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Blas sonrió en la boca de su novia mientras esta acomodaba sus piernas alrededor del cuerpo del chico y le cogía la cara con ambas manos para besarle con más intensidad.

La cogió por la cintura y comenzó a trazar suaves círculos con sus pulgares sobre la fría piel de la chica. No debería estar haciendo eso, lo sabía. Seguramente todos los nocivos pensamientos que abundaban ahora su cabeza eran pecado. Todos. Pensaba en disfrutar, básicamente en eso. No era mucho pedir, ¿verdad?

Cerró los ojos con fuerza cuando Mónica le mordió con ferocidad el labio. Siempre hacía eso. ¿Por qué? Ni siquiera le ponía cachondo, pero ella se pensaba que sí. Blas no entendía cómo el que te mordieran como si fueras una cutre manzana podía poner caliente a cualquier persona del planeta. Soltó un falso gemido para que ella no pensara que la magia se estaba rompiendo.

Pero entonces sonó el teléfono móvil de Blas. Se separó del fugaz beso con su novia y palpó en el sofá para encontrar el aparato. El chico sonrió.

–Es Arly, me tengo que ir ya.– dijo intentando fingir cierto desagrado por haber cortado el momento.

–Joder, pero si habíais quedado a las siete.– se quejó la chica, acomodando su cabellera completamente negra sobre los hombros.

–Y son las seis y media.– dijo Blas, mientras Mónica se quitaba de encima suya.– Cariño, ya sabes que estamos muy nerviosos, tenemos muchas ganas de verle.

–Ya, pero no por eso me tienes que dejar plantada de esta forma.– se quejó ella cruzándose de brazos y soltando un bufido frustrado.

El chico se rió ante su actitud infantil y le dio un beso en la mejilla.

–Siempre puedes venir con nosotros, ya lo sabes.

–¿Y pasarme toda la tarde con ella mirándome mal? Paso, lo siento.

Blas se levantó del sofá con el móvil en la mano y sacudió la cabeza intentando colocarse el pelo. Cogió las llaves y la cartera de la mesa de centro del salón y se encaminó hacia la puerta.

–Te llamo luego, ¿vale?

Mónica simplemente asintió y sonrió a su novio.

Blas salió de la casa y automáticamente desbloqueó el móvil.

Mónica Sánchez era su novia desde hacía cuatro años. Aunque habían comenzado la relación prácticamente obligados pos sus padres, había acabado cogiéndola cariño.

Y os preguntaréis: "oh, ¿en serio hay en estos tiempos relaciones por convivencia?"

En pleno siglo veintiuno, y con veintidós años por cumplir en un par de meses, Blas seguía bajo el mandato divino de su madre. No es que le molestara, para nada. Adoraba a su madre. Era su pilar de vida, y sabía que a la inversa ocurría exactamente igual. Pero el único problema era el radicalismo que su madre tenía con ciertas cosas en la vida. Para poneros en situación, y que suene todo más contemporáneo, ¿sabéis de estos fanáticos hinchas de algún equipo de fútbol? De estos que lloran por su equipo, sufren por su equipo, y hasta matarían por su equipo?

Pues su madre era así con Dios.

Sí, con Dios.

Jamás conocerás a una persona más creyente y más ciega en la religión que su madre. Salvo quizá su tío, pero él viene más adelante.

La madre de Blas le había inculcado desde pequeño las creencias religiosas que habían estado en su familia desde hacía muchísimos años. Rezaba en la cama todas las noches antes de ir a dormir, bendecía la mesa antes de cada comida, iba a misa todos los domingos, y ese tipo de cosas. Y parece que se está contando esto como algo ofensivo, pero no, para nada. Blas creía en Dios, pero puede que no con tal fanatismo como su madre.

Que Dios nos pille confesadosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora