Veintisiete

105 5 1
                                    


El informe compilado por Stephanie Rogers contenía toda la información acerca del paradero de Kid Bourbon que requerían De la Cruz, Benson y Hunter. Stephanie había investigado a fondo, y allí donde otros habían fracasado ella había obtenido resultados. En el psiquiátrico de la ciudad llevaba casi dieciocho años viviendo un residente que no tenía nombre. No vivía allí en calidad de paciente, sino de huésped, y se había registrado poco después de una noche de Halloween, dieciocho años antes.
Aunque los tres detectives no tenían miedo de nadie, no vieron la necesidad de ir a recoger personalmente a Kid Bourbon cuando podían pagar a una persona que les hiciera dicha tarea. Un forzudo a sueldo. Concretamente, los dos forzudos a sueldo más fiables de todo Santa Mondega: Igor Colmillo y MC Pedro. No eran sólo fuertes, sino superfuertes. Y sobrenaturales. Hombres lobo, enviados a realizar el encargo que les había hecho un vampiro con la promesa de poder beber unos sorbos de sangre del Santo Grial en pago de sus servicios. De la Cruz les había dado instrucciones, pero, siendo la rata que era, no mencionó que el hombre al que tenían que sacar del psiquiátrico era en realidad —si la información de que disponían era veraz— el hijo de Ishmael Taos. Un hombre también conocido como Kid Bourbon.
Igor estacionó la furgoneta en el rincón del fondo del aparcamiento del hospital Doctor Moland. La mitad superior de la misma había sido pintada de azul, pero la inferior era de un tono verde guisante, resultado de la chapuza que hicieron unas semanas atrás, cuando intentaron cambiar de color el vehículo y a mitad de camino se quedaron sin pintura. Eran casi las doce de la noche, pero el efecto bicolor era visible incluso en la oscuridad.
El aparcamiento no estaba bien iluminado, y con el viento helado que soplaba desde el mar era poco probable que hubiera mucha gente paseando por delante de un hospital que casualmente estaba situado en medio de un erial. Había cuarenta y pico plazas de aparcamiento, pero sólo otros tres coches estacionados, todos delante, en las plazas reservadas para el personal. Aquél era un momento tan bueno como cualquier otro para escaquear a un paciente.
Los dos hombres se cubrieron la cabeza con gorros pasamontañas y a continuación se acercaron de puntillas a las puertas de cristal que constituían la entrada principal del edificio. Delante iba Igor, cuyo corpachón de un metro noventa no era precisamente lo mejor para efectuar un acercamiento discreto. MC Pedro, que medía veinte centímetros menos, lo siguió semiagachado y procurando ocultar el rostro con sus manos delgadas y velludas para que no lo vieran las posibles cámaras de seguridad. Él era el más inteligente de los dos, aunque únicamente en lo que se refería a perseverancia y afán de superación. Igor, amparado en su tamaño, no tenía miedo a nada, de modo que le molestaba menos que lo vieran y lo identificaran. Pedro era más taimado, y gustosamente dejaba que su compañero llevara la iniciativa y que fuera el primero en hacer frente a cualquier problema que se presentara.
A Pedro, aquella actitud taimada le había permitido ascender por el escalafón del poder de los hombres lobo. Se pegó como una lapa a Igor, que tenía una mentalidad más simple, y se sirvió de él a modo de guardaespaldas personal no oficial. No era que él no supiera manejarse solo, sino que le gustaba ir subiendo por el escalafón sin que nadie se diera cuenta, desbancando a sus enemigos con la táctica de ganarse primero su confianza. Mientras que si Igor alguna vez decidía intentar superarse a sí mismo, lo único que tenía que hacer era servirse de sus puños. Y tal como estaban las cosas actualmente en el mundo de los no muertos, sin darse cuenta estaba sirviéndose de sus puños para ayudar a Pedro a medrar.
Avanzaron sigilosamente, iluminados por el resplandor de la luna. Por suerte todavía no era luna llena, de modo que no existía la posibilidad de que se transformaran en seres peludos en mitad de la operación.
El edificio principal del hospital tenía tres pisos y el exterior estaba pintado de arriba abajo de un tranquilizador tono azul, aunque les resultaba imposible apreciarlo con aquella luz tan tenue. Las enormes puertas de cristal que había en la entrada se hallaban cerradas, lo cual era normal no sólo a aquellas horas de la noche, sino a cualquier otra hora. En aquella región soplaban vientos cortantes y aquel lugar estaba expuesto a los elementos, de manera que las puertas estaban casi siempre cerradas. Igor calculó el tamaño que podían tener. Iba a hacer falta un esfuerzo sobrehumano para derribarlas. Pero claro, él era sobrehumano, así que no tenía por qué haber ningún problema.
Con el fin de colarse sin ser vistos, los dos se habían puesto vaqueros negros y jerséis negros que hacían juego con los pasamontañas. Sin embargo, el esfuerzo que habían hecho para vestirse como si fueran sombras quedó en nada cuando una de las enormes puertas se hizo añicos de repente por efecto de la patada que le propinó Igor con su gigantesca bota negra. Incluso antes de que los vidrios rotos tocasen el suelo, él ya estaba cruzando el umbral a grandes zancadas y encaminándose hacia el mostrador de recepción. Pedro, al descubrir la palabra «Tirar» que se leía en la puerta que había quedado intacta, se llevó la agradable sorpresa de que ésta se abría con facilidad. Entró pisando varios cristales esparcidos por las baldosas del suelo y después penetró junto con su compañero en el interior del edificio.

De la recepción se encargaba un individuo aburrido y cuarentón que era ex médico y se llamaba Devon Hart. Elevaba más de seis años trabajando allí de recepcionista y había visto toda clase de excentricidades por las noches, así que aquella intrusión no lo desconcertó especialmente. Estaba leyendo un libro titulado El poderoso blues de Sam McLeod, y le estaba gustando demasiado para preocuparse de los cristales rotos y de los dos matones que se habían aproximado a su mostrador.
—Perdonen, pero está cerrado —suspiró sin levantar la vista—. Y si no se van inmediatamente, llamaré a seguridad.
—No me digas. Pues tengo una noticia para ti, chaval, nosotros somos de seguridad —rugió MC Pedro.
—¿Disculpe? —Por fin Devon levantó la vista con el ceño fruncido. Estaba claro que aquellos dos payasos no eran de seguridad. Por lo general, los de seguridad no llevaban pasamontañas ni lo llamaban «chaval». Puestos a pensarlo, tampoco solían destrozar las puertas de cristal de la entrada.
—Mira, nene, apúntate una cosa. Si no te andas con más cuidado, te pongo la cara del revés —le respondió el más bajo de los dos matones.
Pedro estaba empezando a hablar como un rapero. Le daba una sensación de control, y estaba firmemente convencido de que con ello intimidaba a otras personas. Además, el que dijera que aquello no lo asustaba estaba claro que se sentía inquieto. Al menos, en su opinión así era.
—¿De qué cojones está hablando? —preguntó Devon sin disimular su desconcierto.
Igor Colmillo frenó a Pedro poniéndole un brazo en el pecho, como si temiera que su colega fuera a abalanzarse contra el antipático recepcionista. Si cualquiera de los dos decidiera agredir a Devon, éste estaría muerto mucho antes de que llegaran los de segundad. Aparte de ellos tres, en el vestíbulo no había ninguna otra persona más. Había unos cuantos arbolillos en macetas de terracota de gran tamaño, así como una sala de espera provista de dos sofás de cuero y una pequeña mesa de centro de madera entre ambos, sobre la que se veían esparcidas varias revistas muy manoseadas.
Tras echar un vistazo rápido para cerciorarse de que no hubiera nadie escondido detrás de las plantas o de los sofás, Igor tomó las riendas del interrogatorio.
—Estamos buscando a un paciente que no tiene nombre. Vive aquí. ¿Dónde podemos encontrarlo?
—Me temo que no puedo proporcionarles esa clase de información —replicó Devon—. Voy a tener que rogarles que se vayan y que vuelvan mañana, durante el horario oficial de visitas.
De repente Pedro se abalanzó sobre él, pero al instante se vio frenado con firmeza or el enorme y musculoso brazo de Igor.
—Ah, ¿sí? —soltó Pedro—. Pues yo voy a tener que rogarte a ti que te vayas y que vuelvas mañana. ¿Encajas eso? Devon miró a Igor con gesto burlón.
—¿Su amigo es paciente de este centro? —le preguntó.
—Usted díganos dónde podemos encontrarlo —rugió Igor, cuya expresión iba pareciéndose a la de un lobo que enseña los dientes.
Devon exhaló un suspiro de cansancio.
—Acompáñenme, pues —cedió—. Pero por lo menos deberían recompensarme de alguna forma.
Extendió la mano con la palma vuelta hacia arriba. Igor ya se conocía el procedimiento, y extrajo un rollo de billetes de un bolsillo interior. Deslizó uno de veinte dólares en la mano de Devon y a continuación, con la otra mano y como salida de ninguna parte, sacó una navaja con la que acuchilló el billete y la mano de Devon, todo en un solo movimiento. La hoja atravesó limpiamente la palma del recepcionista y se clavó en la madera del mostrador. La mano quedó aprisionada de forma que tan sólo se podían mover los dedos.
—¡Aaaahhh! ¡MIERDA!
—No me obligues a preguntártelo de nuevo, tío —le sugirió Pedro al atónito recepcionista.
—¡Joder, joder, JODER! —Devon miraba con la boca abierta y los ojos como platos la sangre que empezaba a brotarle de la mano—. ¡Habitación cuarenta y tres, segunda planta! ¡JODER!
—¿Te importa que recupere mi navaja? —solicitó Igor. Devon asintió frenéticamente.
—¡Sáquela!
Igor lo complació tirando con fuerza de la hoja. Acto seguido, el gigantesco licántropo recogió el ensangrentado billete de veinte dólares y se lo guardó en uno de los bolsillos delanteros de los vaqueros negros.
—Gracias.
Tras liberar a Devon de la llave de la habitación 43, Igor y Pedro cruzaron una puerta doble que daba a un estrecho pasillo y se pusieron a buscar la escalera que conducía a la segunda planta. Al cabo de menos de dos minutos se encontraban de pie frente a una puerta gris provista de una ventanita cuadrada situada a la altura de la cabeza bajo la cual había un rótulo con el número 43. Igor se asomó por la ventanita y vio una cama individual sobre la que yacía el cuerpo de un hombre dormido.
—Ahí está nuestro hombre —dijo—. Está durmiendo, así que la cosa va a ser fácil.
Pedro también se asomó para verlo por sí mismo. Seguidamente introdujo la llave en la cerradura y la hizo girar. Estaba claro que no se habían equivocado de llave, lo cual significaba que tampoco se habían equivocado de hombre. Pedro giró la manilla de la puerta y miró a Igor.
—¿Quieres entrar tú primero, o entro yo?

El Ojo de la LunaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora