Veintitrés

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Para cuando Dante llegó al Abrevadero, ya se había hecho de noche. Su mente era un torbellino de ideas, aunque por fuera estaba bastante tranquilo. ¿Funcionaría de verdad la poción que le habían administrado? ¿Descubrirían de todas formas que era un farsante? ¿Y cuántos vampiros iba a haber allí dentro? También tenía otras preocupaciones, como la de cómo iba a hacer para distinguir a los vampiros de la gente normal. En fin, se dijo con actitud fatalista, sólo el tiempo lo diría. Por el momento lo único que tenía que hacer era entrar en aquel local.
El Abrevadero había sufrido un sinfín de cambios en el año que Dante había estado fuera de Santa Mondega. De entrada, el jefe del bar era otro. El jefe anterior, Berkley, había sido asesinado a tiros por Kid Bourbon la noche anterior al eclipse. Apareció un europeo llamado Dino, que se convirtió en el dueño del local y le hizo una reforma completa. Dino, de padres italianos, iba vestido a todas horas de forma inmaculada, con ropa elegante y a la moda, a diferencia de la mayor parte de su clientela. A diferencia de la totalidad de su clientela, a decir verdad. Con el fin de elevar un poco el nivel del local (el cual había remodelado, redecorado y reamueblado), también había aprovechado la oportunidad para contratar personal de seguridad. Esta noche había dos gorilas apostados en la puerta de entrada. Dante iba a tener que superar aquel obstáculo antes de conocer siquiera a ningún vampiro.
Cuando intentó pasar junto a los gorilas caminando con toda la naturalidad que fue capaz de demostrar dadas las circunstancias, antes de llegar a la puerta, uno de ellos, un individuo al que llamaba «tío Les», extendió el brazo y se lo puso contra el pecho para impedirle que continuara avanzando. Les era un tipo corpulento, tal como cabía esperar en los que se dedicaban a aquel trabajo, y llevaba un chaleco de cuero sin mangas y una camiseta negra, sin duda para exhibir ante la galería los tatuajes que lucía en los brazos. Tenía una melena gris que llevaba recogida en una coleta, y a juzgar por sus facciones hoscas y por el tono gris de la barba sin afeitar, probablemente contaba cincuenta y pocos años. Pero todavía no era un tipo con el que uno pudiera meterse. Viejo o no, tenía pinta de saber manejarse en una pelea de bar.
—¿Cómo te llamas, hijo? —le preguntó con un marcado acento sureño. —Dante.
—¿De dónde eres?
—De aquí.
—Pues es la primera vez que te veo.
—Porque no he vuelto desde que mataron a Berkley.
—Está bien —dijo el tío Les, y luego miró a su colega para obtener un segunda opinión—. ¿Qué te parece, Jericho?; Le dejamos pasar?
Jericho, tras dar una calada a un delgado cigarrillo que le colgaba del lado derecho de la boca, miró a Dante largo y tendido. Resultaba difícil saber lo que estaba pensando, porque reñía una expresión de desprecio pegada a la cara en todo momento, como si estuviera a un segundo de escupir en el suelo. Vestía una camisa vaquera negra, con los primeros botones desabrochados para dejar ver la mata de vello rizado que le cubría el pecho. También llevaba unos vaqueros negros y, en la pierna derecha, un arnés metálico que le llegaba desde el tobillo hasta el muslo, fuertemente ceñido con una correa de cuero marrón. Casi un año atrás, un monje le había disparado en la pierna, y ahora necesitaba aquel arnés para que no se le doblara la rodilla cada vez que descargaba demasiado peso sobre ella. El arnés era en parte responsable de aquel gesto permanente de desprecio que le era característico. Cualquiera que tuviera intención de meterse con él sabría al instante, con sólo mirarlo a la cara, que no estaba de humor. Miró a Dante de arriba abajo y le preguntó:
—¿Cuál es tu canción preferida, hijo?
—¿Se puede saber qué coño tiene que ver eso?
—Contesta a la pregunta.
—Joder, cualquier cosa —dijo Dante haciendo un esfuerzo para disimular su impaciencia y otro esfuerzo aún mayor para pensar cuál era su canción favorita.
—Espera un momento —dijo Jericho alzando la mano izquierda para imponer silencio. Con la otra mano, abrió un centímetro las puertas de roble macizo del bar y echó una ojeada adentro. Por la rendija empezó a colarse el ruido que inundaba el local. Pero por encima de las conversaciones de la gente se imponía la música de un grupo que estaba tocando los primeros acordes del tema «Cualquier cosa» de Oasis.
—Les caes bien a Las Psíquicas. Así que puedes pasar —dijo Jericho con un gruñido.
—¿Cómo? ¿Las Psíquicas? ¿Quiénes cojones son ésas?
—El grupo. Si tocan tu canción, puedes pasar. Y ahora están tocando tu canción, así que mueve el culo y entra antes de que me arrepienta.
Dante hizo lo que le decían y pasó al interior del bar, sin saber muy bien qué acababa de ocurrir. Había un segundo individuo que estaba detrás de él y que intentó aprovechar para pasar a su vez, pero Dante oyó a tío Les interrogándolo de modo similar:
—¿Canción preferida?
—Cualquiera de Michael Bolton.
—Ya te estás largando de aquí cagando leches.
El interior del Abrevadero estaba muy distinto de lo que recordaba Dante. Ahora daba la impresión de ser el doble de grande, pero estaba mucho más oscuro. Y también, en su opinión, se había vuelto bastante más ruidoso. Además, lo cierto era que todos los clientes que había dentro parecían vampiros.
Claro que probablemente lo parecían desde siempre, pero hasta un año antes Dante no tenía idea de que existieran siquiera, de modo que no era de sorprender que no se hubiera fijado en ellos.
Allí dentro había como doscientas personas apiñadas, bebiendo y en general montando jolgorio. Si la memoria no le fallaba, la mayoría de los bares de Santa Mondega eran locales conflictivos, por no decir peligrosos, pero el remodelado Abrevadero daba la impresión de ser un sitio en el que uno podía pasarlo bien. Sobre un escenario colocado a su izquierda había un grupo formado por chicas tocando la música de «su» canción. Estaban muy sexys, de cuero negro y dejando ver bastante carne. Y sabían tocar. Ya lo creo que sabían tocar. La vocalista principal, que tenía una melena larga y pelirroja que le caía hasta la mitad de la espalda, estaba lo que se dice buenísima. Las demás tocaban instrumentos diferentes, desde guitarras y batería hasta violines y flautas. En total eran ocho, y también había un tipo rechoncho que tocaba la tuba. Parecía estar un poco fuera de lugar, siendo el único varón, el único gordo, el único que iba peinado hacia un lado para tapar la calva y el único que tocaba un instrumento de metal que no pegaba con los demás. Lo único que tenía en común con los otros miembros del grupo era el atuendo negro y ceñido, que en él no lucía lo mismo.
Tras contemplarlos durante un minuto, Dante se abrió camino a través de la muchedumbre hasta la barra. Como el gentío no estaba precisamente por la labor de hacerle hueco, fue casi inevitable que chocara de forma accidental con la espalda de un individuo tipo armario ropero. Oyó que éste soltaba un taco y vio que parte de la bebida que tenía en la mano se le derramaba en el suelo. Tal como esperaba, el tío se dio la vuelta para ver quién lo había empujado.
—Eres nuevo por aquí, ¿verdad? —dijo con un acento que podía ser británico.
Dante, con una sonrisa de disculpa, miró a su vez al individuo que le bloqueaba el paso. Siguiendo el ejemplo de casi todos los que se dejaban caer por aquel local, vestía un chaleco de cuero negro sin mangas y vaqueros azules. Iba sin afeitar y tenía un rostro especialmente estrecho, el cabello oscuro y revuelto y unos ojos hundidos que acentuaban los huesos de la cara. Y también iba profusamente tatuado. No se le veían los ojos porque los llevaba ocultos detrás de lo que Dante pensó que eran unas molonas gafas de sol de las que cubren incluso las sienes. Sostenía en la mano un vaso de cerveza medio lleno, pues la otra mitad todavía le goteaba por los dedos.
—Pues... sí. ¿Cómo lo has sabido? —Dante mantuvo en el sitio la sonrisa que empleaba para hacerse el simpático.
—Porque no llevas emblema, y porque estás solo.
—¿Un emblema?
—Sí. Demuestra que formas parte de un clan. Pero eso ya deberías saberlo. Porque eres un vampiro, ¿verdad?
—Por supuesto, sí. Naturalmente que lo soy.
—Genial, porque últimamente están colándose en este local muchos polis que vienen de incógnito tratando de infiltrarse, y lo primero que los delata es que no llevan emblema.
—Qué mierda. —Dante percibió que ya estaba teniendo problemas. Y tampoco le ayudaba nada exclamar en voz alta lo de «qué mierda»—. Oye, ¿tú podrías conseguirme un emblema?
—¿Así que es verdad que no perteneces a ningún clan? —preguntó el otro.
—Qué va. He llegado esta mañana. ¿Podría apuntarme a tu clan...? ¿Por favor?
De pronto se hizo una pausa incómoda en medio del bullicio que provocaba el público del local. Dante era muy consciente de que se le notaba que estaba desesperado por ser uno de ellos, igual que un inadaptado el primer día que va a un colegio nuevo. Al final, después de mirar a Dante de arriba abajo durante unos segundos que parecieron una eternidad, el tipo cuya bebida él había derramado le respondió:
—Pues claro. —Y de repente sonrió—. Toma, ponte esto.
Introdujo la mano en un bolsillito interior de la pechera y extrajo unas gafas de sol idénticas a las que llevaba puestas. Se las entregó a Dante, el cual, dándole las gracias en voz baja, se apresuró a ponérselas.
El aspirante a vampiro descubrió con sorpresa que seguía viendo perfectamente, como si las gafas no estuvieran tintadas. Aquello supuso un alivio, porque el Abrevadero no es que tuviera precisamente un derroche de iluminación. Ahora ya podía mirar fijamente a los demás sin sentir demasiada timidez, porque no podrían distinguir con seguridad si estaba mirándolos o no. Como el tipo que le había dado las gafas también llevaba otras puestas, se dijo que lo mejor era no quedarse demasiado tiempo allí de pie, destacando entre la gente. Se repetía una y otra vez lo que le había hecho prometer Kacy: no cometas ninguna tontería y no llames la atención.
—Gracias, tío. De verdad. —Le tendió la mano al otro—. A propósito, yo soy Dante. ¿Quién eres tú?
—Obediencia. —El otro extendió la mano y estrechó la de Dante. —¿Perdona?
—Obediencia.
—Debo de ser yo. Te he entendido «Obediencia».
—Exacto, eso es lo que he dicho. Me llaman Obediencia porque tengo la costumbre de hacer siempre lo que me piden. Es que me gusta complacer a la gente.
—¿En serio?
—Sí.
—Genial —repuso Dante, deseoso de poner a prueba a su obediente amigo nuevo —. Pues entonces invítame a una cerveza y preséntame a tus amigos.
—Claro —contestó Obediencia, sonriente.
El servicial vampiro echó a andar en dirección a la barra, y al llegar pidió dos cervezas. Todos los ocupantes del local reñían una pinta un tanto vampiresca, pero ninguno daba la impresión de haberse transformado de verdad en una criatura de la noche. «Lo cual es una ventaja», pensó Dante mientras aguardaba a que le pusieran las bebidas a Obediencia.
Cuando éstas llegaron por fin, el nuevo amigo de Dante le pasó un botellín de cerveza Mono Cagando y a continuación le hizo pasar por medio de un grupo de gente de lo más raro. Algunos iban vestidos de payaso, otros de mujer, otros parecían indios de alguna tribu maorí, y había un grupo bastante grande cuyos integrantes iban de rastafaris blancos con camisetas teñidas de colorines. Obediencia no hizo caso a ninguno de ellos y se dirigió hacia un rincón oscuro en el que había tres hombres observando al grupo que tocaba.
—A propósito, has escogido un tema genial —comentó Obediencia mientras se acercaban a los tres individuos.
—Gracias —contestó Dante—. Se me ocurrió de repente.
—Sí, esas cosas pasan.
Se detuvieron delante de los tres individuos, que iban vestidos de forma similar a Obediencia. Todos llevaban las mismas gafas envolventes. Obediencia tomó por el brazo al que tenía más cerca. Este tenía una mata de pelo rubio repeinado y con una anticuada raya al lado, y un bigote grueso y amarillo que le descansaba sobre el labio superior. También lucía unas patillas más bien estrechas, amarillas y afeminadas (si es que las patillas pueden ser afeminadas), y tenía el cutis muy blanco. «Incluso para ser un puto vampiro», pensó Dante.
—Fritz, me gustaría presentarte a Dante —dijo Obediencia señalando a su nuevo amigo con un gesto de la mano. Fritz le tendió la suya y Dante se la estrechó.
—¡ENCANTADO DE CONOCERRTE, DANTE, YO ME LLAMO FRITZ! —gritó el rubio con un fuerte acento alemán.
—Vale, yo también estoy encantado de conocerte, este... Fritz, ¿verdad? — respondió Dante con menos energía vocal. Aunque la música sonaba muy fuerte, no tenía justificación alguna que el alemán chillara de aquel modo.
—Tienes que disculpar a Fritz —dijo Obediencia—. No puede evitar hablar a gritos.
—¡ME HICE DAÑO EN LAS CUERRDAS VOCALES CUANDO me pegó mi hacedorr!
—Ah, ya, vale —contestó Dante no muy seguro, esperando poder escaquearse de conversar mucho con el tío más gritón de todo Santa Mondega. Estando con aquel pirado, iba a resultar difícil pasar inadvertido.
—¿Y quién es éste? —inquirió Dante, señalando con el dedo el primero de los dos que quedaban en el trío, vestidos con un atuendo idéntico y situados a la izquierda de Fritz.
—¡Silencio! —CHILLÓ FRITZ.
—Vale, vale, no te alteres, colega. Sólo preguntaba.
—¡NO, NO! ¡NO ME HAS ENTENDIDO! —ladró el alemán con agresividad—. ¡SE LLAMA SILENCIO! —Mientras lo decía, tocaba con la mano al individuo que tenía al lado, un tipo de pelo castaño oscuro y muy corto en la parte de arriba, pero afeitado al cero por los lados. Aparte de aquello, se parecía mucho a la idea que tenía Dante de los vampiros. Lucía una palidez mortal, dientes retorcidos y ojos hundidos, todo ello acompañado de una barba de dos días.
—¿Por qué te llaman Silencio? —quiso saber Dante. El otro no le contestó, así que Dante se volvió hacia Obediencia—. ¿Por qué lo llaman Silencio?
—Porque no habla casi nunca.
—Ah, vale. ¿Y por qué no habla?
—Porque su hacedor le jodio las cuerdas vocales. Al hablar le duele, así que dice muy poca cosa.
Dante sonrió a Silencio, el cual le devolvió a su vez una media sonrisa. «Vaya par de pirados. Un alemán gritón y un tío que es mudo.»
—Imagino que vosotros dos sois, no sé, como Jay y Bob el Silencioso de la película, sólo que en el mundo de los no muertos, ¿no? —bromeó Dante.
Nadie se río. En vez de eso, se produjo un silencio incómodo. «¡Mierda!», pensó Dante.
—En fin, ¿y quién es ese otro? —preguntó indicando al tercero de los tres, deseando dejar atrás aquella metedura de pata.
—Ese es Déjà-Vu —respondió Obediencia.
Déjà-Vu estaba fumado un cigarrillo. Dio una profunda calada y después expulsó el humo queriendo formar un anillo, sólo que le salió más bien una serpiente. La nube le pasó rozando la melena, que se veía grasienta y le llegaba al hombro, y luego se perdió en dirección al techo.
Saludó a Dante con un gesto de cabeza.
—¿Nos conocemos de algo? —le preguntó.
—Me parece que no —replicó Dante sin saber muy bien si se trataba de una broma o no.
—No te preocupes —intervino Obediencia—. Déjà-Vu hace mucho esas cosas.
—No dejas de repetirlo —repuso Déjà-Vu sin una pizca de ironía.
Las dos horas siguientes, Dante las pasó bebiendo cerveza e intercambiando anécdotas con Obediencia y sus tres amigos. Todos se mostraron bastante simpáticos, excepto Silencio, que no le dirigió la palabra en toda la noche. Obediencia se ocupó todo el rato de pagar la bebida, Fritz no dejó de hablar a voz en grito tocaran lo que tocasen las Psíquicas, y Déjà-Vu... bueno, éste pasó la mayor parte del tiempo con cara de desconcierto y daba la impresión de reaccionar con efecto retardado cada vez que veía pasar a alguien.
Aquellos tíos daban la impresión de ser agradables. Habían aceptado que Dante formara parte de su clan, e incluso Obediencia le había prometido que le iba a conseguir uno de los chalecos de cuero negro sin mangas que usaban todos. Dichos chalecos llevaban en la espalda el logo del clan, que consistía simplemente en el nombre de «Sombras» con letras grabadas en oro. Hasta el momento, la misión que tenía Dante de hacerse pasar por un vampiro estaba transcurriendo sin tropiezos. Había hecho cuatro amigos y se había convertido en miembro de un exclusivo clan o club o lo que cojones fuese aquello. Todo el nerviosismo que pudiera haber sentido al pensar en la tarea que tenía por delante fue evaporándose con cada cerveza que se tomaba. Ya se sentía integrado. Sólo el tiempo diría si había hecho bien.
En cambio, de lo que no se percató Dante fue de que más de uno de los otros clientes presentes en el Abrevadero ya se habían dado cuenta de que él no era un vampiro.

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