Veinticinco

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Sánchez estaba teniendo un día de pena. Y tampoco era la primera vez. Ya llevaba como tres meses durmiendo casi nada, y empezaba a estar más pálido que los vampiros que tan frecuentemente se negaba a dejar entrar en su bar. El Tapioca seguía siendo el único local de Santa Mondega que no aceptaba a chupadores de sangre.
Por lo general sabía olerse la presencia de un vampiro mejor que nadie y, sin embargo, tenía en el apartamento del piso de arriba del Tapioca al más peligroso de todos: Jessica, la reina de los vampiros. Y no tenía ni idea de que era una chupasangre. Ni pajolera idea. Simplemente pensaba que era una chica encantadora y estaba ansioso de que saliera de su último coma y por fin le demostrara un poco de gratitud. La última vez, después de que él pasara cinco años cuidando de ella de forma clandestina con la ayuda de su finado hermano Thomas y de la finada esposa de éste, Audrey, Jessica recuperó la conciencia y se portó bastante mal con él. Y acto seguido se metió en la cama con un famoso cazador de recompensas que se llamaba Jefe. Pues bien, ahora Jefe estaba muerto, de modo que en la actualidad no había competencia por parte de nadie más para ganarse los afectos de la chica. Sánchez contaba con una ventaja de salida, y esta vez tenía toda la intención de aprovecharla.
Jessica estaba en coma desde que aquel hijo de puta de Kid Bourbon la cosiera de nuevo a balazos. Kid había contado con la ayuda del Terminator, o bueno, de un individuo que había aparecido disfrazado de organismo cibernético T—800. Sánchez quería verlos muertos a los dos, aunque con gusto se conformaría con no volver a verlos nunca. Últimamente no tenía los contactos de antes con gente capaz de quitar de en medio a tipos como Kid Bourbon o un Terminator. Sus dos mejores posibilidades habrían sido Elvis y Rodeo Rex, pero ambos habían sido asesinados brutalmente. Y nadie sabía con seguridad por quién.
Así que Sánchez llevaba casi un año viviendo con tranquilidad, desde la última masacre ocurrida en su bar. No dormía bien y actuaba de forma poco inteligente dando cobijo a una reina de los vampiros convaleciente, pero por lo demás todo iba como la seda.
Hasta ahora.
Las cosas acababan de dar un giro a peor. En el momento mismo en que entraron, Sánchez supo que su aparición vendría seguida de toda clase de problemas. Habían llegado al Tapioca varios miembros, tres en concreto, del clan de vampiros conocido como los Cerdos Mugrientos. Venían vestidos con normalidad. Uno de ellos, el de más jerarquía, el capitán Michael de la Cruz, iba muy elegante con un pantalón informal de color negro, una camisa de un blanco radiante y una cazadora de cuero de color marrón. Llevaba el cabello impecable, peinado hacia atrás pero con alguna que otra punta aquí y allá siguiendo la moda, y un poquito más largo en la nuca. «Genial —pensó Sánchez—, otro de esos gilipollas de la Nueva Era que llevan tres cortes de pelo distintos al mismo tiempo.»
Claro que De la Cruz no era nada en comparación con el segundo individuo, un cabrón de aspecto desaseado al que Sánchez conocía como detective Randy Benson. Este tipo era mucho peor. Llevaba una camisa azul fluorescente de manga corta y unas bermudas también fluorescentes, pero en amarillo. Y no le habría venido mal que De la Cruz le hubiese prestado por lo menos uno de los peinados que llevaba puestos, porque al parecer él no llevaba ninguno. La única descripción posible para la pelambrera de color blanco que lucía sería que parecía un profesor chiflado.
El tercer individuo, al cual Sánchez no conocía de nada, era el detective Dick Hunter. Le causó la impresión de ser un tipejo patético y con cara de comadreja que se daba un aire a marica, vestido con una camiseta blanca ajustada que dejaba ver unas tetillas salientes que resultaban de lo más impropio. Fue más que suficiente para que Sánchez sintiera desagrado hacia él. Al fin y al cabo era un desconocido, y con eso ya bastaba para que le tuviera ojeriza.
De la Cruz se acercó a la barra pavoneándose, flanqueado por los otros dos. Sabía lo poco colaborador que podía mostrarse el camarero, así que no se anduvo con miramientos.
—Sánchez, miserable hijo de puta, queremos ver lo que tienes arriba —rugió—. Y vete sirviéndonos tres whiskies. Por cuenta de la casa.
Sánchez estaba limpiando un vaso, secando el borde con la camiseta sucia que llevaba puesta y haciendo todo lo posible por parecer indiferente, lo cual se le daba la mar de bien.
—No podéis subir al piso de arriba sin una orden de registro —replicó con su habitual tono de mala leche.
De la Cruz le dio la réplica. Su respuesta fue programada, tanto como la de Sánchez.
—No me jodas, Sánchez. Si tengo que regresar trayendo una orden, pienso limpiarme el culo con ella. Y luego te la pasaré a ti por la cara.
—No será la primera vez que me coja una buena mierda en mi propio bar — replicó el camarero con una sonrisa sarcástica.
El detective se inclinó un poco por encima de la barra, lo justo para que a Sánchez le llegara el efluvio de su asqueroso aliento y pudiera entrever los grandes colmillos.

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