Once

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—¿Se puede saber qué coño has hecho? —solicitó saber JD.
Kione le respondió con una sonrisa tan exagerada que dejó al descubierto unas encías ensangrentadas y algunos fragmentos de cartílago que se le habían quedado entre los dientes. Las ropas marrones y raídas que llevaba se veían salpicadas de sangre y de mechones de cabello apelmazado, del cual había también restos visibles debajo de sus largas uñas. Estaba apoyado contra la encimera de la cocina, con un aire insufrible de satisfacción y contento, justamente lo contrario de lo que sentía tras el reciente encuentro con JD.
—Deberías haberme matado cuando tuviste oportunidad —se burló—. Mira lo que acabas de perder ahora.
Indicó con un gesto algo que tenía a su izquierda, en el interior de la cocina. Aunque JD sabía que estaba a punto de ver algo horrendo, penetró en la estancia y miró detrás de la puerta para ver qué estaba señalando el vampiro.
Entonces vomitó. Al notar el líquido caliente que le ascendía por dentro del cuerpo y le llegaba a la boca, se dobló sobre sí mismo y escupió sobre las baldosas blancas de la cocina.
Kione rompió a reír. Estalló en carcajadas.
María, la madre de JD, yacía en el suelo en medio de un charco de color escarlata, con un tremendo agujero en el cuello del que manaba sangre a una velocidad alarmante. No estaba muerta, pero era evidente que se encontraba en estado de shock porque tenía la mirada fija en el techo y movía la boca débilmente, como si luchara por inhalar aire. La blusa blanca estaba teñida de rojo, y tenía la minifalda levantada a la fuerza hasta la cintura. Resultaba demasiado obvio que había sido violada de todas las maneras posibles por la perversa criatura que ocupaba la cocina. Aunque JD no deseaba en lo más mínimo conocer los detalles precisos, era evidente que su madre había sufrido indescriptibles torturas físicas, sexuales y psicológicas a manos de aquella bestia. Así lo indicaban las señales físicas, y la expresión que mostraba su rostro lo atormentaría hasta el final de sus días, quedaría grabada en su memoria como una inscripción hecha en piedra. Su reacción instintiva fue la de correr a su lado. Era justo lo que esperaba Kione, de modo que en un abrir y cerrar de ojos lo lanzó de un empellón hacia atrás, contra los armarios que forraban la pared, y lo aprisionó contra ellos para impedir que tocase a su madre.
—¿Ves lo que consigues? — siseó el vampiro —. Si tú me jodes a mí, yo jodo a tu madre. Y cuando haya terminado contigo y con la furcia de tu madre, de postre, pienso ir a por tu hermanito. ¿Qué te parece eso... espantapájaros?
El vampiro tenía los largos y huesudos dedos de su mano izquierda cerrados en torno al cuello de JD, lo que bloqueaba el aire de los pulmones. Con la otra mano sujetaba el brazo izquierdo del joven contra la encimera de la cocina, para que no pudiera empujarlo a él. JD, frenético, llevó la mano derecha hacia atrás con la esperanza de encontrar algo que le sirviera de arma en el tablero que se le estaba clavando en la espalda. Palpó la superficie a ciegas buscando los cuchillos de cocina que tan a menudo empleaba su madre para guisar. Nunca estaban demasiado accesibles, por si acaso a Casper le daba por cogerlos y se hacía daño.
Kione apretó con más fuerza, y luego otro poco más, observando con satisfacción cómo empezaba a perder color la cara de su joven adversario. Entonces se inclinó sobre él, ansioso de morder aquella carne blanca del cuello.
Pero en el momento en que el vampiro abría la mandíbula todo lo que ésta daba de sí y se preparaba para atacar una de las abultadas venas de su víctima, de repente se vio asaltado por un dolor insoportable. Kione ya había experimentado dolores intensos en otras ocasiones, pero éste era el peor que había conocido. Lanzó un alarido de sorpresa y confusión. La mano derecha de JD había agarrado un afilado cuchillo de picar que yacía oculto detrás de una antigua y oxidada tostadora cromada. Con una brutal estocada, logró clavarlo hasta el fondo del ojo izquierdo de Kione. Justo por el centro de la pupila. Sangre en todas direcciones, y a continuación el repugnante sonido de algo que revienta. El ojo izquierdo del vampiro había sido arrancado de su órbita en el movimiento de retirar la hoja, a la cual permaneció ahora firmemente adherido, todavía con un fragmento del seccionado nervio óptico colgando de un lado.
Aullando de dolor, el vampiro soltó el cuello de JD y retrocedió tambaleándose. Visiblemente trastornado, su rostro mostraba una expresión atormentada de profunda estupefacción. Sus piernas se parecían a las de una cría de jirafa que estuviera intentando dar sus primeros pasos, porque se le doblaban a causa del esfuerzo que le costaba sostenerse en pie. Chilló una vez más, igual que un niño pequeño al que de pronto le negaran su juguete preferido. Con una mano se apretaba el tremendo agujero en el que antes estaba el ojo, intentando en vano contener el flujo de sangre que se le filtraba entre los dedos.
JD no pudo aprovechar de inmediato el momento de debilidad del chupasangre, porque estaba doblado sobre sí mismo intentando desesperadamente recuperar el resuello. Necesitó tres o cuatro inspiraciones profundas para abrir la tráquea lo suficiente y aspirar una bocanada de oxígeno que le llenase los pulmones de golpe. Acto seguido se incorporó y miró primero a Kione y luego el cuchillo que empuñaba en la mano.
No tenía tiempo para formular un plan complejo, pero fue el instinto el que tomó las riendas de la situación. Cogió el globo ocular prendido en la punta del cuchillo, lo arrancó de allí y lo arrojó al suelo. Y antes de que pudiera rebotar o alejarse rodando, le propinó un pisotón que lo despachurró contra las baldosas. Seguidamente, blandiendo el cuchillo frente a sí, se preparó para otra posible arremetida del vampiro, que estaba chillando de forma histérica y armando un tremendo estropicio dando bandazos a un lado y al otro, volcando o haciendo añicos todo aquello que no estuviera atornillado.
Aquélla no era una situación a la que estuviera acostumbrado aquel joven de dieciséis años. Jamás en su vida había empuñado un cuchillo de manera agresiva. Jamás había apuñalado a nadie. Nunca le había sacado un ojo a nadie ni lo había aplastado contra el suelo. Pero claro, tampoco se había enfrentado en su propia casa a un vampiro que acabara de violar a su madre y de devorar grandes pedazos de su carne.
Kione se volvió hacia él, preparándose para atacar de nuevo, aunque ya le quedaba mucho menos valor para luchar. Aquel puñetero chaval ya le había vencido dos veces, y la segundad que tenía en sí mismo estaba esfumándose rápidamente. Como reacción, JD le arrojó el cuchillo al estilo de los lanzadores de cuchillos de los circos. Cogió la hoja por la punta, la levantó por encima del hombro y la lanzó con el mango por delante. El arma giró una vez en el aire antes de incrustarse en el ojo que le quedaba al vampiro. De nuevo brotó la sangre, y Kione dejó escapar un agudo alarido de furia, terror y desesperación al tiempo que su mundo se volvía totalmente negro en un instante. Lo siguiente que percibió fue que su cabeza chocaba contra el suelo de la cocina al desplomarse de espaldas, y seguidamente la rodilla de JD haciendo presión contra su pecho, a fin de impedirle que se pusiera de pie. Al final, sufrió la desagradable agitación que le sobrevino cuando oyó el asqueroso reventón que indicaba que también su ojo derecho había sido arrancado de su órbita.
La siguiente sensación fugaz que experimentó fue un salvaje puñetazo en la cabeza que lo dejó inconsciente. Una sensación a la que no tardaría en acostumbrarse.

El Ojo de la LunaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora