Treinta y cuatro

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Elijan Simmonds no era lo que se dice el empleado preferido de Bertram Cromwell, pero era excepcionalmente bueno en su trabajo. Era el jefe de Operaciones del museo, y mientras que a Cromwell se le daba bien la gente, a Simmonds se le daban bien los márgenes de beneficios y la manera de aumentarlos. Ambos llevaban más de dos horas en el despacho de Cromwell, repasando las cuentas del museo, y lo que Simmonds le había dejado meridianamente claro al profesor fue que era necesario efectuar recortes, o de lo contrario iba a haber una fuerte repercusión en los beneficios.
Cromwell estudiaba las columnas de pérdidas y de ganancias acomodado en su amplio sillón de cuero, mientras que Simmonds, sentado al otro lado de la mesa, se inclinaba hacia delante de tanto en tanto para explicarle algún detalle concreto. Simmonds era un veinteañero que abrigaba grandes aspiraciones. Aunque era joven, ya tenía el ojo puesto en ocupar algún día el cargo de Cromwell, el de supervisor de todo el museo. No sentía amor alguno por el arte ni por los objetos históricos que albergaba aquel edificio, en cambio adoraba ganar dinero y era adicto al poder.
Cromwell conocía bien las ambiciones de su jefe de Operaciones, y no se dejaba engañar por su fingido entusiasmo respecto de los tesoros del museo. Pero respetaba el hecho de que, por razones que no alcanzaba a comprender, por lo visto a los empleados jóvenes Simmonds les caía bien. ¿Se debería tal vez a que se peinaba conforme a la moda y a que vestía barato pero resulten? Personalmente, Cromwell opinaba que un hombre trajeado pero con el pelo teñido de rubio y sujeto con una coleta resultaba un poco repulsivo, pero sus opiniones se las guardaba para sí. A su forma de ver, era una necedad juzgar a las personas por su aspecto físico, y si se hubiera regido por dicha norma, no habría podido conocer a algunas personas verdaderamente maravillosas que había conocido a lo largo de los años.
—¿Así que éste es el sexto mes consecutivo que disminuyen los beneficios, pues? —preguntó Cromwell levantando la vista del libro de cuentas y mirando fijamente al joven por encima de las gafas.
Simmonds llevaba un traje azul oscuro con camisa blanca, en la que se había desabrochado los dos primeros botones. No llevaba corbata, detalle que Cromwell jamás olvidaba. Y además se rascaba mucho las pelotas cuando hablaba con el profesor, algo que hacía habitualmente pero de lo que no parecía darse cuenta.
—Así es, seis meses seguidos —confirmó Simmonds—. Desde el inicial aumento del interés por parte del público que tuvimos tras el robo de la momia, las cosas no han dejado de ir a peor.
Cromwell se quitó las gafas y las dejó en la mesa. De tanto mirar números, ya tenía los ojos cansados.
—No es de extrañar, ¿no crees? Al fin y al cabo, la tumba egipcia era nuestra pieza más importante. Imagino que vamos a tener que buscar algo realmente especial para sustituirla. La cosa es que una momia egipcia auténtica es algo muy difícil de igualar.
—Pues sí —convino Simmonds sin dejar de rascarse la entrepierna—. Pero mientras tanto vamos a tener que rebajar costes.
Cromwell se removió incómodo en su amplio sillón de cuero.
Su carísimo traje hecho a medida por John Phillips, de Londres, era capaz de soportar toda clase de trasiegos sin siquiera arrugarse, a diferencia del modelo barato y del montón que llevaba Simmonds.
—Deduzco que ya tienes algo pensado —aventuró Cromwell.
—Sí, señor —respondió Simmonds enderezándose en su asiento y apoyando las manos en la mesa, donde Cromwell pudiera verlas. Lo cual a éste le supuso un alivio —. Podemos permitirnos prescindir al menos de un miembro de la plantilla, para empezar.
—¿En serio? ¿Estás seguro? Porque la última vez que miré estábamos más bien en cuadro.
—Cierto, profesor, cierto. Pero podemos permitirnos prescindir de una de las personas de bajo rendimiento.
—¿Tenemos personas de bajo rendimiento? —Dejó escapar una risita—. ¿Y cómo ha sucedido tal cosa?
—Pues... en realidad sólo hay una, señor. Me temo que su historial a la hora de escoger empleados no es precisamente el mejor.
Cromwell estaba estupefacto.
—¿Disculpa?
—No pretendo exhibirme ni nada parecido —repuso Simmonds—, pero todo el personal que contrato yo observa un comportamiento impecable y trabaja con mucho ahínco. En cambio, las personas que ha contratado usted, en gran medida por realizar un acto de caridad, no es que hayan encajado especialmente bien aquí, ¿no le parece? ¿Se acuerda del tal Dante Vittori?
—¿El que te rompió un jarrón de valor incalculable en la cabeza? —Sí, ése. Era un inútil.
—Pero muy simpático.
—¡Vamos, profesor, era un idiota! —protestó Simmonds.
—Por descontado, pero llamarlo idiota cuando tenía en las manos un jarrón antiguo y valiosísimo no fue precisamente una actuación estelar por tu parte, ¿no crees?
Simmonds se reclinó de nuevo en su asiento y empezó a manipularse una vez más la entrepierna, cuando el traje barato comenzó a agobiar de nuevo sus partes bajas.
—Debería haberme permitido que presentara cargos y que hubiera enviado a aquel perdedor al calabozo. Así, a lo mejor hubiera aprendido algo. Sea como sea, usted ya me entiende. Estoy sugiriendo que despidamos al otro empleado que contrató usted por caridad.
—La otra persona que he contratado yo es Beth Lansbury.
—A ésa me refiero.
—¿Pero por qué diantre quieres despedirla? Es una joven encantadora.
—No se relaciona bien con los demás. Almuerza sola en la cafetería. Y, por supuesto, tiene antecedentes penales.
—Conozco bien sus antecedentes penales, gracias, Elijan. Esa joven lo pasó muy mal de pequeña. Estoy convencido de que se merece un respiro. Por eso la contraté. Y su padre, Dios lo tenga en su gloria, fue amigo mío durante muchos años.
—¿No fue también amigo suyo el padre de Dante Vittori? —Si.
—Pues eso.
—Pues eso, ¿qué?
—Pues eso, que no es una razón para contratar a una persona, ¿no le parece? A ver, no me malinterprete, señor, me parece muy noble por su parte contratar a hijos de antiguos amigos suyos, pero eso no es tener cabeza para los negocios. ¿Sabe que el resto del personal tiene miedo de esa chica? La llaman la «chiflada». Por mucho que usted lo maquille, lo de la infancia difícil y todo eso, lo cierto es que cometió un asesinato a sangre fría, y eso asusta a la gente. Cuando ella no está presente, los empleados rinden más. Cuando está, pone nervioso a todo el mundo. ¿Y qué me dice de esa horrible cicatriz que tiene en la cara? ¡Aj! Tiene que haberse fijado en la reacción que tienen algunas personas que visitan el museo cuando la ven. ¿Lo ve? Está asustando hasta a los clientes que pagan. Fíese de mí, retirarla de la nómina de empleados y sacarla de este edificio no hará sino beneficiar al negocio.
Cromwell tomó de nuevo sus estrechas y estilizadas gafas de leer y se las puso. Se frotó la frente un momento, con el ceño fruncido. Seguidamente cerró el libro de contabilidad que tenía delante.
—Muy bien — dijo al tiempo que le devolvía el libro a Simmonds —. Ahora, cuando subas, di a Beth que venga a verme. Voy a hablar con ella yo mismo.

El Ojo de la LunaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora