Cincuenta y nueve

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Dante y Peto estaban calados hasta los huesos cuando por fin llegaron al Hotel Internacional de Santa Mondega. Además, traían una pinta un tanto desaseada por culpa de los uniformes de policía manchados de sangre que llevaban puestos. Ambos estaban deseosos de entrar. El primero fue Dante, que subió los escalones de piedra que conducían al edificio de diez pisos temblando violentamente, a causa de la lluvia helada. Detrás fue Peto, intentando escurrir el exceso de agua de las densas rastas con las que se había trenzado el cabello.
Una vez que atravesaron las puertas de cristal de la entrada se encontraron en el vestíbulo. Para ellos supuso un gran alivio sentir por fin un poco de aire tibio en el cuerpo. El vestíbulo estaba limpio, seco y civilizado, como siempre. La aparición de dos hombres desaliñados y vestidos de policías goteando agua por toda la carísima alfombra egipcia extendida en mitad del vestíbulo provocó un gesto de desaprobación en la muchacha que estaba sentada a la izquierda de ellos, tras el mostrador de recepción. Se trataba de una chica joven, que apenas habría rebasado la adolescencia, pero la divirtió mucho el hecho de ver a Dante y a Peto temblorosos como dos perrillos que hubieran estado revolcándose por el barro. Claro que ninguno de los dos se percató de ello, de tan aliviados que estaban de refugiarse de la tormenta.
El ambiente general de calma que flotaba en el interior del vestíbulo les subió considerablemente el ánimo. La iluminación suave, el rojo cálido de aquella alfombra y el tono beis de la moqueta que había debajo, así como los sofás de cuero marrón que se veían salpicados alrededor de todo el recinto, causaban un efecto profundamente balsámico. Además, se oía una música suave de fondo; Peto la reconoció: era Andrea Bocelli cantando «Con te partiró». En el tiempo que llevaba fuera de Hubal había adquirido un claro gusto por la música clásica, y Bocelli era uno de sus intérpretes preferidos, incluso aunque cantara ópera pop, como aquel éxito de Sartori.
Pero Dante ni siquiera reparó en la música. Lo único que quería era rescatar lo antes posible a Kacy.
—Tiene que estar en la tercera planta —le dijo a Peto con una patente urgencia en el tono de voz—. Yo voy a subir por la escalera, tú coge el ascensor. Así estaremos seguros de que no se nos escapa si resulta que está bajando de la habitación.

—Ya mismo.
Dante subió a la carrera por la escalera provista de moqueta beis que arrancaba a la derecha del ascensor, mientras que Peto pulsaba el botón de éste para hacerlo bajar. Vio cómo desaparecía su amigo al girar en el primer descansillo y después esperó quince segundos enteros, hasta que por fin llegó el ascensor a la planta baja. Estaba disfrutando tanto de la música, que con gusto habría esperado más tiempo. Al parecer, Bocelli estaba cantando a dúo con una mujer que poseía la voz más hermosa y angelical que Peto recordaba haber oído nunca.
Se miró el sucio uniforme de policía que llevaba y se tiró de la tela para evitar que se le pegara al cuerpo. Seguidamente, cuando se abrieron las puertas de acero del ascensor, penetró en la cabina. Y levantó la vista.
Había una sombra oscura que le cortaba el paso. Ante su sorpresa, aquella imponente figura salió de la cabina, vestida enteramente de negro y blandiendo en dirección a él una reluciente espada de doble filo. La capacidad de reacción de Peto era rápida, pero no lo suficiente para lo inesperado de aquella agresión. La figura vestida de negro que salía del ascensor era Jessica. Con una velocidad y una precisión increíbles, hundió la espada en el pecho de Peto. La hoja le atravesó el corazón y le salió por la espalda, rasgando la camisa azul empapada de lluvia. A continuación, haciendo uso de su extraordinaria fuerza, se sirvió de la misma espada para levantar al atónito monje del suelo. Con una sonrisa horrible y mirándolo profundamente a los ojos, le propinó una rápida patada en el vientre y extrajo la espada. La que antes era una reluciente hoja de acero, ahora se veía totalmente cubierta de sangre.
Peto se derrumbó de rodillas en el suelo, mareado y aturdido, escupiendo por la boca la sangre que le estaba llenando los pulmones y subiéndole a la garganta. Tenía los ojos abiertos como platos, por la conmoción de lo que acababa de ocurrirle. Llevaba el Ojo de la Luna colgado del cuello, de modo que aquella herida, que en circunstancias normales habría sido fatal, tenía posibilidades de curarse, pero tardaría mucho tiempo. Y él no tenía el tiempo de su parte. Recuperarse de una herida como aquélla no era una cosa de treinta segundos.
Lo único que impidió que gritase de dolor por lo violento del golpe fue la conmoción que se apoderó completamente de él. Levantó la vista hacia Jessica, que, erguida sobre él, lo miraba con expresión lasciva. Vio la sangre que goteaba de su espada y, sin poder contener el impulso, se la acercó a la boca y la lamió largamente con la lengua a fin de aprovechar tanta cantidad como le fuera posible. Aquello sirvió para calmarle un poco la sed, pero a continuación, como una auténtica profesional, enseguida volvió a centrar la atención en el aterrorizado monje que tenía arrodillado a sus pies.
—Así que eres tú. El último de los monjes de Hubal. —Sonrió. Fue una sonrisa de íntima satisfacción, una sonrisa que no logró disimular la maldad de su dueña ni el odio que sentía hacia los vivos—. Pues ha llegado el momento de despedirse.
A continuación, igual que un jugador de béisbol que se prepara para efectuar un lanzamiento, alzó la espada ensangrentada con las dos manos hasta que la tuvo por encima del hombro derecho y, casi en el mismo movimiento, la descargó apuntando al cuello de Peto.
Objetivo conseguido.
La cabeza de Peto se separó de los hombros. No fue necesario recurrir a un segundo mandoble. La cabeza fue a caer como un metro más allá produciendo un ruido sordo, ante el horror de la chica de la recepción, que observó la escena horrorizada y sin pronunciar palabra, con la boca abierta. El cuerpo de Peto, descabezado, se desmoronó de bruces. La cadena de la que colgaba el Ojo de la Luna cayó al suelo y fue a aterrizar a los pies de Jessica. Aquello era lo que había estado esperando, y por fin lo tenía: la preciada piedra azul que codiciaba desde hacía tanto tiempo, en el suelo mismo, a sus pies. Ajena a todo cuanto la rodeaba, la recogió y la sostuvo en alto, a la altura de su rostro. Los ojos se le encendieron igual que fuegos artificiales en la noche más oscura.
—Por fin —susurró.
Sin embargo, la cosa no terminó allí. Cuando por fin dejó de contemplar el Ojo de la Luna, reparó en un cáliz dorado que sobresalía del bolsillo del pantalón del monje muerto.
¡Doble premio!
Desde la barra del Tapioca, que ahora se encontraba vacío, Sánchez encontró por fin la página del Libro de la Muerte que había estado buscando. En ella había tres nombres que destacaban de los demás, y los tres habían de morir el 1 de noviembre. Echó una ojeada al reloj para confirmar que ya habían pasado las doce de la noche de Halloween. Ya era el 1 de noviembre.
Los tres nombres escritos eran los siguientes:

Peto Solomon
Dante Vittori
Juan Desconocido

El Ojo de la LunaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora