Cuatro

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Sánchez odiaba ir a la iglesia, así que se hizo el propósito de no acudir con tanta frecuencia. Sin embargo, ésta era una ocasión especial, en todos los sentidos. Con esa idea en mente, había cogido la mejor ropa que tenía: unos vaqueros azules sin cortes y una sudadera blanca con cuello de polo que no tenía manchas visibles. Incluso se había puesto un poco de espuma en el pelo, negro y tupido, para darse a sí mismo esa imagen de tío peinado hacia atrás que va por ahí como dominando el cotarro.
El evento especial de esta noche se lo debían al nuevo predicador que acababa de hacerse cargo de la iglesia local, el cual era un apasionado de probar cosas nuevas. El último capricho había sido invitar a todo el que quisiera a acudir a una misa a las doce de la noche de Halloween, cuya finalidad era presentar la actuación de un invitado especial que constituía lo que el reverendo afirmaba que era «el mayor fenómeno de rock and roll de todo Santa Mondega». No había revelado cómo se llamaba dicho fenómeno, de modo que por si se daba el caso de que resultara ser algún grupo de tres al cuarto, Sánchez había venido preparado y se había traído una bolsa de papel marrón en la que llevaba unas cuantas piezas de fruta podrida para lanzárselas a cualquier personaje cuyo talento musical no fuera del nivel que él exigía.
No había duda al respecto: la iglesia de la Bendita Santa Úrsula y las Once Mil Vírgenes era un espectáculo magnífico, tanto por dentro como por fuera. Cuando hacía buena noche, el antiguo edificio destacaba en contraste con la oscuridad del cielo, con sus muros de estuco blanco resplandeciendo a la luz de la luna y su aguja apuntando hacia las estrellas. Pero esta noche de Halloween en particular era más oscura que ninguna. Justo cuando empezó el sermón, los nubarrones que llevaban buena parte de la noche cerniéndose sobre la iglesia liberaron por fin su carga. El aguacero descargó sobre la Casa del Señor como una verdadera tromba.
Desde donde estaba sentado, diez filas más atrás, Sánchez alcanzaba a oír el repiqueteo de la lluvia contra las vidrieras que había detrás del altar en el que se encontraba el reverendo. Los bancos de la iglesia estaban abarrotados de gente de todas las edades y de toda condición social. Sánchez tenía sentado al lado al tonto del pueblo, un chico de doce años que se llamaba Casper y que, según decían, no estaba muy bien de la cabeza. Nadie sabía con exactitud qué era lo que le pasaba, pero Sánchez lo había visto durante toda su infancia, el pobrecillo, siendo intimidado sin piedad por otros chicos. Y no sólo se debía a que el chaval era un poco «pueblerino»; además era gracioso de ver. Llevaba siempre el pelo apuntando en ocho direcciones distintas, y lo mismo le ocurría con los ojos, más o menos. Era uno de esos chicos que, al mirarlos, uno casi espera ver el fogonazo de un relámpago y a continuación el estallido del trueno y quizás una campana de iglesia al fondo. Por supuesto, sólo para aterrorizar a Sánchez, aquello era exactamente lo que estaba sucediendo en esta noche en particular.
La iglesia no estaba bien iluminada. Para esta velada especial se había recurrido a una iluminación totalmente basada en velas colocadas en unos enormes candelabros de pared repartidos por el recinto, además de los dos gigantescos cirios de iglesia situados en sendos extremos del altar, y que iluminaban con sus llamas parpadeantes el alto crucifijo de oro que ocupaba el centro del mismo. (En realidad no era de oro, sino de bronce. En Santa Mondega, cualquier objeto que pareciera de un metal precioso no duraba mucho tiempo en su sitio, a no ser que estuviera atornillado y vigilado día y noche por pit bulls semisalvajes.) La razón de que el alumbrado fuera tan escaso, según supuso Sánchez al fijarse en lo incongruente de una masa de equipos de sonido de la tecnología más moderna, acompañados de la correspondiente masa de cables que atestaban el espacio de delante del altar, era que el concierto de rock que vendría a continuación debía de incluir un espectáculo de luces estroboscópicas.
Para Sánchez, aquella falta de luz no hacía sino empeorar las cosas, porque cada vez que se oyera un trueno las velas oscilarían un poco, mientras que en los destellos súbitos de luz lo único que vería sería al pirado que tenía al lado mirándolo fijamente con aquellos ojos de loco. Y después, como estaba previsto, se oiría la campana de la iglesia y el chico le sonreiría con una expresión de las que ponen los pelos de punta. Sánchez se hubiera cambiado de sitio, pero la iglesia estaba llena hasta los topes. En los bancos de atrás no quedaba ni un hueco libre, y no le apetecía sentarse demasiado delante, no fuera que le hicieran levantarse para participar en las historietas, excesivamente entusiastas, que montaba el reverendo. Corría el rumor de que el nuevo cura era un simpatizante de la «Nueva Era», y que por eso prefería que lo llamasen «reverendo» en vez de «padre». Tanto si era verdad como si no, como era un hombre joven y lleno de energía, tenía por costumbre levantar de su asiento a varios miembros de la congregación para que participaran en improvisados juegos de rol a lo «David y Goliat».
Después de escuchar al reverendo hablar con vehemencia durante más de una hora de Dios, de Jesucristo y de todas esas cosas, Sánchez empezó a ponerse nervioso. En realidad, había venido únicamente para ver qué tal tocaba el grupo. Si era bueno, vería si lograba convencerlo de que actuase en su bar nuevo, el Tapioca, que tenía en el centro de Santa Mondega. Si era una mierda, pensaba levantarse y marcharse a casa. Pero antes descargaría la fruta podrida.
Por fin, a las doce y cinco de la noche, el reverendo finalizó el sermón y los presentes empezaron a removerse y prepararse para la actuación. Por detrás de un pulpito de madera de metro y medio de alto que habían colocado en una plataforma elevada delante del altar, el reverendo (que para ser cura era todo un tiarrón, se dijo el propietario del bar) se dirigió a su público. Aunque apenas pasaba de los veintipocos años, lo cierto era que tenía una presencia que imponía, y Sánchez percibió que debajo de aquella larga túnica negra y seria había un individuo musculoso y de complexión bastante ancha. Seguramente por eso las seis o siete primeras filas estaban ocupadas por jóvenes cristianas y fulanas disfrazadas de jóvenes cristianas. Todas estaban pendientes de cada palabra que decía. «Hay que joderse —pensó Sánchez para sus adentros—. Han venido únicamente para ver al reverendo. ¿No tendrán vergüenza? ¿Y cuándo coño van a empezar a tocar los músicos?»
—Bien, amigos, estoy seguro de que ya estáis cansados de oírme hablar a mí — dijo el reverendo sonriendo a la congregación. Tenía una de esas sonrisas que derriten a las mujeres, y para ser un cura, pensó Sánchez, también un brillito en los ojos que resultaba de lo más impropio—. Sólo me quedan un par de cosillas que comentaros antes de que comience la actuación musical de esta noche. En primer lugar, quisiera pediros a todos que seáis generosos y al salir depositéis un donativo en las cajas que hay junto a la puerta.
Su tono de voz contenía un inconfundible toque de agresividad, y los presentes se revolvieron nerviosos en sus asientos. (En Santa Mondega, la caridad empezaba por uno mismo, y en uno mismo terminaba también.) El reverendo hizo una pausa, a todas luces para reflexionar sobre lo que iba a decir a continuación.
—Y en segundo lugar —exclamó con voz tronante—, y he de decir que me causa cierta decepción, me han informado de que se han encontrado restos de orines en el agua bendita. Os ruego a todos que por favor no toquéis el agua que hay en las pilas de la entrada oeste. Para actos sagrados, disponemos de un poco de agua bendita embotellada; para lo demás, si alguien tiene sed puede utilizar el agua del grifo. — Miró a su público con expresión severa y luego agregó—: Y si descubro quién ha sido el responsable de tan deplorable acción, que Dios le ayude.
Esto último fue acogido por los fieles con una mezcla de chasquidos de lengua y gestos negativos con la cabeza, en señal de desaprobación. De pronto Sánchez se percató vivamente de que el chaval lunático que tenía sentado al lado lo estaba fulminando con la mirada, como si sospechase que él había sido el causante de dicha contaminación.
—¿Qué? —le preguntó susurrando, inquieto por la mirada entornada e inescrutable del chico.
El chaval meneó la cabeza en un gesto negativo, y acto seguido se cubrió con la capucha de la parka y volvió el rostro para mirar de nuevo al frente. Sánchez centró otra vez la atención en el predicador. No convenía que lo descubriesen mirando fijamente a un muchacho retrasado. Parecía más bien absurdo. No creaba buena fama en absoluto.
Allá junto al pulpito, el reverendo estaba accionando unos cuantos interruptores de una consola de control que tenía ante sí. Primero empezaron a encenderse y parpadear las luces del equipo de sonido, y después entró la música. Por los enormes altavoces comenzó a sonar el tema central de la película 2001: Una odisea en el espacio. A Sánchez le gustaba aquella melodía, y la verdad fue que creó ambiente, sobre todo en la oscuridad de aquella nave surcada por corrientes de aire, con la lluvia todavía golpeando el tejado y las ventanas.
La música llevaba sonando menos de veinte segundos cuando de pronto penetró en el recinto, a su espalda, una ráfaga de aire frío y húmedo, acompañada de un desagradable olor a rancio y a lóbrego. Alguien había abierto las grandes puertas dobles situadas al fondo, detrás de las filas de bancos.
Todo el mundo se dio la vuelta. El reverendo, desde su sitio junto al altar, miró por encima de las cabezas de sus fieles para ver quién podía haber llegado tan tarde al servicio religioso. Lo que vieron todos fue un hombre. Vestía una capa negra y larga con la capucha echada por la cabeza. Al cabo de un momento aparecieron en la puerta varios más, todos vestidos de forma idéntica, siguiendo al primero que había entrado. Fueron penetrando de uno en uno y colocándose formando una fila en horizontal por detrás de los bancos. En total eran siete. El último en entrar cerró las puertas dobles, con lo cual las oscuras figuras resultaron casi imposibles de distinguir en medio de las sombras negras que bañaban la parte posterior de la iglesia. Traían consigo una sensación de maldad que se esparció por encima de los presentes igual que el olor que penetró cuando se abrieron las puertas. Aquél no era el sitio en que debían estar, no hacía falta ser un genio para comprender eso. Era la noche de Halloween, y aquellas siete criaturas encapuchadas parecían monstruos de película que hubieran venido a la iglesia para sembrar el caos y la destrucción.
El reverendo comprendió de inmediato la amenaza que representaban y accionó un interruptor del panel de control. Al momento se encendieron las luces del fondo de la iglesia. Ahora los siete hombres quedaron iluminados de lleno a la vista de todos, pues la dureza de la luz eléctrica eliminaba todo elemento de sorpresa que pudieran tener previsto emplear si su intención era acercarse sigilosamente a alguna persona en la oscuridad del templo. Y, por extraño que parezca, esto era precisamente lo que tenían pensado hacer.
Mientras la música iba ganando intensidad y volumen, los aproximadamente doscientos fieles que ocupaban los bancos permanecieron con la mirada fija en los siete encapuchados, todos muertos de miedo por lo que iba a ocurrir a continuación. Entonces habló el reverendo por todos, dirigiendo sus palabras a los indeseados visitantes.
—No son bienvenidos a este lugar. Márchense enseguida.
Habló con calma por el micrófono, pero lo bastante alto para que lo oyeran por encima de la música. Ahora irradiaba una autoridad innegable, y Sánchez, incluso presa del pánico él mismo, volvió a observar que «desde luego, es todo un tiarrón».
Por espacio de unos segundos no hubo ningún movimiento en las siete figuras encapuchadas del fondo. Entonces, la del medio, que era la que había entrado la primera, dio un paso al frente y se retiró la capucha. Tenía un rostro estrecho y de una palidez fantasmal, enmarcado por una melena negra que le llegaba hasta los hombros. Cuando abrió la boca para hablar dejó ver una gigantesca hilera de colmillos amarillos y relucientes.
—Estamos en Halloween, y es la hora de las brujas —siseó—. Somos los vampiros del clan de las Capuchas, y reclamamos esta iglesia y todos los que se encuentran en su interior como de nuestra propiedad. ¡Nadie saldrá vivo de aquí!
Decir que estas palabras provocaron un estallido de pánico sería un eufemismo. Todas y cada una de las mujeres presentes y por lo menos la mitad de los hombres se pusieron a chillar y se levantaron de sus asientos. El problema era que no sabían con seguridad hacia dónde echar a correr; la iglesia entera se encontraba en penumbra a excepción de la parte en la que estaban de pie los siete vampiros, y no parecía que el reverendo estuviera esforzándose mucho por encender más luces. Por lo menos al principio. Pero luego, cuando finalizó el tema de 2001 y empezó a sonar otra melodía, accionó más interruptores. De repente, un foco iluminó el escenario levantado justo enfrente del pasillo que discurría por el centro de la iglesia, entre las filas de bancos. Bajo el haz de luz no se vio a nadie, tan sólo el pie de un micrófono rodeado de una densa nube de polvo.
Esta visión distrajo a todos durante poco más de un segundo, y seguidamente los siete vampiros se pusieron a lanzar chillidos, como animales salvajes que estuvieran preparándose para saltar sobre su presa. De uno en uno, se bajaron la capucha y se elevaron de un salto hacia las bóvedas que formaban el techo de la nave. Cada uno tenía una sola cosa en mente: escoger una víctima y lanzarse en picado sobre la pobre desgraciada para darse un festín con su sangre.
Los fieles, presas del pánico, seguían sin saber hacia dónde correr. Los bancos estaban abarrotados de figuras que forcejeaban, unas intentaban trepar por encima del compañero, otras lo empujaban, y otras procuraban esconderse debajo de los bancos, que estaban hechos de una madera bastante dura. Sánchez, como todos los demás, estaba petrificado. Lo primero en que pensó fue en coger la fruta que llevaba en la bolsa de papel y arrojársela a los vampiros para desviarlos, pero rápidamente se dio cuenta de que aquello era una insensatez. De modo que decidió agacharse en cuclillas debajo del banco con la esperanza de que los vampiros agarrasen primero a los más altos. Así pues, con la valentía que lo definía como hombre y como camarero de un bar, se agachó y se metió bajo el asiento. Por si acaso, arrastró consigo a Casper, el chico gracioso de la parka, y lo colocó encima de él a modo de protección adicional. Mientras allá en lo alto los vampiros surcaban el frío aire de la iglesia, describiendo círculos alrededor de sus presas y recreándose en el pavor que estaban causando a los asustados fieles, de pronto se oyó por los altavoces un fuerte bramido de trompetas que no hizo sino multiplicar la confusión y la desorientación de todo el mundo.
Entonces sucedió una cosa inesperada. El reverendo, que todavía estaba de pie junto a su pulpito, gritó al micrófono:

—¡Os prohíbo, vampiros hijos de puta, que pongáis un pie en esta iglesia! —

Dijo esto al tiempo que amenazaba con el puño en alto a los no muertos que, cubiertos con sus capas, volaban trazando círculos por encima de la aterrorizada congregación —. Preparaos para experimentar dolor. ¡Señoras, señores e hijos de puta! Les entrego... al Rey del rock and roll!
En el punto del escenario iluminado por la luz del foco, antes desierto, apareció una figura agresiva e imponente. Vestido con un traje blanco de una sola pieza y un ancho cinturón dorado, y luciendo una tupida mata de cabello negro y gruesas patillas, no era otro que Elvis, el mayor asesino a sueldo que existía actualmente en Santa Mondega. En las manos sostenía una guitarra eléctrica, una guitarra negra, estilizada y elegante, que relucía lo suficiente corno para sugerir que era la alegría y el orgullo de su dueño. Con mano firme y nervios serenos, se puso a tocarla mientras seguía oyéndose la música de fondo por los altavoces. Rasgueó con fuerza unos cuantos acordes de blues y comenzó a dar golpecitos con el pie derecho a modo de preparación para cantar el primer verso de «Steamroller Blues».
Elvis estaba tan concentrado en tocar su música y en que a su público le sonara perfecta, que daba la impresión de ser totalmente ajeno a lo que estaba sucediendo a su alrededor. Y su presencia en el escenario era tal, que todo el mundo se paraba a mirarlo, incluidos los oscuros vampiros que planeaban a escasos centímetros del techo. Los siete tenían la vista clavada en él con la idea de convertirlo en su primera presa.
Y entonces empezó a cantar.

Soy una apisonadora, nena,
y voy a pasarte toda por encima...

Cuando las primeras notas resonaron en los altavoces, uno de los vampiros no pudo contener más su sed de sangre. Con un estridente alarido, se lanzó en picado hacia el cantante que encarnaba a Elvis, con los colmillos abiertos, listo para matar. Como reacción, el Rey, sin perder un solo tiempo del compás, se limitó a girar las caderas hacia un lado y la guitarra hacia el otro, apuntando con el mástil del instrumento al chupasangre que se abatía sobre él.
Del extremo del mástil de la elegante guitarra negra surgió un dardo de plata que se encontraba en un orificio oculto. Rasgó el aire más deprisa que los rayos que descargaban en el exterior y, con un ruido sordo que resultó audible de un modo enfermizo para todos, se incrustó en el corazón del vampiro. Dicho miembro del mundo de los no muertos, sorprendido, notó cómo el dardo le atravesaba el pecho y quedó muerto en el aire, con los ojos fuera de las órbitas a causa del dolor y de la incredulidad. Su último pensamiento fue: «¡Mierda! No quiero morir al ritmo de una puta canción de James Taylor...» Un segundo después explotó espontáneamente en llamas y cayó al suelo del escenario, a los pies de Elvis, donde rápidamente quedó reducido a un pequeño montón de cenizas humeantes.
En el interior de Santa Úrsula, el estado de pánico que invadía a los asistentes se trocó al instante en un estado de esperanza y optimismo. Pero no se pudo decir lo mismo de los vampiros voladores. Momentáneamente aturdidos por la destrucción de uno de los suyos, enseguida volvieron a centrar la atención en el cantante que ocupaba el escenario.
Y el Rey continuó tocando.

Desde el escondrijo que había encontrado en el frío suelo, debajo del muchacho — que sorprendentemente pesaba bastante— al que había arrastrado consigo, Sánchez levantó la vista con gran asombro.
Aquél iba a ser un espectáculo de tres pares de narices.

El Ojo de la LunaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora