Veintiocho

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Vanidad, el líder del clan de las Sombras, no era un vampiro al que le gustara que lo hicieran esperar, así que estaba de un humor bastante negro cuando por fin llegaron Dante y Obediencia a la sala de billares. Ésta se encontraba en el tercer piso del local acertadamente denominado La Ciénaga. La Ciénaga era un garito que atraía a los maleantes que no eran bienvenidos ni siquiera en el Tapioca. Se trataba de un edificio ruinoso que antes había sido un aparcamiento de varias plantas, pero que tras una reforma chapucera se había convertido en lo que era actualmente: un local de cinco plantas claramente falto de clase que atraía tanto a roedores como a clientes de pago.
Fritz, Cornamenta y Pechugona habían llegado a eso de las diez, pero aún transcurrió otro par de horas más hasta que aparecieron Dante y Obediencia.
Cuando llegaron, venían completamente borrachos y armando mucho ruido. Sin embargo, no fue ésta la razón de que su entrada causara tanto revuelo. Habían subido dos tramos de escalera para llegar a la sala de billares, y por el camino se cruzaron con diversos moteros, putas, camellos, payasos y fans de Depeche Mode, y todos y cada uno de ellos se los quedaron mirando fijamente, primero a Obediencia y luego a Dante. Todos vieron algo que no les gustó. Por el local empezó a correr la voz de que ocurría algo raro.
Vanidad estaba jugando una partida de billar con Déjà-Vu y Fritz cuando vio a los dos borrachos entrar tambaleándose por la puerta que había al fondo de la sala.
—Por fin, ya han llegado —gruñó al tiempo que golpeaba con el taco la bola blanca y la colaba con una complicada carambola.
El motivo de que lo llamaran Vanidad era del todo evidente. Era un tipo guapo de verdad. Tenía una melena castaño oscuro y una perilla inmaculada. También tenía un agudo sentido para saber vestir, aquella noche llevaba un elegante traje negro y una camisa negra perfectamente planchada. Pero su rasgo más sobresaliente eran los ojos, y con mucha diferencia: alternaban entre diferentes colores. Tal vez fuera por un efecto de la luz, pero, de modo parecido a la bola de las discotecas, cambiaban del dorado al negro y luego del plata otra vez al negro, y después volvían a empezar. Cada cambio era un mero parpadeo, pero mirarlo a los ojos durante mucho tiempo simplemente tenía un efecto hipnótico, cosa que desde luego lo ayudaba a atraer toda la compañía femenina que fuera capaz de aguantar. Había creado el clan de las Sombras a causa del problema que le causaba esto. Había descubierto que encajaba mejor cuando llevaba puestas unas gafas de sol, porque de ese modo podía sostener una conversación sin asustar a la gente ni, desde luego, hipnotizarla. Así que aquellas estilosas gafas se habían convertido en el emblema de su clan.
Fritz y Déjà-Vu estaban de pie a un extremo de la mesa de billar, observando la jugada de Vanidad. Había una barra muy larga que recorría toda la pared que tenían detrás, atendida por un camarero que estaba preparando unos cócteles para Pechugona y Cornamenta. Las dos vampiresas estaban tomándose una copa con el dinero que les había entregado Silencio. En cambio, el más callado de los vampiros no estaba visible, porque se había ausentado un momento para ir al aseo de caballeros, situado al fondo de la sala.
Cuando Dante y Obediencia se encaminaron montando jolgorio a la mesa de billar, traían detrás una pequeña multitud de personajes dispares que se habían cruzado con ellos en la escalera y los venían siguiendo a corta distancia. Se dirigieron hacia Vanidad y, al pasar por delante de Cornamenta y Pechugona, Dante oyó que la neumática morenaza exclamaba algo que sonó así como: «¡Dios mío! ¡Qué horror...!»
Cuando ya no los separaban de la mesa ni dos metros, Vanidad arrojó el taco de billar al suelo.
—Pero ¿qué cojones has hecho? —preguntó. Miraba fijamente a Obediencia.
El vampiro inglés recuperó la compostura de inmediato. Adoptó la expresión de un cachorro desobediente y mansamente bajó la vista hacia los pies de su jefe. Vanidad le rugió:
—¡Mírame cuando te hablo!
Dante, en su estado de beatitud, era totalmente ajeno al fuerte desagrado que denotaba el tono de voz de Vanidad.
—Hola, yo soy Dante, tú debes de ser Vanidad, ¿no? —dijo tendiéndole la mano.
El líder de los vampiros centró la atención en aquel potencial miembro nuevo de su clan. Miró a Dante de arriba abajo con un gesto que sugería que no le gustaba en absoluto lo que estaba viendo.
—¿Tú eres el responsable de esto? —bramó. Su rugido hizo temblar el suelo, y por fin logró que Dante recobrara la sobriedad durante unos momentos. De repente empezó a comprender por qué estaba tan enfadado Vanidad.
—¿QUÉ PUÑETAS ES ESO? —tronó Fritz con su tono de voz normal al tiempo que Déjà-Vu y él se acercaban desde el otro extremo de la mesa.
Una hora antes, Dante había cometido un terrible error de cálculo. Después de mamarse hasta las cejas en compañía de Obediencia, ambos decidieron hacerse un tatuaje cada uno. Dante pidió que le tatuaran el nombre de «Kacy» alrededor de un corazón color rojo vivo en el bíceps derecho, pero con la manga de la sudadera negra no se le veía siquiera. El responsable de todas las miradas que les lanzaba la gente era el tatuaje que lucía Obediencia.
Por lo visto, Dante todavía no había llegado a comprender del todo que Obediencia siempre hacía lo que le pedían, por más absurdo que fuera. Y además, desconocía una regla no escrita de los vampiros, que decía que no se debía abusar de la avidez que tenía Obediencia por complacer a los demás. Y Dante había infringido dicha regla. Sin creerse ni por un instante que su nuevo amigo vampiro iba a hacerle caso, le ordenó que se hiciera un tatuaje en la frente. Y era aquello lo que había atraído las miradas de horror de todo el mundo. Obediencia, que estaba recuperando la sobriedad rápidamente, se hallaba de pie junto a Dante en el centro de la sala de billar con la palabra «GILIPOLLAS» tatuada en la frente con letras mayúsculas.
Durante unos instantes de horror se hizo un silencio de lo más descorazonador. Al final fue roto, bastante irónicamente, por Silencio, que salió en aquel momento del aseo de caballeros dando un portazo. Así y todo, el ruido que hizo la puerta sólo sirvió para distraer a todos los presentes apenas un segundo.
—¿Eso ha sido idea tuya? —preguntó Vanidad a Dante clavándole un dedo largo y huesudo en el pecho.
—Pues... es que... queríamos hacernos unos tatuajes —farfulló el otro.
Vanidad miró de nuevo a Obediencia.
—¿Querías tatuarte eso en la frente? Porque no sé por qué me da que no es lo que escogiste al principio. Obediencia respiró hondo.
—Me lo sugirió Dante —murmuró.
En aquel preciso momento llegó Silencio a la escena, sintiendo curiosidad por ver a qué se debía aquel follón. De inmediato se fijó en el nuevo tatuaje que lucía Obediencia. Su primera reacción fue de sorpresa; la segunda, de regocijo. Él, que normalmente no decía nada, no pudo contenerse y empezó a reírse con disimulo, y cuando vio que todos los demás se daban la vuelta para ver a quién le resultaba graciosa aquella situación, estalló en una estruendosa carcajada que habría sido el orgullo de cualquier hombre lobo.
Durante unos segundos río él solo, ajeno a la cara de asombro que mostraban todos los demás. Entonces, la sorpresa que causó que saliera algo de su boca desató la risa de otros cuantos, y al poco casi todos los presentes estaban ya lanzando risotadas histéricas y señalando con el dedo el tatuaje de Obediencia. Hasta el propio Obediencia empezó a reír también, sólo para sentir que tomaba parte en la broma.
A aquellas alturas, las dos únicas personas que no se reían eran Dante y Vanidad. El primero estaba al borde de un ataque de pánico, pues se daba cuenta de que, a todos los efectos, se había hecho enemigo de Vanidad ya en el primer encuentro. Y en cuanto al líder del clan, en fin, simplemente la broma no le resultaba tan graciosa. Por suerte, como era sumamente engreído, siempre estaba obsesionado con situarse en la vanguardia de la moda, y en aquel momento la tendencia marcaba que había que reírse de la trastada que le había jugado Dante a Obediencia. Finalmente, él también empezó a reír igual que los demás, si bien con menos entusiasmo.
A Dante le entraron ganas de dar un abrazo a Silencio por haberle salvado el culo. Resultó que a aquel vampiro tan silencioso le gustaban las bromas chulas. De hecho, él mismo acababa de gastar una broma en el aseo de caballeros, una travesura que estaba a punto de salirle por la culata de modo espectacular y de provocar un derramamiento de sangre en un grado nada despreciable.
Había dos cosas que volvían loco a Silencio: las bromas pesadas y las peleas en los bares. A dicho respecto le faltaba menos de un minuto para tener la noche perfecta, porque en La Ciénaga las cosas estaban a punto de tomar un cariz más serio, por no decir grave de verdad. Y su nuevo camarada, Dante, en el estado en que se encontraba, estaba a punto de vivir por primera vez una pelea en un bar de vampiros. El alivio que sentía por haber escapado de un posible castigo por el incidente del tatuaje iba a esfumarse a toda velocidad.

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