos, más por curiosidad que por otra cosa. Así que dejó el donut en el plato de porcelana.
—Muy bien, tío grande. ¿Quién coño es usted? El otro se inclinó sobre la mesa hasta que las caras de ambos quedaron a escasos centímetros la una de la otra.
—Soy tu superior.
Benson no se impresionó lo más mínimo.
—Verá, yo dependo directamente del jefe de la policía de...esta ciudad. Y puedo asegurarle que él tampoco es mi superior. Es solamente una fachada. El que manda en Santa Mondega soy yo, así que por muy superior mío que se crea usted, yo estoy todavía un poquito más por encima. ¿Lo pilla?
El gigante se reclinó en la silla y sonrió. Con seguridad en sí mismo. Aquel gesto no preocupó a Benson, pero sí lo desconcertó. ¿Quién coño sería aquel tipo?
—Tú pretendes ocupar el puesto de Archie Somers, o Armand Xavier, o como coño se llamase, ¿verdad? —dijo el gigante.
—Ya he ocupado el puesto de Archie Somers, gracias. No necesito que usted me preste ninguna ayuda para eso.
—Somers y yo éramos amigos, ¿sabes?, cuando se llamaba Armand Xavier.
—Bien, pues lo felicito.
—Pero luego me traicionó. Yo no le di permiso para que se casara con mi hija, de modo que él y su compañero de fechorías, Ishamel Taos, me tendieron una trampa. Un asunto bastante desagradable. Me encerraron en una tumba, en estado momificado, durante una larga temporada. Estoy hablando de varios siglos.
A Benson se le encogió el estómago.
—¿Cómo ha dicho?
—Ya me has oído. —El gigante se quitó las gafas de sol y dejó ver la prueba definitiva e incontrovertible. En el espacio que debía ocupar el ojo derecho, tenía una piedra translúcida de un color verde intenso—. El jefe soy yo. Llámame Señor Oscuro, si quieres. Podrías probar a llamarme Momia, pero no te lo aconsejo. Hay quien me llama señor E, pero es un nombre que está empezando a resultar demasiado repetitivo. Ahora bien, si quieres borrarte de la cara esa sonrisa alelada que tienes, puedes llamarme Ramsés Gaius. Así es como me llaman mis amigos. Y da la casualidad de que tú, joven, eres amigo mío.
—¿Gaius? ¿Cómo es eso?
—No te preocupes. Te he estado observando, Benson. A ti y a tus dos amigos, De la Cruz y Hunter. Menuda panda de idiotas formáis los tres. Contratando a hombres lobo para que os hagan el trabajo sucio. ¿Es que no tenéis respeto por vosotros mismos?
—Pues...
—Calla. Estoy hablando yo.
—Perdón.
—Haces bien en pedirme perdón. Tú y tus secuaces habéis interferido en mis asuntos. Os habéis puesto a buscar a Kid Bourbon sin contar con mi bendición.
—No me di cuenta de que tuviéramos que...
—Silencio.
Gaius hablaba en tono suave pero firme, y Benson percibió que sería una grave insensatez interrumpirlo de nuevo.
—Yo ya tenía un plan en marcha para encontrar a Kid Bourbon, y no incluía irritarlo como lo habéis irritado vosotros. Ahora vais a tener que subsanar el error que habéis cometido. Yo podría haberlo liquidado mientras durmiera, pero ahora tú y tus amigos lo habéis vuelto todo un poquito más complicado. De modo que vais a tener que compensarme.
Benson aguardó el tiempo suficiente para estar seguro de que le tocaba hablar a él. —Adelante. ¿Qué es lo que quiere que haga?
—Lo único que necesito de ti es el nombre de Kid Bourbon y el Santo Grial. —¿Eso es todo?
—Eso es todo.
—Pues es fácil. Puedo proporcionarle el nombre ahora mismo.
—¿En serio? —Gaius dejó ver lo mucho que lo sorprendía que Benson tuviera dicha información a mano.
—Sí. Se hace llamar Juan Desconocido.
—¿Cómo?
—Juan Desconocido. Según un trabajo de investigación que realizó una mujer llamada Stephanie Rogers, que estaba en el caso, su madre no le puso nombre. No quería que le ocurriera nada malo cuando era pequeño, de modo que, para que no figurase en ningún registro, no lo inscribió al nacer.
—¿Y cómo ha podido vivir sin tener nombre?
—Mierda, yo qué sé. A lo mejor su madre le llamaba Juan Desconocido cuando estaba en casa. ¿Cómo coño voy a saberlo yo?
Ramsés Gaius reflexionó unos instantes antes de volver a hablar.
—Fascinante. Bien hecho, Benson. Ahora, lo único que tengo que hacer es lo que me hicieron a mí Xavier y el padre de Kid.
—¿Y qué es?
—No es de tu incumbencia. —Vale.
—Bueno, hasta ahora has enmendado moderadamente bien el error cometido. Ya tienes hecha la mitad del trabajo. Ahora, lo único que te queda por hacer es conseguirme el Santo Grial. No se te ocurra engañarme, sé que lo tienes. Cuando me lo hayas entregado, te convertiré en mi Sumo Sacerdote.
—¿Y qué quiere decir eso exactamente?
—¿Es que no sabes en qué consiste servirme como Sumo Sacerdote? —¿En tener que sacarle brillo al ojo una vez por semana?
En aquel momento se aproximó desde la zona del mostrador una figura en la que Benson no había reparado anteriormente. Era mucho más pequeña que Gaius, pero tenía un físico magnífico. Era la mujer que deseaban todos los vampiros por encima de las demás: Jessica, el Ángel de la Muerte. Iba vestida con su tradicional atuendo negro de los pies a la cabeza: pantalón de cuero muy ajustado y una fina blusa de seda abotonada aproximadamente hasta la mitad.
Cuando llegó a la mesa, se quedó de pie a la derecha de Gaius y se inclinó hacia delante hasta situar el rostro a escasos centímetros del de Benson y el escote prácticamente debajo de su barbilla. Un rostro verdaderamente precioso. Piel suave como la seda, unos ojos enormes de color castaño y una melena negra y brillante que le caía hasta el hombro y que enmarcaba a la perfección un óvalo blanco como la nata.
—Podría ser toda tuya, cielo —le susurró con una voz que sin duda alguna era la más sexy que Benson había oído en toda su vida—. Piénsalo. Tú y yo, una cama con cuatro columnas, un poco de nata montada y unas esposas. ¿Qué te parece, eh? Sé que ya me deseaste en una ocasión, pero ahora te estoy ofreciendo la posibilidad de tenerme estando consciente.
¡Joder, joder! El Ángel de la Muerte era una diosa a la que codiciaban de manera instintiva todos los vampiros, aunque sólo resultaba accesible para los más poderosos. Benson notó que ya se le estaba tensando la tela del pantalón. Tenía aquello al alcance de la mano, y lo único que tenía que hacer era ir a buscar el Santo Grial. Un juego de niños.
—Y bien, ¿te apetece? —preguntó Jessica.
—Joder, claro. Me apetece mucho —contestó Benson con entusiasmo.
—Entonces, ¿a qué estás esperando? Benson se bebió el café que le quedaba, aún caliente, de un solo trago.
—Voy ahora mismo —dijo al tiempo que se ponía de pie y, al darse la vuelta para esquivar a Jessica, tiraba de la mesa el plato de porcelana con el inesperado bulto que se le había formado en los pantalones. Ella le dirigió una mirada admirativa.
—No tardes —ronroneó.
Benson, ligeramente aturdido y enormemente excitado, salió del café como una exhalación. Sabía que para hacerse con el Santo Grial era posible que tuviera que cazar a Kid Bourbon. Era sin duda un adversario difícil, pero él contaba con una pequeña ventaja, un arma secreta que había preferido no compartir con sus colegas Hunter y De la Cruz, y tampoco con sus nuevos amigos Ramsés Gaius y Jessica. Lo único que tenía que hacer era ir a por ella, y entonces,' todo el poder que ansiaba y la mujer que deseaba serían suyos al momento.
De hecho, era posible que incluso se volviera más poderoso que Gaius.

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