Treinta

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Cuando fueron amainando las risas a causa de Obediencia y de su tatuaje, Dante fue invitado por Vanidad a que jugara una partida de billar con él. Viendo renacer la seguridad en sí mismo después de haberse metido en problemas de una manera tan insensata, le produjo alivio tener la oportunidad de jugar. La verdad era que se le daba bastante bien manejar el taco, de modo que se le presentaba una ocasión para impresionar. Conocía unas cuantas jugadas espectaculares que podía mostrar a los otros si todo iba rodado.
Déjà-Vu lanzó una moneda al aire. Dante pidió cara. La moneda aterrizó en la mesa y salió cara.
—Lo sabía. Otra vez cara —señaló Déjà-Vu.
A Dante le tocó empezar primero. Por desgracia, acertar con la moneda fue el último golpe de suerte que tuvo en la mesa de billar. Resultó que tan sólo tuvo tiempo para hacer la primera jugada. La bola blanca chocó contra el resto de bolas colocadas en el otro extremo de la mesa, y en aquel momento estalló otro revuelo. Del aseo de caballeros salió tambaleándose un payaso de nombre Jordan. Llevaba el mono empapado de agua y no traía una expresión precisamente feliz en la cara.
Aún quedaban en el local otros tres payasos que no se habían marchado nada más finalizar las risas por el tatuaje de Obediencia. Se encontraban junto a la mesa de billar, practicando jugadas, completamente enfrascados en lo que hacían. Pero aquello cambió cuando vieron a su compañero y el estado en que se encontraba. De inmediato se dieron cuenta de que sucedía algo malo.
—¿Qué diablos te ha pasado? —exclamó el más corpulento de los tres. Se llamaba Reuben y era difícil no verlo, debido a la descomunal peluca de rizos verdes que llevaba puesta a todas horas. Tenía la cara pintada de blanco y atravesada por una gran sonrisa de color rojo, y le colgaba del ojo una solitaria lágrima negra. El líder del clan de los Payasos no era un vampiro con el que conviniera meterse. El mono negro que llevaba disimulaba astutamente un torso bronceado y musculoso, y su cara de payaso, aparentemente bondadosa, ocultaba una personalidad agresiva. Sus dos compañeros, Ronald y Donald, que se habían situado uno a cada lado de su jefe, llevaban pelucas amarillas y monos blancos, un atuendo casi idéntico al de Jordan, el payaso que acababa de emerger del aseo de caballeros. Dejando aparte el hecho de que estaba completamente calado hasta los huesos, presentaba otra diferencia, muy visible, que lo distinguía de inmediato de sus amigos Ronald y Donald: mientras que éstos lucían la distintiva sonrisa grande y roja en mitad de la cara, Jordan no mostraba ninguna. Y sin ella daba la impresión de estar profundamente cabreado.
—¡Me han borrado la puta sonrisa de la cara! —vociferó, señalando con el dedo a todo el que se encontraba en la zona del bar. Ya sólo quedaban Payasos y Sombras, aparte de Hank, el camarero, y éste estaba dándose prisa en agacharse para quitarse de en medio.
Todas las miradas se clavaron en Silencio, la última persona que había salido del aseo de caballeros. El callado vampiro se encogió de hombros y sonrió.
—Tú... ¡jodido hijo de puta! —rugió Jordan al tiempo que se abalanzaba contra Silencio—. Sólo me he quedado dormido un puñetero minuto. ¿Qué? ¿Qué te parecería que yo te hiciera algo a ti mientras estás dormido?
Ver cómo se dirigía hecho una furia hacia Silencio, que estaba de pie junto a la mesa de billar, sólo sirvió para que todos los demás entraran en acción. Igual que si fueran una manada de leones echándose encima de un antílope herido, Payasos y Sombras convergieron procedentes de todas direcciones, listos para pelear. Dante se alegró de ver que las Sombras superaban en número a los Payasos por seis contra cuatro, o incluso por ocho contra cuatro contando a Pechugona y Cornamenta, que por el momento continuaban sentadas en la barra. Por desgracia, su alivio duró poco, porque pronto se hizo evidente que los Payasos portaban armas.
Reuben extrajo de la manga de su traje de payaso un cuchillo enorme provisto de una hoja de cuarenta y cinco centímetros, y lo mismo hicieron sus dos guardaespaldas de peluca amarilla: sacaron sendos cuchillos de gran tamaño y mango de hueso que eran lo suficientemente largos como para considerarlos espadas.
Jordan se había plantado delante de Silencio y también había desenfundado un cuchillo que llevaba oculto bajo una solapa, en la pernera de su empapado traje de payaso. Se irguió, tenso y preparado para armar bronca, a menos de dos metros de su enemigo, esperando que Reuben le diera luz verde.
Por regla general, cuando hay bronca, los vampiros esperan el visto bueno de su líder, y las Sombras estaban mirando a Vanidad, que se hallaba de pie junto a la mesa de billar en compañía de Dante. Fritz, Obediencia y Déjà-Vu ya se habían situado al otro lado de la mesa para encararse con sus oponentes y sus cuchillos.
Vanidad dijo en tono calmo, en dirección a Reuben:
—No hay necesidad de andar jugando, Reuben. Esto puede resolverse sin derramamiento de sangre.
Reuben le respondió con una risa burlona que ensanchó la sonrisa roja que tenía pintada en la cara.
—¿Tengo pinta de estar jugando? —replicó.
—Pues... sí, un poco sí—contestó Vanidad al tiempo que aferraba el taco de billar, preparado para utilizarlo en defensa propia.
Aquello sirvió tan sólo para sulfurar todavía más al payaso.
—Ese colega tuyo, Silencio, ya ha gastado demasiadas bromitas pesadas. Esta vez se ha pasado de la raya. Si nos lo entregas, el resto os podéis marchar. Ese es el trato.
—¡NO HAY NINGÚN PUTO TRRATO! —tronó Fritz, que se había situado justo detrás de Silencio—. ¡LAS SOMBRRAS PERRMANECEMOS JUNTAS!
—Pues entonces moriréis juntas.
Aquélla fue la señal para que todo se desatara. Los Payasos comenzaron a acercarse, blandiendo los cuchillos y amagando con ellos a todo lo que no les pareciera gracioso. Las Sombras cogieron las armas que pudieron, que fueron principalmente tacos de billar, y se prepararon para luchar.
Excepto Dante.
Cosa insólita en él, se quedó petrificado al ver que se estaba preparando una pelea. Nunca había sido atacado por vampiros payasos sedientos de sangre, de modo que no estaba muy seguro de cómo debía reaccionar. Pero más importante aún era que en aquel momento le cruzó una imagen de Kacy por la cabeza. La vio llorando, suplicándole que huyera al primer indicio de problemas. Odiaba ver llorar a Kacy, aunque sólo fuera en su imaginación, pero sabía que si se quedaba a pelear, existían muchas posibilidades de que lo mataran o como mínimo de que perdiera alguna extremidad. Oyó la voz llorosa de su novia que le gritaba: «¡Corre, idiota! ¡Corre!»
De manera que, mientras la pelea se iniciaba y todo el mundo atendía a ver qué arma se blandía o qué golpe se asestaba en su dirección, Dante se metió debajo de la mesa de billar para quedar fuera de alcance. No tardó en descubrir un hueco vacío en el que no parecía que hubiera nadie blandiendo un arma, así que fue hasta allí gateando y después se incorporó y echó a correr hacia la barra. Cuando la alcanzó, no perdió tiempo y se lanzó por encima del mostrador. Al otro lado estaban agazapados Hank el camarero, Cornamenta y Pechugona. Dante aterrizó junto a ellos.
—Hola —saludó con una sonrisa nerviosa.
Los tres lo miraron con una expresión que venía a decir que el hecho de que hubiera corrido allí a refugiarse con ellos les parecía más bien un acto de cobardía. Pero antes de que ninguno de ellos pudiera expresar alguna crítica apareció la cabeza de un payaso asomándose por encima de la barra, a la altura de Dante. Aquel rostro de inquietante sonrisa y peluca amarilla ya daba bastante miedo, pero es que además la figura empuñaba una hoja de gran tamaño, y parecía dispuesta a descargarla sobre Dante, que estaba en cuclillas bajo la barra.

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